viernes, 26 de octubre de 2018

SÁNCHEZ Y CASADO SE DIVORCIAN


SÁNCHEZ Y CASADO SE DIVORCIAN
JUAN CARLOS ESCUDIER
Lo del Gobierno con el PP y su ruptura de relaciones ha sido un divorcio tan exprés que ni siquiera se conocía que la pareja se lo estuviera montando ni mucho menos que hubiera consumado el ayuntamiento. De hecho, tampoco se sabe muy bien qué significa que Sánchez y Casado hayan partido peras, más allá de que dejen de felicitarse los cumpleaños o que se bloqueen mutuamente en whatsapp y en twitter. Desde que la separación se ha hecho pública vivimos sin vivir en nosotros y morimos porque no morimos en plan Santa Teresa.

La cosa ha empezado como una vulgar riña de enamorados. Pablo le ha dicho a Pedro que era un golpista y éste le ha respondido que si mantenía sus palabras no tenían nada más que hablar. Pablo, que cada día está más crecido desde que Aznar le mima como una madre y los suyos le comparan con Cánovas del Castillo por sus vibrantes alocuciones, no ha rectificado. Así que todo indica que Pedro le ha retirado la palabra y hasta el saludo.

Se supone que las relaciones entre el jefe del Ejecutivo y el líder del primer partido de la oposición se centran en eso que llaman cuestiones de Estado y que la iniciativa la lleva el de Moncloa, que es el que elige el lado de la cama que más le gusta. No valen excusas tales como el dolor de cabeza. El presidente puede llamar para compartir su estrategia antiterrorista, para pedir árnica con el tema catalán, para evitar que se investigue al emérito, para justificar por qué seguiremos vendiendo bombas a Arabia Saudí o para pactar una posición común sobre el lío del impuesto de las hipotecas, que es bastante más que una cuestión de Estado porque afecta a esos grandes benefactores de la humanidad que son los bancos. Y si llama directamente o por ministra interpuesta, hay que ponerse, ya sea para no hacerle ni puñetero caso y exponerse a la acusación de irresponsable o para hacérselo pero sin que lo parezca, lo cual exige que medie alguna invectiva.

Este tipo de relaciones pueden variar según el caso y los protagonistas. A Zapatero, por ejemplo, le molestaba mucho el desdén que le dispensaba Aznar, y eso que cuando llegó a la secretaría general del PSOE y el estadista del bigote le citó en palacio lo primero que hizo fue irse al Corte Inglés a comprarse un traje para causarle buena impresión. Ya en Moncloa, se propuso ser más dialogante con Rajoy y no ofenderse cuando éste le llamaba bobo solemne, acomplejado, grotesco, zafio, maniobrero o traidor a los muertos de ETA, al tiempo que pedía que se ampliaran los requisitos para ser presidente porque lo de ser español y mayor de edad no le parecía suficiente.

Cuando le tocó el turno, Rajoy quiso en parte emular a su predecesor hasta que ocurrió algo muy parecido a lo de este miércoles. Sánchez le dijo que era un indecente y en ese mismo instante se jodió el Perú. La reconciliación parecía imposible a la vista de los mohines del socialista en cada encuentro forzoso, cuya duración no excedía al de la tradicional visita del médico. Pero hete aquí que el 155 reavivó la llama de un idilio al que la moción de censura puso fin. Trastocados nuevamente los papeles, con Casado en el lugar de Sánchez y con éste en el de Rajoy, todo se ha ido al garete por ese epíteto de “golpista” dirigido al hígado presidencial.

Nadie a estas alturas comprende el alcance de esta pelotera. Se ha preguntado en el PSOE y no han podido dar razón salvo para afirmar que estaban muy de acuerdo con que Sánchez mandara a Casado a hacer gárgaras, que es como enviarle a hacer puñetas pero con más ruido de fondo. En el PP, por su parte, han tenido que recurrir al linimento para calmar unas manos enrojecidas de tanto batirle palmas al líder por su audacia y bravura. Estando todos tan contentos, sólo cabe felicitar a la expareja y desear a ambos que sigan separados el mayor tiempo posible.

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