EL SACRIFICIO DE AMOR DE
VÍCTOR JARA
POR: PATRICIO ZAMORANO
El alevoso
asesinato de Víctor Jara, cantautor clave de los sueños revolucionarios de los
años 70, está íntimamente ligado a la historia de la dictadura pinochetista en
Chile. Y por extensión, a todo el planeta. Está ligado a las vidas―y a las
muertes―de miles de chilenos, pero también de miles de víctimas en todo el orbe
que sucumbieron a la fría e insensible debacle de la guerra fría. La histeria
ideológica de turbios personajes como Richard Nixon y Henry Kissinger (al que
tuve el gusto de confrontar hace algunos años acá en Washington DC, clic para
más detalles), extendió sus brazos a miles de kilómetros para presionar los
gatillos que descerrajaron más de 40 balazos que terminaron con la voz física
de un maravilloso y fundamental cantor popular.
Esta semana se
cumplen 46 años de un asesinato traumático para victimarios y víctimas. Es un
símbolo de la locura ideológica (más allá de la moral) de intentar acallar el
empuje social de todo un pueblo, similar al infame asesinato en España, décadas
antes, de Federico García Lorca, otro mártir a manos del fascismo mundial.
Matar a un artista amadísimo por el pueblo es como intentar matar los sueños de
un niño: un acto despiadado donde el alma del victimario también es asesinada
en el momento del fogonazo del fusil.
Esta conmemoración
del asesinato de Víctor (así se le llama en Chile, como se le llama a Silvio, a
Mercedes, a la Violeta, basta solo el primer nombre de un amigo íntimo e
universal), encuentra a Chile enfrentando aún la justicia pendiente, el
fantasma eterno de la palabra “impunidad”, que ha afectado fuertemente al alma
nacional. Tardó décadas, pero el proceso del juez Miguel Vázquez logró, más de
40 años después del asesinato, condenar a los militares Hugo Sánchez, Raúl Jofré,
Edwin Dimter, Nelson Haase, Ernesto Bethke, Juan Jara, Hernán Chacón y
Patricio Vásquez a una pena de 15 años, lo que incluye la condena por el
asesinato en las mismas horas fatídicas del ex director de prisiones, Littré
Quiroga. Quince años de cárcel es obviamente un gesto eminentemente simbólico:
hubo decenas de muertes en el otrora llamado Estadio Chile, ahora bautizado
“Estadio Víctor Jara”. No hay condena suficiente, que equivaldría a miles de
años, que permita solventar lo que pasó en ese recinto deportivo en septiembre
de 1973. La justicia durmió para todas esas víctimas anónimas. En ese sentido,
el asesinato de Víctor Jara sirvió de faro de luz para por lo menos abrir una
pequeña brizna de condena moral a estos militares, y a la dictadura en pleno.
La lista de
soldados es equívoca, pues muchos de estos condenados eran conscriptos rasos,
bordeando los 18 años, víctimas ellos también en su juventud, obligados por sus
superiores a disparar a compatriotas, disparar al mismísimo Víctor Jara, herido
frente a ellos, con sus manos destrozadas a culatazos. El punto clave de la
historia del magnicidio: el autor material e intelectual, el oficial que
jugando a la ruleta rusa con su revólver le descerrajó el primer balazo en la
cabeza a Víctor, Pedro Pablo Barrientos Núñez, vive acá en EEUU, en Florida,
donde se ocultan o exhiben a plena luz del día muchos ex represores
latinoamericanos fugitivos de la justicia. Barrientos se resiste a la orden de
extradición que hace años no logra resultados en la justicia estadounidense.
Muchas veces, como
estudiante de primaria y secundaria, visité el Estadio Víctor Jara en las
actividades deportivas de mi escuela en la zona de Estación Central. Tengo
grabado el aspecto lúgubre de ese edificio, que provocaba escalofríos incluso
antes de que supiera que ese había sido el lugar del asesinato de Víctor y de
la muerte y tortura de otros cientos de personas. Es un estadio techado,
vertical, casi sin luz natural, sumergido en un profundo hoyo cavado en la faz
de la tierra, con graderías en pisos sucesivos unos sobre otros que crean
cuatro enormes muros lúgubres. Los pisos inferiores están por debajo del nivel
de la calle. Sus pasillos son oscuros. Imaginarse la pasión y muerte de Víctor
no es difícil. Es palpable, aún ahora, lo que vivieron esas víctimas.
Víctor siempre tuvo
una cercanía con mi realidad de niño, adolescente, músico y estudiante
universitario en Chile, como muchos en el país. La propia infancia y juventud
de Víctor era muy familiar para todos los que nos criamos en la zona de Los
Nogales y Villa Francia, en la populosa comuna de Estación Central, zona donde
vivió en su propia juventud. Barrios pobres, de suelo ocre, de veranos
calientes e inviernos llenos de barro, cruzados por un canal de aguas
pestilentes, el Zanjón de la Aguada, retratado por otro grande de la zona, el
escritor mundial Pedro Lemebel. Víctor también trabajaba como director de
teatro en la ahora Universidad de Santiago, donde obtuve mi título de
periodista. Cada año de universidad durante los cinco años de mi licenciatura,
me imaginaba a Víctor con su guitarra al hombro caminando por los centenarios
pasillos de la ex Universidad Técnica del Estado, centro universitario que aún
mantiene su vínculo social de origen obrero. Pero la cercanía más íntima fue
mientras fui parte del grupo musical Cuncumén. Víctor Jara inició su carrera
musical como parte de la agrupación formada por inspiración de mi primera
maestra en el folclor, la también mítica Margot Loyola. Víctor, entonces,
emergió para mí en toda su dimensión humana en esos años de fines de la
dictadura e inicio de la transición democrática. Entre largos ensayos de música
y descansos, fui teniendo en mis manos fotos personales de Víctor con
anotaciones de su puño y letra. Entre suspiros, surgían las anécdotas de
integrantes de Cuncumén que compartieron su vida artística con Víctor, de su
disciplina, de su calidad humana, de su sentido del humor. Por ejemplo, los
miembros de Cuncumén me contaron que Víctor era muy riguroso en su práctica
artística. En la época en que fue director artístico de Cuncumén, cuando ya
había crecido como cantor, demandaba seriedad, creía en una escuela estética de
trabajo y responsabilidad en el escenario. No aceptaba atrasos. Llegar tarde al
ensayo significaba quedarse fuera por la primera media hora.
Fue uno de los
primeros gestores de puestas de escena de cantores que expresaran no sólo el
mensaje a través de la música, sino también a través de las vestimentas, el
gesto facial, el ordenamiento del espacio en el escenario. Ese es el trabajo
que por ejemplo desarrolló cuando dirigió a la mítica banda Quilapayún, que con
sus ponchos y despliegue escénico, provocaba un poderoso efecto con sus
mensajes y música. En ese sentido, mezcló de forma armónica su pasión por el
teatro, su verdadero amor por lo estético, con su actividad más masiva e
histórica como cantautor.
Una vez tuve en mis
manos una de las guitarras de Víctor. La puso en mis muslos Margot Loyola, en
uno de los ensayos en su casa cerca del Estadio Nacional. La guardaba como un
tesoro. La emoción de tener el peso de ese instrumento, que tuvo en sus manos
el gran cantor de Lonquén, no se puede describir en palabras.
Después de nacer en
una zona cercana a la ciudad de Chillán―a 500 kilómetros de Santiago, la misma
zona que dio vida a otra gigante universal, Violeta Parra, en una impresionante
coincidencia sideral―, la familia de Víctor se mudó cerca de la gran capital, a
una zona rural llamada Lonquén, a unos 40 kilómetros al sur de Santiago. El
cantor retrata a su querido pueblo de infancia en la canción “El Lazo”.
A los 13 ó 14 años,
leí en alguna revista sobre el pueblito de niño de Víctor, alcanzable a paso de
hombre o bicicleta. La bicicleta que teníamos en la familia, destartalada y con
frenos dudosos, fue el vehículo que me lanzó a la aventura. Después de casi
cuatro horas de viaje, llegué a las casitas preservadas en el tiempo de una
zona rural irreal en esa época (fines de los 80), donde busqué y encontré
muchas señales de las canciones de ritmos rurales de Víctor, esas menos
conocidas y que están entre mis favoritas. Esas ocho horas de peregrinación me
marcaron mucho, y cerraron el círculo cuando años después, por esas vueltas de
la vida, llegaría a ser alumno de Margot Loyola y miembro de Cuncumén luego de
su regreso del exilio.
Uno no necesita ser
cantor para sentir a Víctor cerca. Sus canciones y su voz son casi como
escuchar un rezo hilvanado en acordes, que invitan a las almas sensibles a
hacer un alto en el camino. Cerrar los ojos. Escuchar. Ser transportado a una
comunión de paz y amor por la humanidad. Conmoverse con las injusticias de este
mundo. Creer en los valores humanistas y del rol de cada uno en una historia
que compartimos todos.
La alegoría
religiosa no es coincidencia y sus canciones están plagadas de señales de las
escrituras y símbolos espirituales. Víctor inició estudios de sacerdocio que
nunca concluyó. Quiso, en cambio, servir a la deidad en las manos sacrificadas
del pueblo anónimo, y por eso es que su canto es tan fidedigno, tan real,
porque en su origen, Víctor es parte del pueblo. Pertenece a esa estirpe, la
misma de Violeta, que sin ningún estudio musical formal, sin saber leer
partituras ni haber conocido jamás las reglas de la armonía o construcciones de
cadencias de acordes, fueron ambos creando canto desde las raíces mismas del
pueblo, de la tierra, de una humanidad misteriosamente conectada con la
naturaleza, con la historia común, con los sentimientos primordiales que nos
hermanan unos con otros, no importa el idioma o el origen cultural. Por eso el
efecto de las canciones de Víctor.
Cuando uno
interpreta por ejemplo “Te recuerdo Amanda”, el público japonés, hispano o
estadounidense va lentamente entrando en un proceso de comunión muy profundo,
casi sagrado. Lo mismo pasa con “Luchín”, o “Plegaria a un labrador”, o
“Manifiesto”. Son canciones que rompen con la cotidianidad de la vida terrenal
y conectan con una realidad que de alguna forma reconocemos muy adentro de
nosotros mismos, pero que no advertíamos que existía. Es porque Víctor, por la
época en que nació, principios de los años 50, aún tuvo una conexión con la
humanidad que surgió de una época crítica de exclusión social, fines del siglo
XIX y principios del XX, que derivó en la creación de movilizaciones sociales
que recién en la época de adolescencia de Víctor pudieron comenzar a desafiar
la hegemonía del sector social que, como decía Salvador Allende, “acaparaba
granjerías y privilegios”. Es la época del voto femenino, la expansión de la educación
pública, el proceso lento de mejoramiento de millones de familias hasta ahora
excluidas de la salubridad pública, gente en plena lucha por procesos de
urbanización de zonas construidas informalmente por quienes migraron del campo
a la capital. La Revolución del 68 encontró a un Víctor ya comprometido con el
proceso social y político que se consolidaba en torno a la Unidad Popular
allendista. Sentía sin duda que el mundo era un lugar de inequidad, injusto
para las mayorías, lleno de marginalidad, listo para la revolución social y de
las ideas liberadoras. Su ímpetu artístico no podía frenarse, y logró dejar
atrás la pobreza crónica, la marginalidad social, un padre alcohólico y
ausente, y dar respuesta a su voz interior, que tuvo en la música y en el teatro
una forma terapéutica de expresar lo que traía en el corazón. Eso, unido a un
proceso de profunda revolución social liderada por Allende, encajó como esas
sorpresas que nos da la historia, en un despliegue masivo de reconocimiento
mutuo entre pueblo y Víctor, que se hizo uno. Proceso político y canto en la
misma batalla por una sociedad más justa.
El legado de Víctor
no solo está en los libros de historia o en las grabaciones de su música. Es
real aún, en su hija Amanda, y en su viuda, Joan Jara, además de Manuela, hija
del primer matrimonio de Joan con el bailarín Patricio Bunster. Decir “la viuda
de Víctor” no tiene sentido. Joan ha formado por sí misma a generaciones de
bailarines chilenos y de muchas nacionalidades. Cuando la conocí en persona en Santiago,
comprendí qué significa la palabra compromiso, y viví a Víctor en carne y
hueso. Joan no es una víctima pasiva. Es una mujer fuerte, de carácter
inquebrantable, que sigue luchando por la justicia de su esposo y por la de
cientos de miles de víctimas de la dictadura. Ella ha dirigido todas estas
décadas la Fundación Víctor Jara, que mantiene la proyección del legado del
cantautor para las futuras generaciones. Gracias a ella el oficial Barrientos
fue condenado en un juicio civil en Florida a pagar millones de dólares en
compensación por el asesinato de Víctor Jara. Y ella no descansará hasta que
Barrientos sea extraditado y enfrente a la justicia por su barbarie. Tuve el
enorme privilegio de poder entrevistar a Joan para Radio Pacífica en California
en 2005 (clic aquí), donde aún puede escucharse la emoción en su voz al hablar
sobre su compañero.
Esa posible
extradición cerrará en parte el ciclo de la justicia y acabará con la
impunidad. El ex militar chileno se une a la lista de muchos represores que aún
obtienen protección en tierra estadounidense, entre ellos Luis Posada Carriles,
otro terrorista confeso que vivió una calmada jubilación en Florida. Y está
también Michael Townley, el siniestro doble agente que colaboró en varios
atentados terroristas y asesinatos organizados por la dictadura pinochetista,
pero que vive tranquilamente en un programa de protección a testigos en algún
rincón de EEUU.
Pero ante todo
esto, la hermosa voz de Víctor Jara continúa acompañándonos, y sin duda será
eterna. La dictadura pinochetista no hizo otra cosa que elevar aún más la vida
y obra del amado cantor Víctor Jara. Como Víctor dijo de forma premonitoria en
su himno “Manifiesto”, lanzado en forma póstuma, la forma en que él entendía el
canto estaba tan profundamente enraizado en el destino de la comunidad del
pueblo que lo rodeaba, que implicaría incluso dar la vida de ser necesario. Es
por eso que dice que “el canto tiene sentido / cuando palpita en las venas /
del que morirá cantando / las verdades verdaderas”.
Por eso, lejos de
esconderse y huir a la clandestinidad o utilizar sus privilegios políticos o de
fama internacional, acudió esa mañana del 11 de septiembre de 1973 a su lugar
de trabajo, la UTE, a enfrentar con su comunidad universitaria lo que vendría.
Víctor jamás hubiera huido del destino común, y sufrió las vejaciones, la
tortura y una muerte horrible, igual que el resto del pueblo chileno. Esa
mañana de 11 de septiembre, Víctor iba a cantar en la universidad en el acto en
que Salvador Allende anunciaría un plebiscito para terminar la crisis económica
y política que la revolución socialista había desencadenado en el choque con la
oligarquía chilena y nixoniana. En 4 días, Víctor yacería acribillado en los
sótanos del Estadio Chile. Pero la sangre derramada se elevó de esas
catacumbas, y empujada por los acordes de su guitarra y su voz, rompió el
horror, y se convirtió nuevamente en alivio para las almas sensibles de este
mundo. Cimentó con su sacrificio la esperanza de todo un pueblo, que nunca cejó
de seguir luchando por recuperar la democracia. Democracia imperfecta,
tutelada, incompleta, injusta a veces, pero recuperada de la bota militar. Como
el propio Víctor dijo en “Manifiesto”, “canto que ha sido valiente, siempre
será canción nueva”…
El legado moral,
político y artístico de Víctor Jara puede ser leído y escuchado directamente en
esa grabación de “Manifiesto”. El álbum que la contenía quedó inconcluso tras
su asesinato, y fue publicado después de su muerte. La letra es
impresionantemente premonitoria de la pasión y muerte que el cantor sufriría,
casi en el sentido cristiano. Su sacrificio cimentó inmediatamente la lucha
interna e internacional contra una dictadura que demostró en este alevoso
magnicidio su verdadera bajeza moral. He aquí el legado de Víctor Jara, en sus
propias palabras. Un legado de amor y humanidad por sobre los horrores y las
injusticias de la historia.
Manifiesto
Yo no canto por
cantar
ni por tener buena
voz,
canto porque la
guitarra
tiene sentido y
razón.
Tiene corazón de tierra
y alas de palomita,
es como el agua
bendita
santigua glorias y
penas.
Aquí se encajó mi
canto
como dijera Violeta
guitarra
trabajadora
con olor a
primavera.
Que no es guitarra
de ricos
ni cosa que se
parezca
mi canto es de los
andamios
para alcanzar las
estrellas
Que el canto tiene
sentido
cuando palpita en
las venas
del que morirá
cantando
las verdades
verdaderas
No las lisonjas
fugaces
ni las famas
extranjeras
sino el canto de
una lonja
hasta el fondo de
la tierra.
Ahí donde llega
todo
y donde todo
comienza
canto que ha sido
valiente
siempre será
canción nueva.
*Patricio Zamorano
es cantautor, periodista y académico en ciencias políticas. Ex alumno de Margot
Loyola y ex miembro de los conjuntos Palomar y Cuncumén. Reside actualmente en Washington
DC.
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