miércoles, 3 de octubre de 2018

DESTEMPLE


DESTEMPLE
Cuento
José Rivero Vivas
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(Publicado en
Antología de relatos uruguayo-canaria
Entre orientales y atlantes
ISBN: 978-84-18019-29-9
Ediciones de Baile del Sol, 2010)
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–¿Se acuerda, don Julio, de aquel muchacho que vino a pedirle consejo acerca de cómo hacer un cuento?
Sí, hombre; Ángel Lindo se llamaba. Presumía de padre bibliófilo porque su puesto, fuera del Mercado Central, en su ciudad natal –aposta olvido su nombre–, estaba surtido de golosinas y tabaco, así como de periódicos y revistas; pero, encima del tenderete, exponía algún libro, que se negaba a vender, alegando, en su descargo, que su gran amor le impedía deshacerse de ellos, aun cuando menguara su ingreso. Vivía conmigo en el entorno de Fulham, en una casa pequeña, frente a los edificios altos en el ensanche de Lillie Road. Seguro de la amistad que nos une, por haber trabajado juntos en hoteles y hospitales de Londres, además de algún restaurante, como aquel de Chelsea, de tarea endemoniada y ambiente infernal, en el que usted afirmaba haber entendido el significado de una frase gruesa, del idioma inglés, que excuso citar. Pues, el muchacho, tratando de aprovechar este vínculo, franco y leal, me pidió que concertara una entrevista y lo acompañara a su casa.

–Benito –me ordenó–, llévame a Kensington.
–¿A qué?
–A ver a don Julio Arroyo. Quiero pedirle parecer sobre este cuaderno.
No aprecié inquina en la idea y consentí traerlo. Se sentó en ese sofá, frente al televisor –menos mal que casi siempre lo tiene apagado–, y no dejó de hablar. Era él quien explicaba la técnica de cómo realizar una narración amena y enjundiosa. Alentado por su procedencia del verso, el joven autor arreció en su teoría de que nada es comparable al sentido lírico del escrito, haciendo hincapié en que es necesario incidir en los sentimientos, de suerte que resalten por sobre cualquier aspecto considerado imprescindible para el sublime acabado de un relato magistral.
Nosotros nos mirábamos asombrados, mientras él continuaba imparable la exposición de su concepto, nombrando cientos de escritores, con quienes, a su juicio, compartía esquemas y afinidades, pues, su más cara expresión va aunada al decir de los mejores, lo que lo exime de justificación a su grandeza. Aunque se mostró prolijo en su relación, estimo, por delicadeza, que no debo mencionar ninguno, con lo cual evito, por omisión involuntaria, caer en error imperdonable.
Ángel Lindo no tuvo interrupción aquella tarde, ni hubo forma de que concediera intervención a ninguno de sus interlocutores; más bien, fuimos pasivos oyentes de su prolongado monólogo. Yo observaba callado su performance, y él, sin atención ni cuidado para con usted, que se mantenía en silencio, perseveró en su enojosa disertación sobre abnegación y feliz hallazgo.
No obstante su alarde de sabiduría, respecto de su quehacer en el campo de la escritura, faltó poco para que, insensible y obtuso, lo acosara hasta lo indecible rogándole mostrase su receta de cocina, junto con las claves utilizadas en su laboratorio, de forma que él mismo tuviese acceso a la maestría que usted desborda en sus continuos lances literarios.
Sin duda, Ángel Lindo entendió mal sus charlas, plagadas de anécdotas de acre sabor; aunque, llenas de optimismo y grato humor, las más. Lo cierto es que, las historias que usted contaba, envueltas en la sencillez de su expresión, hicieron que este muchacho se indigestara y se creyera él mismo con capacidad de llegar a ser escritor de éxito portentoso.
­–Benito Espejo, mi dilecto amigo; el tiempo nos muestra que, si la siembra es provechosa, la previa dedicación a su cultivo resulta con creces retribuida.
–Es verdad, don Julio. Usted sí sabe.
Bien parecido y todo, Ángel Lindo no fue nunca gran conquistador; no obstante, gustaba a las mujeres, lo que hacía que ellas mismas fueran en solicitud de su favor. Fue lo sucedido con Violette, que vino a él con los brazos extendidos, y algo más que denotaba su abierta oferta. Ello lo engrandeció enormemente, de modo que iba, en plan estrafalario y extravagante vestimenta, por sitios de Earl’s Court y Queensway, hablando a gritos, en el idioma de Cervantes, consciente de que eran áreas donde entonces pululaba el elemento español. Cansada de su actitud poco edificante, Violette le sugirió marchar a Francia, a París concretamente, donde se encontraría mejor situado y con más amplias garantías de encajar en el mundo intelectual.
Transcurrido el tiempo, Ángel Lindo se pasó a la novela, y, al cabo de los años, que han pasado algunos, ha sido galardonado con un importante premio en España, por una obra que, según la crítica, le salió redonda; aunque a mí no me parece de brillantez extraordinaria.
Gira su trama en torno a un cuento suyo, que él se apropia, aunque de modo zafio e incongruente. Narraba usted, con elegante ironía y humor paliado, que en la noche del sábado había de dormir en el propio hotel donde trabajaba, en zona de Victoria, si mal no recuerdo. Por esos errores de incomprensión, típicos en la lengua inglesa, cuando extraños a ella la ejercitan, trabucó el número de habitación y se metió en la cama que no procedía. Pasada la medianoche, advirtió el equívoco; se levantó, arregló la colcha y la almohada, salió de la habitación sigilosamente, y se encaminó al piso alto, donde le correspondía dormir, junto con los demás compañeros, en una habitación común. Durante la mañana del domingo, la dirección del hotel tenía al personal alarmado tratando de averiguar quién se hubo acostado la pasada noche en la suite de huésped de honor. Lo que en usted sonaba a simpático chascarrillo, Ángel Lindo lo transforma en tema policíaco, de horrendo crimen, impregnado de sexo y traición.
Mire por dónde, don Julio, el tiempo que lleva usted dándole al asunto, y llega este advenedizo y, de primera vez, se queda entre los bendecidos por la diosa fortuna. Pues sí, señor, y parece broma. Conste que, aparte alguna guirnalda, desmentida por el hado, ninguna hay que se acerque tanto a la gloria como ser triunfador en frescos años.
Claro es que, también usted obtuvo el Premio de las Letras Afortunadas. Una medida gubernamental para hacerlo callar, que su tono suele ser cáustico y acre, incisivo y mordaz; no es de extrañar que se le comprometiera como escritor oficial, simpatizante colaborador con el programa cultural, puesto en órbita por el Gobierno de la Comunidad.
– Benito, amigo; mi silencio es congénito, ajeno, por tanto, a cuanta discreción sugiera el Ejecutivo.
–Por fortuna, don Julio, se mantiene fiel a su ser.
Con todo, no ignora que, Ángel Lindo, a lo largo de cuantas conversaciones tuvo con usted, pudo absorber enorme cantidad de imágenes y conceptos, como para incluirlos luego en sus propios escritos; así, en este último ensayo, reproducido en la prensa, hay pasajes que suenan a cuanto usted indicaba relativo a qué exponer, entre otras cosas, si la leña purifica en la hoguera la paz resonada y bullente, llena de azúcar y premura, afilada y sin oropel, la indumentaria mundana. Más tarde, cuando la luz se haga sobre la mansedumbre terrena y el opúsculo inventariado, abandonará de nuevo ese resguardo épico para adecuadamente referir su impronta, porque nada hay más valioso que cantar a los cuatro vientos: Oigan, soy yo el que está sufriendo, no los demás seres del planeta. Observen, si no, la armoniosa facundia: En el lugar de la Mancha, donde vivía aquel hombre, flaco y desgarbado de cuerpo, de espíritu fuerte y elevado, no se escuchan las voces de quienes lo supusieron loco y, al final, limitaron su dimensión con su memez de volverlo cuerdo.
–No me diga, don Julio, que esto no son variantes suyas.
–Cada individuo, Benito, recibe una educación, que marca su personalidad y su carácter. No obstante, la experiencia nos confirma que, en general, se aprende lo mismo en cualquier parte; esto es, siendo miembro singular de un medio distinguido, o tipo errante de un colectivo anónimo, ya que toda enseñanza se basa en creencia y tradición: la diferencia estriba en la actitud del profesor, asumida de pleno en la manera de impartir las variadas disciplinas a su discípulo. Quiere decir que, cuanto una persona piensa y siente acerca de un tema preciso, así lo vierte en quien lo adquiere de su palabra; a este tenor, hay alumnos que con acierto secundan la lección del maestro, los anime o no el fin de destacar entre sus compañeros de clase.
De padres beatos, prosigue Ángel Lindo en su memento, lo consecuente es que sus hijos sean asiduos feligreses de la iglesia.
Falso, grité al leerlo. Hay veces que los descendientes, pese al desvivirse de sus progenitores, salen verdaderos demonios dando coces.
–Eso, Benito, es premisa de años febriles; después, pasado el furor juvenil, se vuelve quedo al redil.
Entiendo, don Julio, que uno es la suma de lo aprendido en el correr de la vida; mediante sapiencia ajena, primero; por sí propio, después. Por consiguiente, de rígida nación es casi imposible que sus habitantes se muestren flexibles en el trato con sus semejantes. En fin, lo cierto es que Ángel Lindo generaliza en su aserto, y no siempre se produce la gente con idéntica semblanza; las excepciones están ahí, y puede que él mismo, como lo es usted, sea un caso particular. Lo que no está bien por su parte es que se pretenda arquetipo de hombre sobresaliente de esta sociedad, rica en modelos romos y llanos, en la que son escasos los faros.
Al final, don Julio, observé que repetía su enfoque y sus aproximaciones, aunque las sacaba de contexto, de ambiente y ubicación. Leí la historia, de fondo insustancial, aunque bien perfilado, cual suele atribuirse a los autores de prestigio y fama; pero, el centro de su desarrollo lo apoya en su pensamiento, derramado a través de múltiples sentencias pronunciadas en el curso de cuantas charlas ha tenido la amabilidad de proporcionarnos, en las cuales ha expuesto, con harta frecuencia, la diversidad de vibración experimentada durante la redacción, según se hiciera con pluma, a máquina o directamente en el ordenador. Ángel Lindo, sin recato ni pudor, se arroga la tesis, y, a su estilo, escancia su contenido en el discurso de recepción de su flamante premio, consistente en un talón por una cuantía de un millón de euros. Encima, como muestra fehaciente de idónea distinción, le fue entregada en mano una pluma de oro, de punto fino, con la que estampó su firma en el libro de la historia que recién comenzaba.
–El esfuerzo desarrollado para lograr una novela bien estructurada, de eficaz urdimbre, no anodina, ornada de lenguaje florido, merece, amigo, sólida recompensa.
–Qué duda cabe, don Julio. Es usted oráculo y conciencia.
Oigamos, sin ir más lejos, la palabra de Ángel Lindo, durante el acto de presentación de, hasta hoy, su magna obra, novela que se alzó con el máximo galardón concedido a las bellas letras:
Llega el momento de escribir a mano. Existe algo en este procedimiento que es incomparable con todo lo demás que se siente en este empeño. De acuerdo que, máquina y ordenador, son complejas herramientas que el escritor usa para mayor ventaja en su proceso de creación. Mucho adelanta la máquina, y, ahora, con el ordenador, la prontitud del poeta corre parejas con su fluida improvisación. Este último instrumento es, de suyo, práctico, eficiente y veloz. Pero, el hecho de coger lápiz, pluma, bolígrafo, y emborronar tranquilo, pausado, o nervioso y precipitado: rasgo aquí, borrón allí, raya, marca, número, repetición; vocablo que salta, palabra que se oculta, frase que se esparce, idea que se esfuma, o brota espontánea tras un afán irreprimible... Es acción indescriptible, que llena el alma de suspenso, de emoción hincha el corazón y regala la primacía de una situación que en gratificación nada le iguala. Aun costándome supremo esfuerzo, siempre he tenido tendencia a escribir a mano. Me encantan mis tachaduras y mi ilegible caligrafía, llena de volutas que dan testimonio de mi fantasía; mi imaginación, desbordada, se capta fácilmente al contemplar el caligrama, cual Sartre anunciara, inmerso en la página, más o menos buena, regular o mala. Qué más da. Importa haberla escrito; mejorarla es cuestión de tiempo, reflexión, revisión y tacto. Ello, si apetece; si no, es mejor apartarla y enfrentarse a la nueva cara que presenta el papel en blanco, el cual espera paciente y acomodado a que, en cuanto escritor, embista de nuevo, con el lápiz empuñado, para dar paso a la fe de mi cerebro en calentura, hirviendo, mientras yo, triste y desolado, o alegre y convencido, prosigo sereno avanzando hacia el bien que confío culminar.
La máquina, en cambio, es para un trabajo más rápido y específico; inclusive limitado en su impronta. Es un artilugio de larga vida y excelente servicio, por medio del cual aparece clara la escritura, de modo que puede ser leída, hoy o mañana, por quien lo desee, sin necesidad de ir estudiando sus rasgos, como si se tratara de descifrar antiguos manuscritos de la Mesopotamia. Para quien escribe, no obstante, la máquina tiene un inconveniente: su molde resulta pétreo, inamovible, y, al tachar, buscando corrección, se tiene la sensación de que se comete grave dislate contra la invulnerabilidad atribuida a la letra impresa.
El ordenador es voluble e inconstante; los textos resultan fácilmente modificables, cual si la escritura en sí se produjera de forma superficial, volátil, azarosa y baladí. Encima, interrumpe, soberbio, el ritmo creativo con su sonido de alarma, avisando que el cursor interpreta mal nuestra orden, se equivoca y produce la columna llena de erratas, y, aun el mismo contenido del tema elaborado, difiere de cuanto en primicia intentamos expresar; es preciso, por tanto, enmendar y rehacer, para lo cual hay que borrar. Ah, pero esto no equivale a tachar; es decir, no deja opción a volver atrás y elegir lo dicho anteriormente. Para determinados trabajos, como licenciaturas, doctorados, periodismo e investigación, es medio de una eficacia indiscutible. Ahora bien, cuando se trata de escritura dubitativa, sensible y cálida, el ordenador se convierte en pieza rígida, matemática y fría.
Lo siento. Pese a comprender que es un ingenio de enorme utilidad y alta resolución, deserto del ordenador, como en su día abandonara la máquina, declinando mi función de oficinista para mejor ocasión en que me hallase en disposición de ánimo para mecanografiar el cuento, la novela e inclusive el poema que de más joven componía.
Todavía hoy, en los albores del tercer milenio, prefiero continuar con mi escritura a mano, aunque algunos afirmen que sigo anclado en la Edad Media. Quién sabe. Puedo asegurarles que es para mí un placer incalculable escribir en silencio, con mi propio ritmo, en perfecta sincronía con cerebro y corazón; supone, ciertamente, un gozo inefable. Además, escribo de pie, sentado, andando, acostado; en la calle, en el Metro, en tren y en autobús. Inclusive en el avión, hago que leo y, en la hoja de papel que a propósito introduzco en el libro, me pongo a emborronar con fruición. Y voy en el aire.
Comprendo que, cualquier experto en informática, rebatiría mi argumento apoyado en explicaciones que me abrumarían de certeras, lo que posiblemente me haría cambiar de opinión. No importa. No niego el precioso rendimiento de este aparato, su técnica, la nueva ciencia tras la cual corre la inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo, atraídos por su auténtico valor y su aplicación. Sin embargo, nos sigue deleitando la comida, el vino, la música, el arte, la mujer hermosa, y la noble relación humana. Esto, defectible a veces, pese a ser cotidiano, no es sustituible por nada.
Introduzco aquí estas objeciones, como mera divagación, carente de sentido práctico, extrañas a cordura y validez, que no estimo consecuentes para conformar el drama que cada uno en sí conduce; he de reconocer, no obstante, que es conveniente plantearse la sucesiva reanudación de la empresa, evitando distraernos en nuestra encrucijada, de modo que podamos andar de continuo hasta alcanzar el poniente, diluido en su perfil indiviso.
Así, pues, termino esta alocución, pergeñada en numerosos folios, por temor a no conseguir luego disponer en consecuente ilación, con lo cual se me escapará la oportunidad de levantar un edificio, de estructura metálica, con armazón literaria, sobre el que habré de ver engarzadas las distintas frases que haya de compaginar en esta obra, pequeña o corta, pero densa e intensa en su contenido y forma.
Ángel Lindo pone fin a la lectura del prólogo a su novela, realizado por él mismo, sin cierre ni conclusión, apertura ni continuidad; con ello, deja su cese a voluntad suelto, como en acorde de jazz, casi colgado del aire, exento de fundamento y sustentación.
Recoge parsimonioso su material, disperso sobre la mesa, toma agua del vaso que previamente le han servido, y se apresta a poner dedicatoria en cada ejemplar que los asistentes, en número compacto, acercan a donde él despacha.
–Sospecho, don Julio, que algún elemento constructivo, como dato de invención, se dejó usted reservado; de suerte que él, ingenuo en su pretensión y falto de recurso expositivo, no fue capaz de fabular auténtica leyenda basada en lógico argumento.
–Cuando el préstamo está perfectamente asimilado y con talento ejercido, el autor, Benito, por propio mérito, pertenece sin más al ámbito de lo catalogado genial.
–Por supuesto, don Julio. Su magnanimidad lo enaltece.
Sin embargo, mi plante iba dirigido a diferente extremo, inspirado acaso en íntimo fuero, de índole viva y pasional. Tanto así que, en comunicación sincera, confieso tremulecer ante el hecho de que, mi recóndito agravio, pueda tener su origen en cierto escorzo adumbrado de un sentir nada honroso, desmerecedor de lauro, en absoluto encomiable.
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DESTEMPLE
José Rivero Vivas
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Publicado en
Antología de relatos uruguayo-canaria
Entre orientales y atlantes
ISBN: 978-84-18019-29-9
Ediciones de Baile del Sol, 2010
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