LAS PALABRAS ERRADAS
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
En días recientes,
el cardenal Juan Luis Cipriani, arzobispo de Lima, pronunció una frase
desafortunada: “Las estadísticas nos dicen que hay abortos de niñas, pero no es
que hayan abusado de ellas, muchas veces las mujeres se ponen como en un
escaparate, provocando”. Poco después, durante una visita a un hogar para
madres víctimas de violencia y abandono, pidió perdón a las allí presentes
afirmando que nunca había sido su intención ofender a la mujer; todo lo
contrario, contaban con todo su apoyo y simpatía.
Sin embargo, este
faux pas del Arzobispo limeño no pasó inadvertido a los medios de prensa, a
algunos funcionarios de gobierno y tampoco a las organizaciones de mujeres
-quienes recientemente se habían manifestado contra la violencia sexual- dado
que el prelado es conocido por su postura conservadora, abiertamente contraria
a la diversidad sexual y, por razones obvias, al aborto.
“Cipriani hace
apología de la violencia en un país de violadores” publicó en Twitter la joven
congresista Indira Huilca, socióloga y reconocida activista por la igualdad de género.
No obstante, es importante señalar que el desliz del cardenal no es único ni es
el más ofensivo. Desde muchos foros –religiosos, institucionales, sociales y
empresariales- se reproduce con excesiva facilidad el estereotipo sexista cuyo
objetivo es minimizar la gravedad del delito de violación para insertarlo entre
los “usos y costumbres” de sociedades patriarcales, cuya estabilidad consideran
preciso preservar para beneficio de un sector poseedor del control casi
absoluto.
Estos conceptos,
reconocibles por lo abundantes en el diario vivir, son reproducidos por hombres
y mujeres por igual, consolidándose en el imaginario social y formando parte de
los valores aceptados por todos. De acuerdo con ellos, las mujeres deben ser
obligadas a resguardar su integridad no exponiéndose a la agresión, en lugar de
reprimir y castigar a los agresores. Esto revela una conducta social proclive a
aceptar la agresión sexual desde la masculinidad como un derecho adquirido por
naturaleza y no como una desviación de la conducta.
En Guatemala, la
situación no es diferente. Si la congresista peruana afirma que Perú es un país
de violadores, ha de saber que también lo son los demás países del continente,
como los europeos y asiáticos. En fin, en donde se quiera voltear la mirada hay
naciones en donde reina un machismo crudo y violento en donde la mujer se
encuentra en desventaja, y en donde para hacer respetar sus derechos ha de
enfrentar un fuerte muro de compadrazgo e impunidad. Las estadísticas de
violencia intrafamiliar, maternidad forzada, violaciones y feminicidios cada
día son más reveladoras de esta realidad.
En fecha reciente,
el Centro de Epidemiología del Ministerio de Salud de Guatemala realizó un
estudio con metodología similar a la utilizada para una epidemia como el zika o
los indicadores de nutrición. El resultado -aún incompleto por ser una tarea de
largo aliento- arroja resultados aterradores: “es un mal que se extiende
indiscriminadamente y de forma intensa”, afirman. Y sin duda el interés de las
instituciones por identificar los alcances de la violencia sexual podría marcar
una enorme diferencia en el enfoque de este drama humano.
Guatemala posee aún
un sistema colonialista en grandes extensiones de su territorio, en donde
destaca la absoluta ausencia de Estado con las graves consecuencias implícitas
por esta deficiencia, en los temas de salud, justicia, seguridad y respeto de
los derechos humanos. Es tiempo de reparar esos vacíos.
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