DEFENDER LA DIGNIDAD DEL CONGRESO:
¿QUÉ MENOS?
La
injusticia perpetrada contra Alberto Rodríguez es un avasallamiento consentido
de la autonomía parlamentaria que no puede quedar sin contestación
GERARDO PISARELLO
Mucho se ha escrito y mucho se ha dicho al respecto. Pero cuando se es testigo directo de un atropello es difícil callar. Contemplada desde la propia Mesa del Congreso, la injusticia perpetrada esta semana contra Alberto Rodríguez aparece sin duda como un doble agravio. Como un golpe artero a la inocencia de un diputado canario, obrero industrial de profesión, condenado sin base probatoria jurídicamente admisible. Pero también como un avasallamiento consentido de la autonomía del Congreso que por elementales razones de dignidad no puede quedar sin contestación.
1. El origen del entuerto: un diputado de origen popular condenado sin pruebas.
Que la condena a
Alberto Rodríguez es un despropósito es algo que juristas y comentaristas de
todas las sensibilidades han reconocido de manera llamativa. Los hechos, como
es ya conocido, se remiten a una protesta que tuvo lugar hace ocho años,
durante una visita a La Laguna del entonces ministro de Educación del Partido Popular, José Ignacio
Wert. Alberto Rodríguez, que no militaba aún en Podemos pero que era ya un
activista comprometido en numerosas causas sociales en su tierra, fue acusado
de propinar una supuesta patada a la rodilla de un policía durante la protesta
contra la Ley de Educación del Partido Popular. Desde aquel lejano 2014 hasta
el día de hoy, la coincidencia en que, salvo la declaración del agente
implicado, no existe testimonio, imagen o registro alguno que avalen aquella
acusación, es amplísima. Lo han dicho juristas de sensibilidades diversas. Lo
sostuvieron en un voto particular dos magistrados del Tribunal Supremo que se
pronunciaron al respecto. Y en cierto modo lo admitió la mayoría de la Sala,
que no se atrevió a sancionarlo más que con 45 días de prisión. Una pena tan
leve que el propio Código Penal obliga a sustituirla por una simple multa.
2. La mano
ejecutora: un juez arrogante ya reprendido por su arbitrariedad.
A pesar de todo
eso, el presidente de la Sala del Supremo, Manuel Marchena, se empleó a fondo
para conseguir una mutación de todo punto arbitraria: que un reproche penal
mínimo, que una mínima pena de multa, se convirtieran en castigo máximo,
llegando a privar a Alberto Rodríguez de su escaño en el Congreso. El objetivo,
obviamente, era lanzar una advertencia a navegantes: cualquier ejercicio del
derecho a la protesta puede convertirse, en el futuro, en causa de expulsión de
la vida política institucional.
Marchena fue
dejando claro cuál era su plan: exigir que su decisión se cumpliera, una y otra
vez, pero sin explicitarla nunca por escrito
No era la primera
vez que Marchena lo intentaba. Ya en 2008, el juez con cuya designación el
Partido Popular pretendía “controlar por detrás la Sala Segunda del Tribunal
Supremo”, instó a la condena por desobediencia y la inhabilitación del
presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa. En aquella ocasión, la
decisión acabó en el Tribunal de Estrasburgo, que entendió que el Supremo había
vulnerado el derecho a un debido proceso. Más tarde, Marchena ensayó una
operación similar con los diputados independentistas que se encontraban en
prisión. Esta vez, temeroso de que una nueva decisión similar lo expusiera
abiertamente a la prevaricación, no se atrevió a consignar por escrito su
voluntad de dejar sin escaño al diputado nacido en el barrio obrero de Ofra, en
Santa Cruz de Tenerife. Escogió otra vía más sibilina: presionar al Congreso
para que asumiera la operación y, degradando su propia autonomía, se
convirtiera en cómplice último de la misma.
Y así ocurrió. En
cada uno de sus oficios de “aclaración” del sentido de la sentencia, Marchena
fue dejando claro cuál era su plan: exigir que su decisión se cumpliera, una y
otra vez, pero sin explicitarla nunca por escrito, forzando a sus destinatarios
en el Parlamento a leer en su mente lo que la propia literalidad de la
sentencia no expresaba. Para consumar su propósito, contó con la complicidad
activa del PP y de Vox. Y también, por desgracia, de una presidenta de la Mesa
del Congreso que prontamente dimitió en su defensa de la dignidad institucional
de la Cámara.
3. La colaboración
necesaria: una Presidencia de la Cámara que consintió el desafuero.
Apenas conocida la
sentencia, el PP y Vox salieron a defender abiertamente que la única ejecución
posible de la misma consistía en privar a Alberto Rodríguez de su escaño. Y no
solo eso: en las propias sesiones de la Mesa, el representante de Vox no dudó
en recurrir al lenguaje de la amenaza, y en más de una ocasión recordó a la
Presidenta que no secundar la lectura más severa de la sentencia la exponía a
acabar condenada por desobediencia.
Como es sabido, los
Letrados de la Cámara salieron a cerrar el paso a dicha pretensión con un
informe inapelable. En él se sostenía no había ni una sola línea de la
sentencia que contemplara de manera “clara y expresa” el cese de Alberto
Rodríguez en el cargo, por lo que esa interpretación debía descartarse. Al
pronunciarse sobre ese Informe, la Mesa, como órgano colegiado, hizo además
algo muy importante: se atribuyó la competencia para decidir cómo había que
llevar a efecto la sentencia.
Con el Informe de
los Letrados y el apoyo de la mayoría de la Mesa, incluidos los diputados del
PSOE, Meritxell Batet podría haber hecho frente a las pretensiones de Marchena
Con el Informe de
los Letrados y el apoyo de la mayoría de la Mesa, incluidos los diputados del
PSOE, Meritxell Batet podría haber hecho frente a las pretensiones de Marchena.
Para ello, bastaba con recordarle que la pena principal impuesta a Alberto
Rodríguez ya se había satisfecho con el pago de la multa a la que se le condenó
y que la inhabilitación especial para el sufragio pasivo solo podía operar pro
futuro, impidiéndole concurrir a elecciones durante 45 días. No quiso o no se
atrevió a hacerlo. Pero lo más grave es que dio un paso más allá, y cediendo a
las intenciones reales, aunque nunca puestas por escrito por el presidente del
Supremo, pidió directamente a la Junta Electoral Central que sustituyera al
diputado canario.
Con esta decisión
unilateral, adoptada sin dar audiencia a la Mesa y sin ningún nuevo informe
jurídico que la avalara, la presidenta de la Cámara no solo vulneró los
derechos políticos de Alberto Rodríguez y de los miles de canarios y canarias
que lo eligieron como su voz en Madrid. Consintió que se avasallara la
autonomía del Congreso y escribió uno de los episodios más infaustos de la
historia del parlamentarismo español.
4. Un imperativo
democrático de mínimos: recuperar la dignidad del Congreso.
La condena y la
expulsión del Congreso de Alberto Rodríguez, diputado de clase trabajadora,
coinciden con dos hechos que dicen mucho del tiempo en que vivimos. Uno, la
emergencia pública de delitos millonarios de evasión y blanqueo de capitales
atribuidos a Juan Carlos I, todavía hoy impunes. Otro, la constatación judicial
de que el partido que escogió a Marchena “para controlar por detrás la Sala
Segunda del Supremo”, contaba con una caja B con la que se financiaba
ilegalmente, trucando el juego democrático. A la asimetría entre cada uno de
estos hechos le corresponde una asimetría en la actitud frente a los mismos.
Cuando estas líneas vean la luz, el monarca Borbón con el que Franco dejó “todo
atado y bien atado” proseguirá impertérrito su exilio de lujo en Abu Dhabi.
También la cooptación del Poder Judicial pergeñada por el PP para que su propia
corrupción quede impune continuará blindada. Mientras tanto, Alberto Rodríguez
se reincorporará a su puesto de obrero industrial. Y lo hará, como él mismo ha
dicho, sin renunciar a revertir la cadena de tropelías e injusticias cometidas
en su contra.
Esa actitud de
resistencia frente al abuso, esa voluntad de seguir en pie a pesar de las
ventajas concedidas a los poderosos de turno, no admiten mirar hacia otro lado.
Hace siglos, en 1512, un diputado llamado Richard Strode quiso presentar una
iniciativa legislativa en el parlamento inglés para mejorar las condiciones
laborales de los mineros del estaño. Ya entonces, sus adversarios utilizaron un
tribunal para apresar a Strode e impedirle asistir al Parlamento. Pero el
Parlamento reaccionó, hizo valer su autonomía y ordenó su inmediata liberación.
Ese pulso marcó un hito y sentó las bases de la inmunidad parlamentaria como
garantía de libertad política frente a esas operaciones de guerra judicial que
hoy se conocen como lawfare.
La presidencia del
Congreso no ha estado a la altura de la mejor tradición garantista
parlamentaria ni ha hecho respetar la división de poderes. Y su propio partido
debería habérselo recordado. Por eso, por Alberto Rodríguez y por todos los
Richard Strode que en el futuro podrían ser víctimas de una justicia persecutoria
y arbitraria, el oficio enviado por Meritxell Batet a la Junta Electoral
Central debe quedar sin efecto. Por eso, y para que la autonomía del Congreso
no se vea irreparablemente atropellada, debe ser la propia Cámara quien tenga
la última palabra. Hay que pelearlo. Aunque más no sea para que la autonomía
parlamentaria pueda ser de forma creíble otro de los nombres de la libertad en
nuestros tiempos.
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Gerardo Pisarello y
Javier Sánchez Serna son diputados por el Grupo Confederal de Unidas Podemos-En
Comú Podem-Galicia en Común y miembros de la Mesa del Congreso.
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