SARAJEVO Y EL PUENTE
DE MOSTAR
En estos tiempos enrarecidos, de auge de
sentimientos nacionalistas, xenófobos y anti-islámicos en Europa, un paseo por
Sarajevo resulta extraño y, a la vez, edificante. Dos décadas después de que la
capital de Bosnia y Herzegovina sufriera un brutal asedio de cuatro años, la
ciudad es un hervidero de gente de diferentes culturas. Su centro histórico,
esa mezcla fascinante de arquitectura otomana y occidental con sus mezquitas e
iglesias, atrae a gran cantidad de turistas, muchos de países musulmanes,
especialmente Turquía. No cuesta imaginarse por qué Sarajevo llegó a ser considerada como la Jerusalén
de los Balcanes. Sin embargo, las huellas de la guerra siguen a la vista por
doquier. Casi todos los edificios que no han sido restaurados muestran impactos
de balas, obuses u otros artefactos, y bastantes edificios en ruinas dan
testimonio de la virulencia de los bombardeos a mano de fuerzas serbias.
Más al sur, en Mostar se repite la imagen. Por su famoso puente
medieval, reconstruido en 2004, caminan visitantes con pantalones y faldas
cortas y otros cubiertos hasta los pies, todos con cámaras y algunos de esos palillos
para hacerse selfies. También aquí son
omnipresentes los agujeros de los proyectiles en las fachadas de la mayoría de
las casas. La gran simbología del Puente de Mostar –durante siglos un lazo de
unión entre Occidente y Oriente– hoy probablemente atrae a más turistas de los
que vendrían sin este triste pasado reciente de la ciudad (y se puede sospechar
que la estructura antigua igual no hubiera soportado el peso de tanta gente).
En una placa explicativa en inglés se menciona que el puente se desmoronó por
las consecuencias de la guerra, sin detallar que su destrucción fue obra de
tropas croatas que querían dividir la parte musulmana de la cristiana de la
ciudad. Al lado, en un toldo, se advierte en grandes letras “No olvidéis, pero
sí perdonad para siempre’’.
La reconciliación entre los tres grandes
grupos que conformaban la extinta Yugoslavia –serbios ortodoxos, croatas
católicos y bosnios musulmanes– parece difícil, pero hay avances. El antiguo
liceo de Mostar fue reconstruido por España con la condición de que las clases
fueran compartidas entre alumnos croatas y también bosnios musulmanes.
Veinte años después de la Guerra de los Balcanes, el resurgir de estas dos
ciudades y su atractivo para el turismo parecen un milagro. Pero las heridas
tardan en cerrarse y las tensiones interétnicas siguen latentes en la región.
“Es culpa de los políticos que agitan a la gente”, afirma Irna, que regenta un
pequeño hotel en su casa de Mostar, “a mi no me importa si aquí vienen
cristianos o musulmanes”.
Dicen que Sarajevo, aparte de su importancia estratégica, también fue
víctima de tanta violencia porque sus asaltantes, movidos por la pureza étnica,
despreciaban su valor simbólico como ciudad multicultural. A veces uno piensa
que a muchos nacionalistas, más que el odio al “enemigo”, les mueve el temor a
que los ejemplos de convivencia puedan estropear su ideario.
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