LOS HOMBRECITOS DE
LOMO DURO
ILKA
OLIVA CORADO
No tienen contratos, les dan trabajo de palabra y les pagan lo que el empleador quiera. Son los que más trabajan y los que menos dinero generan. Son los latinoamericanos que trabajan en construcción en Estados Unidos. Sus cuerpos como de niños, como de adolescentes recién en desarrollo, la piel pegada a los huesos, bajos de estatura y hasta un poco enclenques si se les mira bien.
Llegan en parvadas a trabajar en los techos de las casas en construcción, como puntos finos se miran a la distancia de las alturas. Ponen y quitan, ponen y quitan; martillan, pegan, levantan, todo esto de rodillas. Todo el día de rodillas, toda la semana, todo el año, décadas de rodillas. Como los que ponen las alfombras sobre el piso, metros y metros de alfombras. Estos hombres que en su mayoría son indígenas salidos del campo latinoamericano cambiaron el trabajo de la tierra por el de la albañilería pesada. Porque en Estados Unidos quedó atrás el cernidor, el cincel, la cuchara y la espátula, entre la fumarola de la industrialización las herramientas cambiaron y los lomos de los migrantes indocumentados latinoamericanos son los que cargan las grandes tablas y los paquetes de tejas artificiales que adornan los techos de las casas cuando el brazo robótico de la grúa no alcanza.
Los empleadores que
pueden ser estadounidenses anglosajones, latinos con documentos, europeos,
asiáticos o negros adinerados, jamás levantan el peso que cargan los lomos de
los hombrecitos. En construcción, los lomos fornidos de los trabajadores
europeos, galanes, bien nutridos jamás realizan el trabajo que hacen los
indocumentados latinoamericanos. Entre el sol abrasador del medio día se les ve
trabajando en los caminos en
construcción, en las temperaturas bajo
cero del invierno, en los horarios de madrugada, ahí están los hombrecitos
latinoamericanos haciendo el trabajo más pesado porque la maquinaria, el brazo
robótico, la grúa, el camión de carga, eso lo maneja el europeo, el anglosajón,
el latino nacido en el país, el latino migrante es el que se lanza entre las
alcantarillas a destaparlas, es el que hace la zanja, el que saca la tierra, el
que carga la cubeta llena de cemento fresco. De estatura parecen niños a la par
de los anglosajones y los europeos, de los afros bien fornidos que jamás serán
relegados al trabajo de los indocumentados.
Salieron del campo
latinoamericano para treparse a los techos de los rascacielos, para pegar
paredes de elevadores, para cortar láminas de vidrio, para cargar trozos de
árboles que adornan los jardines de las mansiones. Para meterse hasta el cuello
en las alcantarillas de las carreteras, de los restaurantes y destapar baños en
los estadios. Pequeñitos, insignificantes en estatura en este país de hombres
altos y fornidos. Ellos como los pueblos originarios de este país tienen la
estatura milenaria y la fuerza y la resistencia milenaria, que pareciera que no
se cansaran nunca porque nunca descansan, trabajan de lunes a domingo hasta
tres turnos.
Por el trabajo que
realizan pudieran pagarles el doble o el triple de lo que ganan sus compañeros
europeos o afros, pero no sucede. Y con regularidad el que más se aprovecha de
ese lomo curtido es el latino que ya logró tener sus documentos, o el latino
nacido en el país que es igual o peor de prepotente que el que ya tiene documentos.
Y no digamos si es originario del mismo país, del mismo departamento o del
mismo pueblo. Y si es familia a ese lomo se le despelleja con sal y limón y a
ese espíritu se le humilla hasta que pierda las esperanzas de todo.
Pero son
inquebrantables los hombrecitos de lomo duro, cuando menos se lo esperan los
demás, dejan de estar de rodillas y se ponen de pie, no importa si han llevado
hincados la mitad de su vida, un día logran ponerse en pie y caminan con la
dignidad, fortaleza y resistencia milenaria de sus ancestros.
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