Y LA MÚSICA SIGUIÓ SONANDO
ELENA ROSILLO
Pedro.
Se llamaba Pedro. No era “el bailarín aéreo”, como le denominaron en el primer
comunicado de prensa del festival donde perdió la vida. Ni un muerto que te
encuentras en la carretera. Ni un muerto que te encuentras en la carretera. Ni
cualquier otro ejemplo de la aleatoriedad de la muerte, como se ha dado en
argumentar en las perniciosas redes sociales. La diferencia entre Pedro y
cualquier otro trágico accidente fue que Pedro estaba allí para divertirte.
Para entretenerte. Se ha muerto el bufón de la corte. Oh, qué pena. Sacad a un
conejo rosa para animar al personal, no sea que el reflejo de la muerte empañe
su disfrute del siguiente espectáculo (como realmente ocurrió tras el
accidente).
Pedro.
Se llamaba Pedro. Y la diferencia entre él y un espectador atragantado por un
bocata (oh, disculpen, una hamburguesa gourmet en la zona de restauración,
quería decir), o hecho añicos tras la gesta excesiva de alcohol, es que él
estaba allí para divertirte. Con tan mala suerte -para la organización, para la
producción, para la comunicación y demás sinónimos burocráticos- de morir en el
escenario principal. No en el escenario pequeño, donde tan solo unos cuantos
frikis habrían sido testigos de su desgracia. No entre bambalinas, en la
sombra. La mala suerte de Pedro fue morir delante de las 50.000 personas que
esperaban a Green Day. Con las pantallas gigantes del recinto apuntando hacia
él y su caída. Cuentan que, de repente, se hizo el silencio en el Mad Cool. Que
incluso se escuchó el golpe.
Había
otros grupos aquella noche, pero no eran Green Day. Y había otros “acróbatas”.
Pero no eran Pedro.
Dejemos
de ser tan frívolos como para excusar nuestra sangre fría. Sí, the show must go
on, al igual que en aquel mítico concierto de Bob Dylan que continuó pese a la
muerte de uno de sus fans electrocutado contra un poste. Pese a los cientos
ejemplos que podemos encontrar de muertes en directo. Eso sí, la diferencia
aquí la encontramos en el nombre del fallecido. Pedro. Pedro no era el cantante
de Green Day, por cuya muerte se hubieran suspendido los fastos, se hubieran
acelerado los homenajes, los gestos de solidaridad artística se hubieran
sucedido. Porque Pedro tan solo era uno de los mejores bailarines acrobáticos
de este país, y no un cantante de renombre.
Ha
muerto Pedro. Delante de nuestros ojos. Y nosotros hemos seguido bailando. El
mundo no se ha parado. El Mad Cool tampoco. Ahora solo nos toca (a nosotros)
reflexionar. Dudar de lo que cuesta la vida de una persona. Lo que cuesta el
nombre de una persona. La diferencia entre ser Pedro, un obrero, o un famoso.
Incluso durante la muerte. Lo que cuesta morir solo por entretenerse. Lo que
cuesta la vida de alguien que tan solo buscaba tu placer.
Aun
así, todavía me queda una duda: Si los fastos no se cancelaron por motivos de
seguridad, para evitar atropellamientos, ¿qué hubiera pasado en una situación
de emergencia? Me gustaría pensar que sí. Que la muerte nos une a todos. Que la
música seguiría sonando, fueran los muertos que fuesen. Que la música seguiría
sonando, como en el hundimiento del Titanic, hasta el final. Pero no así. Si el
mundo sigue girando y nosotros seguimos bailando, sea quien sea el fallecido,
que tampoco se pare el mundo cuando muera un presidente del gobierno o un
premio Nobel de la Paz. Si todos somos iguales, si la música no para por nadie,
y tampoco por Pedro, que se eliminen los minutos de silencio en pos de altas
figuras.
Pedro.
Se llamaba Pedro. Murió trabajando. Por divertirte. Y hoy seguiremos bailando.
Pero no olvidando. Para mí, al menos, se terminó el Mad Cool.
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