LEER ES UN ACTO REVOLUCIONARIO
DAVID TORRES
No hay críticos
literarios tan perspicaces como la gente que no lee, es un hecho. Hace unos
días la pasajera de un avión procedente de Turquía iba leyendo un libro sobre
cultura siria (Syria speaks: Art and Culture from the Frontline) y terminó en
un despacho del aeropuerto de Doncaster rodeada por varios policías que le
preguntaban sin rodeos qué diablos estaba leyendo. A una azafata el título le
dio repelús y avisó al piloto quien a su vez avisó a las autoridades en tierra.
Faizah Shasheen, psicoterapeuta de ojos almendrados, confesó casi en seguida la
verdad: estaba leyendo un libro. Ya que el libro no era el Corán y que llevaba
en su título las palabras “arte” y “cultura”, las posibilidades de que
trabajase para el ISIS se reducían mucho, pero aun así la policía no se quedó
tranquila y prosiguió el interrogatorio durante quince minutos.
No se equivocaban,
sin embargo, en la sospecha de que los libros son peligrosos y la lectura una
actividad subversiva. Está comprobado históricamente que las prohibiciones o la
censura no valen de nada contra ella. Basta quemar un libro o retirarlo de la
circulación para que empiece a florecer en manuscritos y fotocopias que van
pasando de mano en mano. Por eso el neoliberalismo, tan liberal él, ha decidido
cambiar de táctica y luchar contra el vicio de leer mediante el sencillo
procedimiento de enterrar entre toneladas de papelería un solo gramo de
literatura valiosa. Por una novela que vale la pena, por un ensayo que dice
algo importante, por un poema de verdad, se publican (y se publicitan) millares
de libros de mierda, con presentadores televisivos recauchutados en novelistas
playeros, famosos catódicos metidos a filósofos de piscina y poetas repentinos
que escriben endecasílabos con alevosía y sin premeditación. No hay ningún
peligro de que ninguno de estos productos caducifolios dañe su corazón, golpee
su cabeza o desgarre sus más íntimas convicciones: valen menos que la tinta y
el papel en que están escritos. Son inodoros, incoloros e insípidos; como dice
mi amigo, el poeta Jesús Urceloy, son “libros Ariel”: entras blanco y sales
blanquísimo.
El cómico Bill
Hicks contaba que una noche que estaba cenando en una hamburguesería y hacía
tiempo leyendo una novela, se le acercó una camarera mascando chicle y le
preguntó: “¿Para qué estás leyendo?” Hicks se quedó bastante sorprendido porque
era la primera vez que alguien quería saber para qué: normalmente la pregunta
se refería a qué diablos hacía leyendo. “Bueno” respondió Hicks, “supongo que
leo para no terminar de camarera en un hamburguesería, creo que eso está
bastante alto en mi escala de valores”. Hicks se equivocaba de cabo a rabo: con
un currículum similar podría terminar de presidente del gobierno.
Dentro del amplio
sector de los no lectores, los aduaneros son los críticos literarios más
despiadados con mucha diferencia. En cualquiera de mis viajes, sea al país que
sea, jamás se me ocurriría rellenar la casilla referente a profesión con el
título de “escritor”, “periodista” o “columnista” (lo de “novelista”
equivaldría directamente al suicidio). La cultura siempre es una actividad
subversiva, como bien sabe mi amigo Javier Blanco Urgoiti a quien un día,
cuando estaba en Eslovaquia con unos amigos, se le ocurrió ir a Uzghorod, en
Ucrania, para poner una estampilla más en el pasaporte. De paso, aprovecharon
para visitar una iglesia ortodoxa y disfrutar un buen rato con el misterio de
la liturgia. De regreso, a los guardias de la aduana les pareció muy extraño que
hubiesen permanecido apenas un día en el país únicamente para ver Uzghorod, una
ciudad donde no hay nada que ver. Los interrogaron incansablemente durante
varias horas, hasta que al final, cuando ya estaban pensando en desmontar el
coche, entró un oficial de alto rango que hablaba castellano. “Decid la verdad”
dijo sonriendo. “Habéis ido de putas, ¿a que sí?”. A Javier se le iluminó la
cara. Claro, de putas, cómo no se le había ocurrido antes. Los aduaneros
estallaron en risotadas cuando lo tradujo. El oficial le dio un codazo mientras
les devolvían los pasaportes. “Están buenas nuestras mujeres, ¿eh? Haberlo
dicho antes, hombre”.
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