LAWFARE DESDE EL ESTADO PROFUNDO
La
guerra ilegítima contra una fuerza política que, en lugar de enfrentarse con el
Estado, ha tratado de contribuir a su democratización revela la verdadera
naturaleza de la derecha judicial, policial, política, mediática y económica
española
PABLO IGLESIAS
Señorita, si los
periódicos solo imprimiesen la verdad
no tendrían abogados en
nómina y yo
estaría en el paro, y no estoy en el paro[1]
– Davidek
El lawfare es ya hoy un objeto de investigación para la ciencia política, el derecho y las ciencias sociales en general, incluidas las ciencias de la comunicación. La profesora Susan Tiefenbrun, en un artículo académico muy citado de 2010, definía el lawfare como “un arma diseñada para destruir al enemigo usando, haciendo mal uso y abusando del sistema legal y de los medios de comunicación para crear un escándalo público contra ese enemigo”. En la definición de Tiefenbrun se identifican claramente los dos actores claves para entender el fenómeno: los medios de comunicación y las autoridades judiciales. El lawfare, poca broma, es una práctica que no por frecuente en la historia y en los últimos tiempos deja de ser ilegítima toda vez que pone en cuestión uno de los fundamentos de la democracia, a saber, la independencia judicial.
La destrucción y/o el desgaste de
figuras políticas mediante el lawfare se vio en Brasil, donde Lula Da Silva fue
condenado, encarcelado e inhabilitado injustamente (como declararía
posteriormente la justicia brasileña), favoreciendo así el triunfo de Bolsonaro,
que nombraría ministro al juez que más destacó por perseguir a Lula. Algo
parecido vimos en Ecuador con Rafael Correa, y se podrían encontrar muchos
ejemplos más en América Latina y en otros países.
Cuando se tienen apoyos
mediáticos amplios y hay jueces voluntariosos, se puede acabar con los rivales
políticos de manera menos violenta e igualmente eficaz
En América Latina el lawfare goza
de mucha actualidad, pues permite obtener resultados políticos similares a los
de los golpes de Estado clásicos, sin arriesgarse a perder el relato por la
violencia (cada vez más evidente gracias a las nuevas tecnologías) propia de
los golpes. Quizá Bolivia, donde la oposición alentó un violento golpe de
Estado en 2019, sea un buen ejemplo de las dificultades de los métodos clásicos
de las derechas latinoamericanas. Un año después del golpe, el partido de Evo
Morales y su candidato Luis Arce recuperaban la presidencia del país tras un
masivo apoyo electoral. A pesar de su dominio mediático (y judicial), los golpistas
tuvieron dificultades para disimular sus métodos.
Por contra, cuando se tienen
apoyos mediáticos amplios y hay jueces voluntariosos, se puede acabar con los
rivales políticos de manera menos violenta e igualmente eficaz. Esto es
básicamente lo que explica el auge del lawfare en los últimos tiempos.
La pregunta que toca hacerse
ahora es si puede hablarse de lawfare también en España, una supuesta
democracia consolidada de la Unión Europea, donde la normalidad institucional,
la separación de poderes y el respeto a la ley y a las reglas del juego no han
dejado de ser reivindicados por los partidos políticos tradicionales, por el
órgano de gobierno del Poder Judicial y por la práctica totalidad de los medios
de comunicación.
A la pregunta ha respondido el
periodista de La Vanguardia Pedro Vallín en el capítulo 18 de su reciente libro
C3PO en la corte del rey Felipe, que citábamos al inicio de esta tribuna. El
capítulo, de hecho, ilustra de manera descarnada (aunque Vallín nos presente la
carne en steak tartar con referencias fílmicas) la tesis principal de su libro,
a saber, la guerra del Estado profundo y los medios contra la democracia
española. Hablamos (habla Vallín) de lawfare como estrategia desplegada por
amplios poderes que operan en el Estado y en los grandes medios. Casi nada.
Vallín no solo menciona algunas
de las numerosas investigaciones judiciales que, a partir de las denuncias de
actores políticos rivales, se han llevado a cabo contra Podemos desde el año
2014, así como sus sistemáticos archivos. Vallín no solo habla de la enorme
atención mediática de la que fueron objeto esas investigaciones y del
escandaloso silencio que sucedió a los autos de archivo (el “periodismo
excitado que rodeaba el patíbulo” y que luego “se disuelve y regresa a sus
quehaceres”). Vallín no solo habla de Villarejo y de las unidades policiales
ilegales (la policía patriótica del PP) que elaboraba informes fake contra
Podemos y contra las fuerzas políticas independentistas.
Vallín va mucho más allá y lanza
una contundente ráfaga de piedras a la cara de ciertos jueces y
periodistas. Lejos de esconder la mano,
prueba con detalle y con la prosa arrogante de quien se sabe el mejor y el más
valiente (aunque disimule dándonos la brasa con sus excesivas referencias
cinéfilas) cada una de sus afirmaciones. Define sin ambages el activismo
político judicial, denunciando la normalización de las (prohibidas)
investigaciones prospectivas cuando se trata de actuar contra Podemos al
recordar el Caso Calvente. Y se pregunta y responde lo siguiente: “La duda de por qué jueces de carrera larga y
eventualmente prestigiosa están dispuestos a hozar en las miasmas, de forma tan
evidente que cualquier lego en derecho puede ver la chapuza judicial y la
evidente intención política, con arbitrariedades transparentes como el agua clara,
reside en el asunto principal de estas páginas: la batalla que el Estado
profundo español ha lanzado contra la indispensable puesta al día de sus
estructuras y usos semidemocráticos”.
Vallín recuerda al magistrado
García-Castellón la humillación (usa esta palabra) de la que fue objeto por
parte del Supremo y su conversión en “un artefacto político cierto, con un
sentido, un objetivo, y una utilidad patentes”. Habla abiertamente de las
causas contra Isa Serra y Alberto Rodríguez como causas “de obscena intención”,
y no tiene problema en señalar a sus propios colegas de las “mesas camilla”
(hallazgo notable para definir al más repugnante grupo de tertulianos patrios)
y a la corte de periodistas amigos del comisario Villarejo como participantes
de la “batalla campal a bayoneta calada de los togados”. Vallín pone incluso la
cara colorada a los “novísimos y quirúrgicos servicios de fact-checking”
afanados en “desmentir los bulos de WhatsApp para abuelas”, pero que “no dicen
ni mu de la salubridad del ecosistema informativo”, y lamenta que el periodismo
se haya convertido en un “cuerpo de policía sin servicio de asuntos internos”,
esto es, un cuerpo tendencialmente corporativo y corrupto (esto último ya es
interpretación mía, que el bueno de Pedro ya tiene bastante con lo suyo).
Estos días las portadas vuelven a
hablar de Podemos y de Venezuela, al tiempo que el CIS señala el ascenso de UP
y la creciente popularidad de Yolanda Díaz
Pedro Vallín, en un libro sin
precedentes, ha puesto el cascabel a un inmenso gato señalando a las claras el
mayor problema de la democracia española: la existencia de poderes del Estado y
poderes mediáticos que protegen sus intereses actuando contra sus enemigos
fuera de la ley y contra la democracia, queriendo hacer creer que actúan en
nombre de la ley y en defensa de la democracia.
Si ha existido y existe lawfare
en España no es solo contra Podemos; eso es una evidencia. Pero la guerra
ilegítima contra una fuerza política que, en lugar de enfrentarse con el
Estado, ha tratado de contribuir a su democratización asumiéndolo como terreno
ineludible de la acción política ha revelado mejor que nada la verdadera
naturaleza de la derecha judicial, policial, política, mediática y económica
española. Aquí no se puede poner como excusa del lawfare una suerte de
autodefensa del Estado frente al terrorismo o la secesión de una parte del
territorio. En este caso el poder ha mandado un mensaje claro: el Estado es
nuestro y solo aceptaremos la democracia si no altera esa relación.
Estos días las portadas de los
tabloides y las mesas camilla vuelven a hablar de Podemos y de Venezuela, al
tiempo que el CIS señala el ascenso de UP y la creciente popularidad electoral
de Yolanda Díaz. Estén preparados para todo lo que venga y recuerden al abogado
Davidek: “Podemos decir lo que queramos del señor Gallagher y él no puede
perjudicarnos. La democracia está a salvo”.
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