LO PEOR ES QUE LLEGUEN, NO
QUE SE MUERAN
JUAN CARLOS ESCUDIER
Europa
es muy sensible ante las tragedias. La que sigue desvelando a este noble y
solidario continente no es que miles de personas mueran en tierra firme
víctimas de las guerras y las hambrunas. Ni siquiera que lo hagan en alta mar y
den de comer a los peces del Mediterráneo. La tragedia que realmente preocupa
es que algunos de ellos lleguen a sus orillas, con lo difícil que es luego
repatriarlos. Ahí empieza el verdadero drama.
Para
darle solución, la UE ha venido articulando soluciones imaginativas, de esas
que demuestran que no importa perder el alma si se tiene un estómago a prueba
de bombas que te impide vomitar por las náuseas. Es una lucha humanitaria sin
cuartel, porque los bárbaros que nos invaden son muy ladinos aunque se ahoguen
en el Mediterráneo a un ritmo de 14 personas al día y siempre ven una ventana
abierta cuando una puerta se les cierra. La de Grecia se entornó gracias a la
contratación a precio de oro de Turquía como carcelero, y ahora se pretende
hacer lo mismo con la de Italia, que no echó a tiempo las persianas y no da
abasto con tanto okupa.
La
inteligencia europea y su ingeniería para frenar compasivamente las oleadas de
inmigrantes y refugiados no descansa. Lo primero fue negarse a poner en marcha
un plan europeo de salvamento marítimo, que hubiera impedido muchas de las
muertes pero que habría sido como poner un taxi a esos harapientos príncipes de
las mareas. Lo segundo repetir la experiencia griega, con el inconveniente de
que Libia no es ni siquiera un país, su guardia costera es poco fiable y su
capacidad para contener a hombres, mujeres y niños en medio de terribles abusos
también es limitada.
Como
nada de ello ha funcionado satisfactoriamente, Italia vino a pedir la ayuda de
sus socios para compartir los desembarcos, que se han llamado a andana por eso
de que la solidaridad empieza por uno mismo. Ello no les ha impedido detectar
el problema, que no es otro, al parecer, que el efecto llamada de tantas ONG recogiendo
náufragos a cascoporro, lo que sin duda apunta a una connivencia entre los
voluntarios y las mafias de la inmigración. Sólo eso y no la criminal inacción
de Europa puede explicar que casi la mitad de los rescates hayan corrido a
cargo de estas entidades o de barcos comerciales obligados a prestar auxilio
por la propia ley del mar.
La
solución era obvia: atar en corto a las ONG e imponerles un código de conducta
que implica detallar cómo se financian, informar de sus tripulaciones y
someterse a la coordinación de las supuestas misiones europeas de control
marítimo, que no de salvamento. El objetivo es que sus barcos no entren en
aguas territoriales libias, que allí no hay necesidad de ayudar a los que se
ahogan, y de paso impedir que sean testigos de cómo se devuelve ilegalmente a
las costas africanas a los rescatados por barcos militares.
Pionero
de esta estrategia ha sido nuestro ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido,
que ha visto claro que si no tienen quien les salve muchos se lo pensarán antes
de lanzarse al agua en embarcaciones de medio pelo, que para algo se inventaron
los cruceros. Heredero de la doctrina Mayor Oreja –“teníamos un problema y lo
hemos resuelto”- pero consciente de que no se puede narcotizar a tanta gente
para que sigan muriendo en sus lugares de origen, Zoido ha optado por
concienciar a las ONG del daño que hacen con su socorro. Ante todo, pedagogía.
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