545 NIÑOS O LA POLÍTICA CANÍBAL
Más de 500 menores separados de sus padres al entrar en EE.UU se
han quedado solos. Han fallado las administraciones y hemos fallado todos. Los
cuerpos de los inmigrantes constituyen la base de la dieta neoliberal
AZAHARA PALOMEQUE
Bajo la fanfarria y expectación en torno a unas elecciones, las de Estados Unidos, tan controvertidas como rodeadas de espectáculo, subyacen vidas que importan. Sé que es difícil, para muchos, darse cuenta. Hemos crecido, nos hemos desarrollado e incluso hemos muerto acostumbrados a un sensacionalismo cada vez más presente en noticias que compiten por el clickbait; el universo celebrity ha inundado nuestras pantallas hasta el punto de hacernos admirar la riqueza de estos personajes en lugar de cuestionar por qué desborda de sus bolsillos y no de los nuestros; hemos hecho virales contenidos sabrosos que, como la comida basura, apenas tienen valor nutricional y, aún así, seguimos consumiéndolos –satisfacen el hambre inmediata, calman nuestra adicción al azúcar, las grasas o el glutamato–. Sin embargo, sumidos en ese apetito feroz que parece, en la era del algoritmo, dominar los estómagos, a veces olvidamos que nos devoramos los unos a los otros; cada cual según sus posibilidades, es cierto, pero ratificando un arrebato antropófago prácticamente ubicuo. Debajo, en la jerarquía de vidas establecida, según la cual unos nacen, crecen, se enriquecen y no mueren –de covid– y otros vamos tirando, con un alto grado de disimilitud en los niveles de supervivencia, algunos se encuentran más cerca del fondo magmático del planeta, si lo queremos visualizar con altura, que diría Rosalía. Subyacen, pero importan. A pocos, pero existen, y por ahí deberíamos comenzar el rescate en nuestra cadena de prioridades. ¿De quiénes? Yo también los he sepultado entre los sedimentos del texto; toca ahora el trabajo de exhumación.
Al menos 545 niños inmigrantes en
Estados Unidos no saben dónde están sus padres. El problema no es solo que no
lo sepan ellos, sino que estos más de 1.000 progenitores se han desvanecido de
un mapa para el que ni las autoridades competentes poseen la llave, tampoco las
incompetentes. Como resultado de la política de separación de familias
inaugurada oficialmente por Trump en 2018, extraoficialmente perpetrada desde
el año anterior, se puso en marcha una maquinaria de terror, que consistió en
mandar un mensaje disuasorio a todos aquellos desplazados por la violencia y el
hambre que vislumbrasen la posibilidad de emigrar, incluyendo a los
solicitantes de asilo. La consigna, construida arteramente por los hombres del
presidente, se ejecutó a base de estrategias legalistas que criminalizaban la
llegada irregular de los padres –lo que antes era una falta administrativa– y,
al detenerlos, convertía a los hijos en esa categoría infame que resonará
inmediatamente en los cerebros más avispados: menores extranjeros no
acompañados. A partir de ahí, bifurcados los destinos de infantes y madres, de
bebés y sus tutores, el laberinto burocrático comandado por funcionarios
soberanos haría las veces del muro con el que tanto se publicitó la xenofobia
trumpista. Menores en jaulas y centros de internamiento versus padres
deportados; medidas de detención versus vuelos exprés a ninguna parte: todo
ello, actos que podrían ser calificados de terrorismo y que aquí llamaremos
caníbales, puesto que alguien siempre se nutre del dolor y la muerte del más
débil.
La información es reciente; el
dato lo publicó la Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU), una
organización sin ánimo de lucro donde trabajó la jueza de la Corte Suprema,
recientemente fallecida, Ruth Bader Ginsburg. Días después de que The New York
Times filtrara las declaraciones del antiguo fiscal general del Estado, Jeff
Sessions, quien afirmó que debían “confiscar a los niños” con el beneplácito de
altos cargos de la administración, los mismos encargados de corroborar que no
importaba la edad de las criaturas, el país se llevaba ficticiamente las manos
a la cabeza al comprobar que ni la derogación de la medida ni el mandato
judicial para reunificar a las familias habían surtido el efecto deseado. Lo
que siguió pertenece al reino de lo habitual: circulación masiva de la
aberración en redes, deglución por parte de informativos y prensa, y hasta
aparición estelar en el último debate presidencial, donde ningún candidato
estuvo a la altura. Ante el cuestionamiento de la moderadora, Trump hizo alarde
de su maña falsaria para asegurar que habían llegado de la mano de cárteles y
no de sus padres y, si bien Biden destacó el carácter criminal de la separación
forzosa y prometió una reforma que legalice a 11 millones de indocumentados, no
supo explicar la campaña de deportación masiva pergeñada por Obama. En mitad de
la maraña acusatoria, protagonizada por ambos aspirantes a la presidencia,
acabó por perderse, también, el sujeto en cuestión de la pregunta, las
familias, enterradas de nuevo por las normas de un plató cuya escenografía no
tolera una aproximación seria a este tipo de catástrofe humanitaria.
Recuperados provisionalmente bajo el arrullo del aperitivo electoral, estos 545
huérfanos, institucionalmente fabricados, volvieron al lodo por donde habían
venido. La política caníbal continuó su curso.
Han fallado las administraciones
y, hasta cierto punto, hemos fallado todos. Omnívoros o veganos, con más o
menos caprichos culinarios, la carne y el hueso inmigrantes constituyen la base
de una dieta neoliberal en la que nos llevamos a la boca el sufrimiento ajeno.
La metáfora sería menos truculenta si no fuese porque guarda grandes trazos de
materialidad que la vuelven tangible: durante los devastadores incendios de
California, una masa desprotegida de inmigrantes, envuelta en humo, recogía las
verduras que acabarían en nuestras mesas. Sus cuerpos lubrican así una
industria alimentaria que sostiene al resto; expuestos al virus, se enferman
para que la cadena de servicios funcione; desechables, se prescinde de ellos o
rentabiliza su presencia cuando el aparato estatal lo requiere. Es decir,
importan, pero solo en cuanto subyacen. 545 niños, sus padres; un menú
intolerable que ya pasa de indigesto.
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