EL DESACERTADO GLOBALISMO
DEL G20
DANI RODRIK
México
califica de "productiva" la cita con Trump y asegura que no se habló
del muro
La
canciller alemana, Angela Merkel, el presidente chino, Xi Jinping, el
presidente estadounidense, Donald J. Trump, la primera Ministra británica,
Theresa May y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en la cumbre del G20.
EFE
La
cumbre de este año del G20 en Hamburgo promete estar entre las más interesantes
de los últimos años. El presidente estadounidense Donald Trump, cuya actitud
hacia el multilateralismo y la cooperación internacional es de estudiado
desdén, asiste por primera vez.
Trump
llega a Hamburgo habiendo ya abandonado uno de los compromisos clave de la
cumbre del año pasado: unirse al acuerdo climático de París "lo antes
posible". Y no tendrá mucho entusiasmo por la habitual exhortación de
estos encuentros a rechazar el proteccionismo o dar más ayuda a los refugiados.
Más
aún, la de Hamburgo sigue a dos cumbres anuales del G20 en países autoritarios
(Turquía en 2015 y China en 2016) donde las protestas se podían sofocar. Se
puede apuntar que la cumbre de este año es una ocasión para estridentes
manifestaciones callejeras, no solo contra Trump sino también Recep Tayyip
Erdogan de Turquía y Vladimir Putin de Rusia.
El
G20 tiene sus orígenes en dos ideas, una relevante e importante, la otra falsa
y molesta. La idea importante es que incentivar el desarrollo de economías
emergentes como Brasil, India, Indonesia, Sudáfrica y China se ha vuelto
demasiado significativo como para quedar excluido de los debates sobre
gobernanza global. Si bien el G7 no ha sido reemplazado (su última cumbre se
celebró en mayo en Sicilia), las reuniones del G20 son una oportunidad para
ampliar y desarrollar el diálogo.
El
G20 se creó en 1999 tras la crisis financiera asiática. Al principio los países
desarrollados lo consideraron como un espacio de encuentro, en donde ayudarían
a las economías en desarrollo a nivelar la gestión financiera y monetaria para
alcanzar los estándares del mundo desarrollado. Con el tiempo, los países en
desarrollo encontraron su propia voz y han cumplido un papel más importante en
la determinación de la agenda del grupo. En todo caso, la crisis financiera
global de 2008 que se originó en Estados Unidos y la subsiguiente debacle de la
eurozona socavó mucho la idea de que los países desarrollados tengan grandes
conocimientos que impartir en estos asuntos.
La
segunda idea, y también la menos útil, que apuntala al G20 es que para
solucionar los acuciantes problemas de la economía mundial se requieren una
cooperación y coordinación cada vez más intensas a nivel global. La analogía
que se suele usar es que la economía mundial es un "bien común
global"; o todos los países hacen su parte para contribuir a su mantenimiento,
o todos sufrirán las consecuencias.
Esto
suena a verdad y ciertamente se aplica a algunas áreas. Por ejemplo, para
abordar un problema clave como el cambio climático son necesarias medidas
colectivas. Reducir las emisiones de dióxido de carbono es un verdadero bien
público global porque cada país, dejado a sus propios recursos, preferiría
aprovechar los recortes de otros y hacer muy poco en casa.
De
manera similar, las enfermedades infecciosas que se propagan más allá de las
fronteras requieren inversiones globales en sistemas de aviso temprano,
monitoreo y prevención. En este aspecto, también los países individuales tienen
pocos incentivos para contribuir a estas inversiones y muchos para aprovechar
las de otros.
Considerar
en el mismo tono los temas económicos básicos del G20 (estabilidad financiera,
gestión macroeconómica, políticas comerciales y reforma estructural) se aleja
un poco de esos argumentos. Pero, en gran parte, la lógica del bien común
global no va en línea con tales problemas económicos.
Piénsese
en el tema que estará en la cabeza de todos los líderes del G20 en Hamburgo
(excepto, por supuesto, en la de Trump): la amenaza de un creciente
proteccionismo comercial. Un nuevo
informe de Global Trade Alert advierte que el G20 no ha cumplido sus
promesas anteriores al respecto. Hasta ahora, los ladridos de Trump sobre el
comercio han sido más ruidosos que sus hechos. Sin embargo, argumenta el
informe, las miles de medidas proteccionistas que siguen impidiendo las
exportaciones estadounidenses a otros países bien pueden darle la excusa que
necesita para elevar las barreras por su cuenta.
Sin
embargo, en realidad la incapacidad de mantener políticas de libre comercio no
se deriva de la cooperación global o un insuficiente espíritu global. Es
esencialmente un fracaso a nivel nacional.
Cuando
los economistas enseñamos el principio de las ventajas comparativas y las
ganancias del comercio, explicamos que el libre comercio amplía el pastel
económico del país de origen. Comerciamos no para beneficiar a otros países,
sino para mejorar las oportunidades económicas de nuestros propios ciudadanos.
Responder al proteccionismo de otros países erigiendo nuestras propias barreras
equivale a dispararnos a los pies.
Es
verdad que los acuerdos de libre comercio no han traído beneficios para una
gran cantidad de estadounidenses; muchos trabajadores y comunidades se han
visto afectados. Pero los acuerdos comerciales desequilibrados y sesgados que
produjeron estos resultados no fueron impuestos a EEUU por otros países. Son
los que los poderosos intereses financieros y corporativos estadounidenses (los
mismos que apoyan a Trump) exigieron y se las arreglaron para obtener. El no
haber compensado a quienes salieron perdiendo no fue el resultado de una cooperación
global inadecuada, sino una opción deliberada de política interna.
Lo
mismo vale para la regulación financiera, la estabilidad macroeconómica o las
reformas estructurales que promueven el crecimiento. Cuando los gobiernos se
comportan mal en estas áreas, pueden generar consecuencias adversas para otros
países, pero son sus propios ciudadanos quienes pagan el mayor precio. Las
exhortaciones en las cumbres del G20 no solucionarán ninguno de estos
problemas. Si queremos evitar un proteccionismo erróneo, o beneficiarnos de una
mejor gestión económica en general, tenemos que comenzar por nuestros propios
países.
Peor
todavía, el globalismo irreflexivo tan prevalente en las reuniones del G20
alimenta la narrativa populista. Da justificación a Trump y otros líderes
similares para desviar la atención de sus propias políticas y culpar a otros.
Pueden decir que nuestro pueblo sufre porque otros países rompen las reglas y
se aprovechan de nosotros. El globalismo como solución se transforma fácilmente
en globalismo como chivo expiatorio.
La
realidad, como podría decirlo un César tardío, es que la culpa no está en
nuestros socios comerciales, sino en nosotros mismos.
Traducido
del inglés por David Meléndez Tormen
Dani
Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno
John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, es autor de Las leyes de la
economía: Aciertos y errores de una ciencia en entredicho.
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