EL TIEMPO DE LOS SEÑORITOS
XANDRU FERNÁNDEZ
1. Hubo una época
en que también en el campo había señoritos. Eso dicen, al menos, ciertas
crónicas confusas y tal vez apócrifas, porque enseguida los caballeros se las
ingeniaron para distanciarse lo más posible de sus siervos y poner tienda en la
vecindad de la corte. Pero, mientras la corte fue itinerante, el campo siguió
siendo su paisaje y el castillo su hogar y fortaleza, no así la villa, que dio
a luz al villano como némesis del caballero. Villanos y caballeros, señoritos
de provincia y señoritos de corte, rivalizaron durante siglos en ver quién se
distinguía más del campesino y frente al campesino.
2. La seña de
identidad del señorito, la credencial que exhibe en su intercambio de favores
con otros señoritos de cualquier lugar del mundo, no es solo el rechazo del
campo y sus costumbres sino la imposibilidad, real o fingida, de adaptarse al
mundo campesino. Esas fotos –quién no las ha visto– de Pablo Casado agarrando
un arado, Santiago Abascal subido a un tractor o Rajoy emocionado en un campo
de alcachofas no pretenden engañar a nadie fingiendo la ruralidad del
personaje, al contrario: subrayan lo poco campesinos que son todos, lo
ridículos que quedan haciéndose los rústicos.
3. Si el señorito
es un inútil para los oficios del campo, si sus manos no están hechas de la
misma materia que las del labriego que le mira con la superioridad moral del
pobre (esa superioridad que se te pasa en cuanto miras un poco más lejos y ves
el cochazo con chófer que le espera), ¿para qué sirve un señorito, cuál es su
función? La pregunta no tiene respuesta porque el señorito no sirve, al
señorito le sirven, y todo es función suya, él es la variable independiente.
Por donde pasa él, no es que no vuelva a crecer la hierba, sino que crece
elegante, crece moderna. El señorito tiñe de modernez y distinción todo lo que
toca, siquiera fugazmente.
4. Lo moderno se
opone a lo antiguo y parece que, con las mismas, lo urbano se opone a lo rural
y lo cívico a lo rústico. Pero son paralelismos, concomitancias,
yuxtaposiciones semánticas que fingen más que muestran una identidad que no
existe. Los tiempos modernos son ni más ni menos los de ahora (modo): así
aparece modernus, a las puertas del siglo VI, como un término aún exento de connotaciones
valorativas (aunque las adquirirá muy pronto). Por esa misma época, Martín
Dumio, obispo de Braga, escribe De correctione rusticorum con la intención
explícita de enderezar las erradas costumbres de los campesinos de su diócesis.
Costumbres erradas por antiguas, impermeables a la fe moderna (cristiana),
cuyos protagonistas requieren la ayuda de alguien con más criterio que ellos
para que los corrija, esto es, para que rija o gobierne junto a ellos sus
propias vidas, que son incapaces de regir o gobernar solos.
5. “Señor, las
necesidades de estos tiempos me han obligado a vivir aquí exiliado a mí, que
soy castellano y cristiano viejo, a vegetar entre estos brutos asturianos y a
depender del peor de ellos, que tiene menos conciencia y escrúpulos que un
lobo”, dice un personaje de Joseph Conrad[1], centroeuropeo de origen, como San
Martín de Braga, con un descaro que tiene toda la pinta de haber sido moneda
corriente en el mercado de los odios y los desprecios de la Modernidad. Hay un
momento en que el esforzado evangelizador heredero de Martín Dumio, el
modernizador del campo y sus gentes, se rinde ante la mentalidad campesina y su
obstinación inasequible a lo moderno. El rústico deviene paleto. Su inocencia
se troca en malevolencia. Los campesinos no hablan poco por modestia o por
falta de luces, sino porque están planeando engañarte, estafarte, robarte o
asesinarte. De La Galatea a Deliverance. De la Diana de Montemayor a los Perros
de paja de Sam Peckinpah.
6. Aprendimos de
Freud que la exageración en las alabanzas es sospechosa, que suele encubrir un
desprecio que aún no puede ser dicho. No hay alabanza más exagerada de la vida
campesina y sus virtudes que la que perpetrarán a partir del siglo XVI todos
esos Montemayores, Cervantes, Sannazaros y Gil Polos con sus novelas
pastoriles. Ante sus ojos, que son ojos urbanos y a menudo lloran por deudas
urbanas, muy urbanas, la rusticidad que ensalzan en sus obras es despreciable
por lo mismo por lo que resulta, a veces, envidiable: con todas sus miserias,
el campesino es inmune a la aceleración impuesta por los ritmos de producción y
consumo que el capitalismo impone a la vida urbana (y muy pronto, es cierto,
también al campo).
Lo moderno se
confunde con lo urbano sin quererlo, se es moderno por estar a la moda, y vivir
en la ciudad facilita llegar antes a las modas e incluso inventarlas
7. Es frecuente
hablar de un “tiempo cíclico” típico de las mentalidades campesinas, sujetas a
los ritmos naturales, atadas a la necesidad de realizar cada tarea en el momento
justo, frente al tiempo lineal de la mentalidad urbana en que nace y se expande
el capitalismo. Berger: “Los campesinos conviven cada hora, cada día, cada año,
con el cambio, de generación en generación. En sus vidas apenas hay otra
constante que la constante necesidad de trabajo. Crean sus propios rituales,
rutinas y hábitos en torno al trabajo a fin de arrebatar cierto significado y
continuidad al ciclo implacable del cambio; un ciclo que en parte es natural y
en parte resultado del girar incesante de la piedra de molino que es la
economía en la que viven”.[2] Pero el proceso de expansión del capitalismo es
imparable: afectará a la industria, al comercio, a la reglamentación de la vida
sexual y familiar, al ocio y a la religión, y llegará al campo, naturalmente,
si bien tropezando una y otra vez con la reluctancia no solo del campesino sino
de la propia tierra a dejarse regimentar en función de lógicas acumulativas.
También topará, en España, con una mentalidad religiosa refractaria a la ética
de la inversión y el interés y enemiga de la usura pero, sobre todo, enemiga de
las posibilidades de ascenso social y confusión de clases que el dinero y el
capitalismo traen consigo. Así, desde la época de Felipe II, y a lo largo de
todo el siglo XVII, las llamadas “pragmáticas suntuarias” tendrán como
finalidad impedir que los estratos sociales más bajos accedan a bienes de lujo
a pesar de tener dinero para ello. Una ley de 1534, en vigor hasta 1691,
prohibía que los sastres, carpinteros, zapateros, curtidores y por supuesto
labradores usaran la seda en sus vestidos, excepto en gorras o bonetes. Antonio
Domínguez Ortiz, de quien he tomado el dato,[3] subraya que el efecto inmediato
de esas disposiciones era el contrario del que se perseguía: la seda, los coches
de caballos y los signos distintivos de superioridad social se volvieron tanto
más codiciados cuanto más los limitaban las leyes. Nadie quería parecer un
zapatero o un campesino. Un paleto.
8. Lo moderno se
confunde con lo urbano sin quererlo, se es moderno por estar a la moda, y vivir
en la ciudad facilita llegar antes a las modas e incluso inventarlas. Así
arranca la Modernidad, pero hay que esperar hasta que lo moderno se haga uno
con lo adelantado, con lo avanzado o revolucionario o progresista, para que el
campesino deje de ser un simple objeto de burla y menosprecio y empiece a
transformarse en presencia, a la vez, incómoda y desasosegante. La mentalidad
burguesa se apropia de la idea de Modernidad como marca de clase y certificado
de universalidad: su identificación con lo moderno la convierte en clase
universal y sujeto de la historia universal y del progreso. Una vuelta de
tuerca más y lo mismo hará el marxismo con la clase trabajadora.
9. Las culturas
literarias contemporáneas se constituyen a la par que ese conglomerado
conceptual que llamamos Modernidad. Crecen a la sombra de los proyectos
nacionalistas de Estado que a lomos de la ciencia y el progreso colonizan el
planeta y reparten urbi et orbi credenciales de ciudadanía, virtud moral, superioridad
intelectual y prestigio cultural. Todo junto. El señorito se pasea con la misma
pachorra y exhibe la misma impericia manual en la sierra de la Demanda que en
la isla de Luzón, en los páramos de Yorkshire que en los bosques de Guyarat. No
es de extrañar que la descolonización y los procesos democratizadores que se
desarrollaron desde la década de 1960 acabaran poniendo en cuestión tanto la
idea de progreso como su formalidad más evidente, la Modernidad. Lo posmoderno
como clausura de una utopía historicista. Las intelectualidades nacionales se
ven hundidas hasta las rodillas en los terrores que venían poblando sus
pesadillas desde hacía décadas. Los señoritos se ven despellejados por sus
clases subalternas y esos miedos rompen las reglas del decoro. Ortega y Gasset:
“El jazz band con su negro antropoide es el castigo del arcángel wagneriano que
quiso ser como Dios. La música vuelve a su lugar en el fondo del banquete y el
rincón del sarao”.[4] Fuera caretas.
10. Ya no es tan
urgente ser moderno cuando casi todo el mundo puede ser moderno. Alberto Olmos:
“En Madrid puedes saber quién es de pueblo por los tatuajes y los piercings:
siempre llevan uno de más. Los tatuajes son como los viejos sellos en las
maletas, que acreditan lo viajado. Cada vez que te pones un tatuaje, viajas un
poco más lejos del potaje con garbanzos de tu infancia”.[5] Y añade: “Cuánta
energía perdida en querer ser moderno, estar en la onda, molar y acertar con el
tatuaje. Ser moderno es una imbecilidad evitable, y por eso da tanta pena”.
Conclusión inevitable cuando la hegemonía cultural de Madrid (o de Londres, o
de París, o de donde sea) se ve amenazada aunque sea en efigie. Y lo de la
amenaza no es una manera de hablar: el llamado mundo de la cultura es la
quintaesencia del trabajo precario, ya desde los tiempos de La Galatea, y
servil donde los haya, a tal punto depende de lo inclinado que se sienta el
poder a exhibir modernez, distinción y elegancia vistiendo a los señoritos para
que parezcan gentes exquisitas. Cuanto más al alcance de las masas el arte y la
cultura, mayor la inquietud de las otrora clases cultivadas por retener su
principal fuente de ingresos: el monopolio del gusto.
La
descentralización cultural que supuso el Estado autonómico moderó o contrapesó
la excesiva turra del madrileñismo en la construcción de la identidad
tardomoderna española
11. Las clases
cultivadas no brotan espontáneamente en las ciudades, en muchos casos se
componen de elementos que provienen de los pueblos, de las provincias, del
campo tan denostado: advenedizos tan hastiados de su propia condición
provinciana que constituyen la encarnación modélica de ese cliché creado por
las élites urbanas para filtrar a quien trata de hacerse pasar por señorito sin
serlo. El que logra hacerse un hueco se muestra en seguida temeroso de que otro
advenedizo cualquiera usurpe su condición, le desplace, le obligue a volverse
al pueblo, a la villa, a la provincia. Pero tampoco se conforma con que el
pueblo, la villa o la provincia generen sus propias lógicas culturales, al
contrario: el advenedizo se convierte en el centralista más centralizador de
todos, detesta cualquier forma de cultura periférica, ni que decir tiene que
todo lo que empieza por multi- o por pluri- le ataca los nervios, le marea “la
España vaivén, esa que quiso ser moderna y acabó autonómica, reconcentradamente
regional, con una fe firme y conversa en las cosas del abuelo, que al final
eran más de fiar que las cosas de McSweeney’s, Vice, The New Yorker o Zizek”
(Alberto Olmos otra vez).
12. En España lo
moderno es un concepto especialmente estropajoso, porque la cultura literaria
española se configura como una cultura de la crisis desde sus inicios y con una
fuerte identificación con el trono y el altar, de modo que ser moderno no es
tan necesario para ser español como para ser, qué sé yo, francés, que es lo
moderno sin tapujos ni medias tintas. El señorito español se moderniza tarde y
a regañadientes, inquieto por la competencia del capital extranjero pero
también del capital periférico: la modernización de Madrid, su conversión
súbita en capital del gusto, coge por sorpresa a los propios madrileños y mucho
más a las elites provinciales y eclesiásticas, acostumbradas desde los tiempos
de Napoleón a que los señoritos de la capital fueran modernos ma non troppo,
escandalosos en la intimidad, vanguardistas en su fuero interno. La
descentralización cultural que supuso el Estado autonómico moderó o contrapesó
la excesiva turra del madrileñismo en la construcción de la identidad
tardomoderna española, erigiendo aquí y allá élites culturales con su propia
agenda y sus propios presupuestos. El pacto de no agresión entre señoritos que
llamamos Cultura de la Transición nos estallará en los morros en 2020, justo
ahora que, como cada vez que gobierna la izquierda posible, toca jacquerie.
13. De pronto
vuelven a nuestras pantallas los problemas del campo, como si la democracia
española llevara desde 1978 viviendo un Proceso Revolucionario en Curso y no la
enésima confluencia de intereses de los señoritos de aquí con los de los de la
patria global del capital. A la izquierda posible todo esto le pilla con el
paso cambiado, porque ella sí que lleva desde 1978 viviendo una España soñada
en blanco y negro, el blanco del centralismo democrático, tan comprensivo con
los delirios imperiales y centrípetos del pasado reciente, y el negro de la
España cuarteada en baronías no menos comprensivas con el caciquismo de otros
pasados no demasiado lejanos.
14. Una
perplejidad: Antonio Gamoneda, poeta leonés, escribe entre 1961 y 1965 Blues
castellano, un libro que no se publicará hasta 1982. Es difícil creer que un
poeta leonés, y Gamoneda menos que ninguno, se identifique tanto con Castilla.
Su intención manifiesta, aunar los sufrimientos y las formas expresivas de las
clases humildes, representadas en el blues como lamento coral, no pareció
sentirse satisfecha con un hipotético “blues leonés” que quizá creyó,
acertadamente, que no sería bien leído en la capital del reino, lo mismo que un
“blues español” caería mal en una España demasiado dependiente del estereotipo
flamenco-cañí entonces en boga. Castilla, en cambio, siempre estuvo a mano como
tropo favorito de izquierdas y derechas, como esencia o alma española, cliché
noventayochista que la generación de Gamoneda no supo o no quiso sacudirse y
que experimentará un revival sorprendente en la segunda década del siglo XXI,
cuando de pronto el proyecto cultural del 78 se enrede en sus propias
contradicciones.
15. Hay una mirada
airada y hostil hacia las realidades culturales peninsulares alejadas del
cliché españolista de la ancha Castilla y sus cosas imperiales, y hay una
mirada displicente e insultante hacia el mundo rural desde la presunta
superioridad del señorito de ciudad con sus ínfulas modernas. Ambas miradas se
complementan y es normal y habitual que compartan rostro, que sean los mismos
ojos los que miran odiando al diferente y despreciando al inferior e
identificando diferente con inferior. No es un modo de mirar exclusivo de la
españolidad, ni de Madrid siquiera, pero cuando una sociedad experimenta una
regimentación totalitaria durante cuarenta años sobre los moldes y las
estructuras de esa mentalidad centrípeta, uniformizadora y aliada de los dejes
señoriales de la Contrarreforma, no es de extrañar que ese modo de mirar sea
particularmente asfixiante, casi una seña de identidad por su aire extemporáneo,
fuera de lugar en una Europa que no es que no sepa nada precisamente de
nacionalismos, totalitarismos, conflictos étnicos y pobreza rural.
Una cultura
literaria cada vez más dependiente del hype y de la dictadura del algoritmo
difícilmente podrá convivir con un mundo rural vivo y desprejuiciado, orgulloso
de sí mismo y no del cliché carpetovetónico inventado para él por siglos de
nostalgia imperial
16. En 2016, Sergio
del Molino publicó un libro de reportajes, La España vacía, con el que aspiraba
a bautizar el spleen neonoventayochista que se veía venir a la legua, a rebufo
de la crisis de identidad que las nuevas izquierdas empezaban a exhibir sin
tapujos y como sorprendidas de haber cogido un catarro o una adolescencia.
Seguramente la bonhomía de Del Molino le hizo poner toda la carne en el asador
del adjetivo, pero la fuerza icónica se desplazó a banderazos hacia el
sustantivo, que era lo importante. La España de los balcones podía llegar a
identificarse con el mapa mesetario que Del Molino dibujaba en sus páginas,
pero no asumía la vaciedad como condición orográfica o cultural sino como
maldición desatada por las furias del progreso y la Modernidad: de la España
vacía a la España vaciada. Del Molino protestó públicamente por haber sido
objeto de finta semántica, pero fue en vano: allí no estaban los campesinos de
John Berger y María Sánchez, sino los pijos del chaleco acolchado con sus
barbas de Iznogud y su nostalgia de la caza de montería. Un sucedáneo de patria
para señoritos sin paisaje.
17. No hay nada que
añorar en la miseria. No hay nada en la miseria de lo que quepa avergonzarse.
18. Una cultura
literaria cada vez más dependiente del hype y de la dictadura del algoritmo
difícilmente podrá convivir con un mundo rural vivo y desprejuiciado, orgulloso
de sí mismo y no del cliché carpetovetónico inventado para él por siglos de
nostalgia imperial. Lo que no quiere decir que no merezca la pena intentarlo.
19. Reírse del pijo
de ciudad que añora un campo ficticio está bien y sirve para airear las habitaciones
del gusto, pero ojo, es otra ficción más, transitoria y en absoluto discordante
con el clasismo ambiental de un Casado arando o un Abascal tractoreando: qué
ridículos quedamos haciendo el paleto, cómo se nota que nosotros no somos
vosotros, que estamos aquí de paso.
20. Mañana le
tocará al chaval del extrarradio, y pasado mañana a la anciana filipina o al
niño mallorquín que nos estropea el cliché monolingüe. Cambiará el blanco de
las risas y los desprecios, tocará conmoverse con lo que ayer daba unánime
grima en los círculos más exclusivos de la capital del moderneo, pero el pathos
clasista seguirá siendo el mismo. Hay un tiempo para cada cosa, pero siempre
les pertenece a los mismos.
[1] En su relato La Posada de las Dos
Brujas, de 1913.
[2] John Berger, Puerca tierra, Madrid,
Suma de Letras, 2001, p. 352.
[3] Antonio Domínguez Ortiz, La sociedad
española en el siglo XVII, Granada, CSIC, 1992, p. 43.
[4] En un texto de 1925, Pleamar
filosófica, publicado en Buenos Aires e incluido en sus Obras completas, III
(1917-1925), Madrid, Taurus, 2005.
[5] Alberto Olmos, Escucha, moderno: eres
un paleto y lo sabes, en El Confidencial, 6-11-2018.
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