NO NOS MEAN; ES QUE LLUEVE
JUAN CARLOS ESCUDIER
del móvil de
100.000 personas vino a confirmar aquella frase de Dickens de que el ser humano
es un animal de costumbres. Mayoritariamente, seguimos patrones predecibles por
su simpleza, lo que, según se decía, era muy útil para planificar ciudades,
atender emergencias y prevenir epidemias. Tan previsible es nuestro
comportamiento que parece que el estudio no sirvió absolutamente para nada.
Es verdad que
tenemos hábitos muy arraigados y que nos hacemos a todo con una sorprendente
naturalidad. No somos capaces de apreciar nuestro estoicismo repetitivo ante lo
cotidiano hasta que lo sentimos como una cadena que resulta casi imposible de
romper. Más aún que la religión, el verdadero opio del pueblo, el que mejor lo
adormece, es la costumbre.
Las crisis a las
que periódicamente se enfrentan todas las sociedades demuestran nuestra pobre
capacidad de reacción porque sus sacudidas son fulgores que rápidamente se
apagan en el manantial de la rutina. Tan habituados estamos a que el cielo
cubra nuestras cabezas que apenas si le dirigimos miradas furtivas, al punto de
que si el arco iris permaneciese clavado sobre el horizonte, como tiene dicho
algún poeta, le ignoraríamos rápidamente para seguir con nuestras cosas.
Hay quien asegura
que en este enfrascamiento, en esta habilidad para convertir lo infrecuente en
parte de nuestro paisaje, reside nuestra capacidad de supervivencia. Puede que
sea así pero es triste que así sea. Esa aparente pericia para surfear la vida y
la intemperie es al mismo tiempo una fortaleza y una gran debilidad porque nos
reduce a la condición de hormigas que piensan que llueve cuando alguien les mea
el hormiguero y entienden como una fatalidad a la que hacer frente lo que es la
gracieta de un puñetero incontinente.
Como se ha dicho,
nos acostumbramos a todo y hacemos virtud de la necesidad, o eso nos parece.
Convivimos con la pobreza y el sufrimiento sin preguntarnos si lo que asumimos
como consustancial no es, en realidad, una anomalía social que tendríamos que
combatir. Normalizamos lo aberrante sin rebelarnos. Y cuando nos da por hacer
la revolución, algo que este año casi que no y menos aún cuando empieza el curso
de los niños, la queremos permanente, institucionalizada, para que sea pasto de
la costumbre y no altere demasiado tiempo esa indolencia que nos acuna.
No es que seamos
especiales como país aunque tengamos hechos diferenciales específicos. Aquí la
culpa siempre es del otro, hasta que los aprovechados de costumbre nos
convencen de que es nuestra o, en última instancia, del destino que es muy
cabrón cuando se lo propone. Somos culpables del paro, de vivir por encima de
nuestras posibilidades, de que vuelva la recesión, de que no tengamos Gobierno,
de envenenarnos con la carne mechada, o de pretender escapar de la miseria o de
las guerras saltando vallas de afiladas cuchillas. Es el ecosistema en el que
nos sentimos cómodos y relajados. Hasta la infelicidad la tenemos interiorizada
como si fuera un automatismo o un vicio. No nos mean; llueve y, por pura
costumbre, tiramos del paraguas sin mirar al cielo.
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