DEMASIADAS MATANZAS, DEMASIADAS ARMAS
LUIS MATÍAS LÓPEZ
Como siempre tras
una matanza que conmociona por el número de víctimas, la polémica sobre si se
debe limitar o no la compra y posesión por particulares de armas de fuego
(sobre todo las de asalto) estalla tras la masacre de Orlando. En este caso, el
trágico suceso está adobado por circunstancias específicas que le diferencian
de otros similares: la homofobia, el fanatismo, la sombra del estado Islámico,
el récord que supone el número de víctimas y el hecho de que se produzca en
plena campaña electoral. Por desgracia, lo más probable es que este último
hecho sea el más determinante, y que las reacciones de los dos contendientes en
la carrera a la Casa Blanca, y del propio Barack Obama, estén más pendientes de
cómo convertir la tragedia en votos que de solucionar un problema que convierte
a Estados Unidos en el país desarrollado con mayor proporción de muertes
violentas.
Aunque el suceso
presenta diversas aristas que justificarían también otro tipo de análisis, me
centraré en la que es común a todas las tragedias de este tipo ocurridas en las
últimas décadas: el control de armas. No es la primera vez que trato de esta
cuestión y seguramente no será la última. Ya no me asombra, por ejemplo, que lo
que escribí en 2012, tras la matanza en un colegio de Newton (26 muertos), siga
siendo válido en lo esencial. Sin embargo, no volveré a caer en el error de
entonces, cuando afirmé que “hay motivos para el escepticismo, pero también
para una cauta esperanza”.
El control de
armas, en especial de las más letales, que para buena parte de los
norteamericanos (si no la mayoría) supondría un ataque a su libertad personal
que violaría la Constitución, es una de tantas promesas incumplidas por un
Obama que pasará a la historia como un presidente cargado quizá de buenas
intenciones pero incapaz de trasladarlas a la práctica.
Su coartada es que
tiene las manos atadas por un Congreso dominado por los republicanos, empeñados
en no dejarle respirar y en echar por tierra sus iniciativas más progresistas.
Como coartada, puede que le sirva, pero esa explicación supone un
reconocimiento expreso de que no ha estado a la altura de las circunstancias y
no se ha atrevido a utilizar al máximo el plus de liderazgo que se le atribuye
ni su capacidad ejecutiva. Es cierto que ni siquiera cuenta con el respaldo
unánime de su propio partido para lanzar un desafío de esa magnitud, pero a
ello se une la evidencia de que le ha faltado valentía para afrontar el reto.
La consecuencia es que, durante su presidencia, el lobby de las armas no solo
no ha retrocedido, sino que ha ganado terreno, con la adopción en muchos
Estados de leyes que facilitan llevar armas en público y dificultan incluso
saber quién las tiene.
El debate sobre el
control de armas se convertirá, por supuesto, en una de las claves del análisis
de lo sucedido en Orlando, pero sorprende que ni siquiera Hillary Clinton haya
puesto el foco en este aspecto en sus primeras declaraciones, lo que demuestra
hasta qué punto puede ser un arma de doble filo en plena campaña electoral. La
candidata demócrata se ha centrado en defender la necesidad de “redoblar los
esfuerzos para defender el país de amenazas internas y externas (…) derrotando
a los grupos terroristas internacionales”.
De esta forma, al
no querer arriesgarse a que el tiro le salga por la culata (perdón por la
metáfora) si fija su respuesta en lo que más le separa de Donald Trump en esta
cuestión, ha dado ventaja a su rival, que incluso pide la dimisión del
presidente y que presume de haber advertido del riesgo de un ataque del
fanatismo islamista, dentro de un programa racista y xenófobo que incluso
pretende prohibir la entrada de musulmanes en el país.
Con su tibia
reacción, la exsecretaria de Estado, incapaz de conectar con un votante medio
que la considera demasiado fría y alejada de la realidad, da otra paletada para
cavar su propia tumba y despeja aún más el camino a la Casa Blanca a un Trump
populista y políticamente incorrecto, cuyo posible triunfo alarma mucho más
fuera de Estados Unidos que dentro.
En cuanto al propio
Obama, se ha mostrado coherente con lo que siempre ha defendido, pero no ha
podido evitar sonar a tópico y dejà entendu, y más en su condición de pato cojo
con una capacidad muy disminuida de librar ya batallas legislativas
importantes. Ha dicho lo que cabía esperar, que
no hacer nada es también una forma activa de hacer lo incorrecto, y que
la matanza es un recordatorio más de hasta qué punto es fácil para cualquiera
con intenciones homicidas disponer de los medios para hacerlas realidad.
Hermosas palabras, que quedarán en nada si, como en ocasiones anteriores, no se
traducen en hechos concretos.
Está claro que la
dimensión de la matanza de Orlando ha sido posible gracias a que el fanático
terrorista pudo disponer de armas más propias de una guerra que de lo que justificaría
la defensa de las personas o de sus propiedades. Y tampoco hay duda de que una
limitación generalizada y restrictiva de las armas de fuego en general
disminuiría el trágico balance de víctimas de la violencia en Estados Unidos.
Sin embargo, el derecho a portar armas de fuego se ha convertido en sacrosanto
para gran parte de la población, si no la mayoría, y a través de grupos de
presión tan poderosos como la Asociación Nacional del Rifle (que apoya
abiertamente a Trump) frena con éxito una y otra vez cualquier iniciativa
contraria a sus intereses.
Entre tanto, la
gente sigue muriendo en ataques a colegios, cines, acuartelamientos o
discotecas perpetrados por fanáticos lobos solitarios de catadura diversa. Que
en este último caso se llegue a confirmar una conexión directa o indirecta con
el Estado Islámico, y con el hecho de que Estados Unidos sea su principal
objetivo, no hará menos cierto que el terrorista no habría podido asesinar al
por mayor –la peor matanza desde el 11S- si no hubiera tenido un acceso tan
fácil a armas de guerra.
Más allá de la
conmoción generalizada por la tragedia y de que las voces a favor del control
de armas se oigan con fuerza durante algún tiempo, lo más probable es que la
matanza de Orlando, pese a su pavorosa dimensión, no genere ninguna
consecuencia práctica que contribuya a evitar que se produzcan en el futuro
hechos parecidos. Ni Obama puede, ni Trump quiere, ni Clinton lo tiene claro.
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