SORIA, ROSELL Y LAS MARIPOSAS
ANÍBAL MALVAR
En nuestro denodado
esfuerzo por seguir siendo una democracia ejemplar, imitada aquende y allende
los océanos, acabamos de incorporar al catálogo de nuestras virtudes una
bellísima conspiraación entre un juez y un ministro para acabar con la
reputación y la carrera de una diputada opositora y también juez. El magistrado
travieso, Salvador Alba, acaba de ser condenado a seis años y medio de cárcel,
mientras el ex ministro popular José Manuel Soria continúa bronceándose –en
todos los sentidos– con sus negocietes en las Islas Afortunadas, y Vicky
Rosell, la togada víctima de la conspiración entre ambos, recibirá una
indemnización de 60.000 euros por los casi tres años que ha tenido que dedicar
a desmontar las ausaciones falsas de Soria y regresar al Congreso de los
Diputados.
Según el CIS, más
de la mitad de los españoles, el 50,8%, desconfía de la independencia de los
jueces. El 19,3 considera que están politizados y un 14,7% advierte corrupción
en el sistema. Poco castigo demoscópico me parece en el país de la ley mordaza,
de la impunidad de los pujoles a las sombra de la inmunidad de la familia
borbona, de aquel juez Estevill que se dedicaba a la extorsión también bajo los
auspicios de aquel ex molt honorable, de los magistrados aliados a Jorge
Fernández Díaz que «afinaban» en la fiscalía las acusaciones falsas de la
policía patriótica contra rivales políticos.
Hablaba Alejo
Carpentier de la dificultad que vivieron los autores del boom americano para
retratar a los dictadores del cono sur. Incluso amparados en las libertades
hiperbólicas que les proporcionaba el realismo mágico, muchas de las anécdotas
que recogían de aquellos dictadores eran intranscribibles a la novela: por
demasiado atroces y absurdas incluso para concitar la suspensión de
credibilidad en lectores de un género acostumbrado a creerse la emanación de
mariposas desde el cuerpo de un Mauricio Babilonia enamorado de Renata
Remedios.
En esta España del
Patido Popular también se han dado casos muy cercanos al realismo mágico.
Incluidas la llegada de Ana Botella a la alcaldía de Madrid o el destape
gürteliano de Esperanza Aguirre mientras degustaba ancas de rana en un tasco
madrileño. Este exceso de extravagancias históricas nos ha llevado a los
españoles a aclimatarnos a una sociedad en la que lo mágico y lo corrupto se
confunden, hasta parecer ambos inherentes a nuestro paisaje. Inevitables.
Incluso medianamente confortables. Si un tío se confiesa yonki del dinero
corrupto, lo incorporamos a nuestro folklore castizo y regresamos a nuestra
normalidad con una sonrisa en la cara: pagamos, pero cómo nos divierte esta
gente.
Ayer ningún
informativo de los que vi dejó de abrir con Ana Julia y sus morbosos llantos.
La condena de un juez conchabado con un ministro, a la sazón serio aspirante a
convertirse en el sustituto de Rajoy, fue tratada con una naturalidad y una
medianía pasmosas, cual llamativa pero olvidable tormenta de verano. Tenía
razón Carpentier: profundizar en este suceso sopondría una ruptura de la
credibilidad en los consumidores de informativos. Vivimos en una democracia
ejemplar. Mejor seguir creyendo que de nuestra piel emanan mariposas como las
de Mauricio Babilonia. Mejor.
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