LOS RICOS, LOS IMPUESTOS Y
EL AMOR A LA PATRIA
JUAN TORRES LÓPEZ
Hace unos días, el
secretario general de Podemos y vicepresidente del gobierno, Pablo Iglesias,
propuso que en España se estableciera una tasa o impuesto extraordinario para
la reconstrucción del país que recayese sobre las personas con grandes
patrimonios: del 2% a partir del millón de euros; el 2,5% a partir de 10
millones; el 3% a partir del 50 millones de euros y el 3,5% a partir de 100
millones.
Es una propuesta
muy parecida a la que se viene haciendo en muchos países no sólo por partidos o
economistas de izquierdas sino, desde hace años, por muchas de las personas
propietarias de grandes patrimonios. En Estados Unidos, muchos financieros y
grandes capitalistas han reclamado en diversas ocasiones que se establezcan ese
tipo de impuestos sobre sus fortunas porque, como dijo una vez el inversor
Warren Buffet, él pagaba un 17,7% de sus ingresos entre el impuesto sobre la
renta y cotizaciones sociales, frente a una media del 32,9% del personal de su
empresa: "No hay nadie en la oficina, desde la recepcionista para arriba,
que pague un tipo fiscal más bajo, y yo no tengo ningún planeamiento fiscal, no
tengo contables ni recurro a refugios fiscales, me limitó a cumplir lo que el
Congreso de los Estados Unidos me dice que haga".
Eso mismo ocurrió
en Alemania en 2011, cuando un grupo de millonarios hizo un llamamiento a
través del semanario político Die Zeit exigiendo que se aumentara la
tributación de las grandes fortunas del país, para contribuir a incrementar los
ingresos del Estado en tiempos de crisis financiera.
También en Francia,
dieciséis de las mayores fortunas de aquel país pidieron en ese mismo año al
Gobierno que les impusiera un impuesto especial para contribuir a salir de la
crisis. En su manifiesto decían: "Nosotros, presidentes o dirigentes de
empresas, empresarios, financieros, profesionales o ciudadanos ricos, deseamos
la instauración de una 'contribución excepcional' que afectaría a los
contribuyentes franceses más favorecidos".
La mayoría de los
grandes propietarios no piensa de este modo, esa es la verdad.
Ahora que estamos
viviendo las consecuencias económicas tan dramáticas de una emergencia
sanitaria nos percatamos mejor que nunca de las opciones morales de cada uno.
Mientras que hay
millones de pequeños y medianos empresarios que luchan sin descanso y sin
apenas recursos para salvar sus recursos, cuando millones de personas se quedan
sin ingresos y tienen que recurrir a comedores sociales para poder alimentarse,
cuando los gobiernos (es decir, toda la sociedad) tiene que endeudarse hasta
las cejas para evitar que cierren empresas, ¡qué difícil es encontrar muestras
de solidaridad entre las personas con mayores fortunas!
Es verdad que
muchas de ellas, algunos grandes empresarios, incluso están renunciando a sus
retribuciones, un gesto simbólico sin duda valioso, o que realizan
contribuciones silenciosas y de gran generosidad a otras personas que las
necesitan. Pero siendo todas esas muestras dignas de elogio por la actitud
personal que llevan consigo, no pueden ser por sí solas lo que permite que una
sociedad sea justa y progrese proporcionando a todos sus miembros capacidades
efectivas para ser libres y auténticas personas. Es más, pueden llegar a
generar situaciones más propias de otros tiempos, como ocurre cuando el rey
Felipe de Borbón, en lugar de reclamar Justicia distributiva, cumplimiento
efectivo de las obligaciones fiscales y lucha contra la corrupción, se dedica a
pedirle a la nobleza que compre leche y aceite para ayudar a la Cruz Roja.
La caridad es una
virtud que debemos cultivar para sentirnos realmente humanos y no salvajes y
debería ser digno de aplauso y reconocimiento social que se lleven a cabo. Yo
aplaudo cuando grandes empresarios como Amancio Ortega o Juan Roig la practican
y hacen donaciones millonarias y creo que eso mismo deberíamos hacer todos los
españoles. Pero me parece igualmente evidente que la caridad, la generosidad
particular, es sólo una de las ruedas con las que puede andar el carro de una
sociedad moderna. Porque con ella sería insuficiente para sufragar todo lo que
la sociedad en su conjunto necesita para que los seres humanos vivamos con
dignidad y libertad; porque, desgraciadamente, no todas las personas tienen la
misma disposición y porque lo que debe presidir el criterio de satisfacción de
las necesidades colectivas ha de ser la justicia y ésta no puede quedar, por
definición, al albur de nuestro particular deseo de contribuir o no a las
cargas comunes.
Lo que necesitamos no
son solo prácticas caritativas que vienen tan caprichosamente como se pueden
ir. De nada sirve una nobleza o personas de grandes fortunas con gran
generosidad que proporcionen pan y aceite a los pobres si luego esconden su
patrimonio (como la propia familia del Rey) en paraísos fiscales. Lo que
necesitamos es justicia fiscal.
Y es de llamadas a
la justicia de lo que estamos escasos entre las clases más afortunadas de
nuestra sociedad.
En lugar de
reclamar una imposición para sí semejante a la que recae sobre el resto de la
sociedad con menos ingreso y patrimonio, los más ricos de entre los ricos sólo
buscan evadir cada vez con mayor sofisticación sus obligaciones fiscales.
Ha sido
precisamente su mayor influencia política lo que ha hecho que los impuestos
extraordinarios que solicitan incluso las personas ricas más generosas en
momentos de crisis no sólo no hayan avanzado, sino que incluso poco a poco
estén desapareciendo los que recaían sobre el patrimonio en muchos países. En
Francia, por ejemplo, existía desde los años ochenta del siglo pasado un
impuesto sobre las fortunas superiores a 1,3 millones de euros que el
presidente Macron eliminó en 2028 para sustituirlo por otro sobre la riqueza
inmobiliaria que también suspendió poco después. Y algo así ha parecido en otro
muchos países.
Ese paso atrás
consistente en reducir la imposición sobre las grandes fortunas justamente
cuando mayores son los patrimonios y cuando más se abre la brecha entre la
riqueza de los más afortunados y la de la gente normal y corriente es una de
las razones que explica que en los últimos años la desigualdad crezca sin parar
en nuestras sociedades, con el daño que es sabido que eso produce en todos los
ámbito de la vida social y económica.
En estos momentos
de una crisis económica tan grave provocada por la pandemia comprobamos mejor
que nunca la doble vara de medir de los egoístas y la doble moral de quienes
están a su servicio o viven de los pequeños derrames que dejan caer a su
alrededor.
En los barrios
ricos de todas las ciudades del mundo no sólo proliferan las protestas para
evitar los inconvenientes que supone el incómodo confinamiento sino para
mostrar el rechazo hacia las medidas sociales, en todos los casos más bien
modestas en comparación con las que reciben siempre los más adinerados, que
reciben los pobres. Basta ver las críticas que ha concitado en España la
aprobación de un ingreso mínimo de baja cantidad y que ya existe prácticamente en
todos los países de la Unión Europea.
Al mismo tiempo que
se enarbolan banderas nacionales y se gritan consignas de amor a la patria se
critica cualquier tipo de medida orientada a que todos los españoles
contribuyamos en la misma proporción a sostener las cargas que la patria
necesita para garantizar una vida digna a todos nuestros compatriotas.
No hace falta ser
un genio de la sociología para saber la estrecha correlación que hay entre las
familias que más se oponen a las medidas sociales de este gobierno
manifestándose en estas últimas semanas en las calles y las que tienen cuentas
en Suiza u otros paraísos fiscales, entre las que más banderas levantan y más
besos le dan y las que más critican cualquier avance en justicia fiscal o
eluden en mayor medida sus obligaciones con la hacienda pública.
Es muy curioso lo
que está ocurriendo en estos últimos meses. Los más ricos de todo el mundo, los
que pagan a los periodistas que difunden las maldades de los impuestos y a los
políticos que los eliminan, se han dedicado a comprar los llamados
"pasaportes pandémicos", es decir, la nacionalidad en diversos países
para así poder desplazarse de un país a otro, según les convenga en cada caso,
para eludir los confinamientos. Ahora lo hacen por esa razón, pero continuamente
emigran de país en país huyendo del pago de impuestos, una emigración de la que
se habla poco y que nada molesta, a pesar de que los costes que ocasiona a los
países de donde salen y a donde van son mucho mayores de la emigración de
quienes huyen de la pobreza.
No quiero decir con
todo esto que la propuesta de impuesto que se se ha hecho en España por Podemos
sea la solución de todos nuestros problemas. De hecho, no creo que, por sí
solo, lo sea y me parece que se ha realizado de un modo bastante inadecuado. Si
era una propuesta de Podemos no debería hacerla anunciado el vicepresidente del
gobierno y si era del gobierno, debería haberlo hecho la ministra del ramo. Esa
confusión no es buena y confunde a la gente. Además, las reformas fiscales no deben
centrarse en figuras impositivas concretas que puede parecer que están
dirigidas "contra" alguien sino como cambios de conjunto,
sistemáticos, integrales y en beneficio de todos. Para no caer en el vacío,
deben presentarse con gran solvencia técnica, venir acompañadas de medidas
destinadas a evitar la elusión y el fraude y, sobre todo, precedidas de una
potente pedagogía que explique bien los propósitos y las consecuencias de lo
que se propone. De otro modo, las buenas intenciones fiscales se quedan en ruido
que no resuelve nada y que lo empaña todo.
El debate sobre la
nueva ley contra el fraude fiscal que ha anunciado la ministra de Hacienda
sería una buena ocasión para plantear las cosas de otro modo, abriendo ante la
sociedad española el debate sobre la justicia fiscal que necesitamos y como un
reto fundamental: que quienes tanto dicen amar a la patria conviertan esa
declaración de amor en una práctica efectiva que permita hacerla más grande y
capaz de proporcionar libertad y bienestar a todos nuestros compatriotas.
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