CAMBIO CLIMÁTICO: EL CAPITALISMO, INCOMPATIBLE CON LA VIDA
PEDRO LUIS
ANGOSTO
Marx dividió la historia de la Humanidad según los modos de
producción imperantes en cada etapa. El modelo analítico marxista sigue siendo
válido hoy para historiadores, economistas, sociólogos y otros científicos
sociales que tengan por objeto de sus investigaciones el conocimiento del
pasado o el análisis del comportamiento del hombre a través de los tiempos. Sin
embargo, si bien la categorización histórica elaborada por Marx y Engels ayuda
muchísimo para comprender nuestro pasado y atisbar nuestro futuro, hay que
escarbar un poco más en sus escritos para concluir que los modos de producción
definidos se encierran en el único que hasta ahora hemos conocido: El
capitalista, que es aquel mediante el cual un hombre o grupo de hombres –no
tienen por qué ser los más listos, ni siquiera los más fuertes: interviene la
fortuna, la desaprensión y la oportunidad- explotan a otros para su beneficio
personal al tiempo que se construyen una moral justificativa ad hoc –las
religiones- y se apropian sin recato de los recursos de la Naturaleza.
Durante los primeros modos de producción, el hombre depredador
dominante tenía intención pero no los medios tecnológicos suficientes como para
causar daños significativos al ecosistema. Un hombre o grupo de hombres podían
tener a un millón de personas trabajando esclavizadas en canteras de piedra o
cortando árboles, pero lo tenían que hacer con instrumentos manuales y su
acción no impedía la regeneración del medio natural. Fue a partir de la
revolución industrial –que acaeció en una pequeñísima porción del territorio
emergido y hasta hace unas décadas no llegó al resto- cuando el hombre
depredador comenzó a pensar que no tenía límites, que la naturaleza –al igual
que al resto de sus semejantes- podía ser dominada y puesta a su servicio. El
motor de explosión, la dinamita y la bomba atómica –hoy también internet y las
nuevas tecnologías- le hicieron ver que se podía borrar del mapa una ciudad con
todos sus habitantes, cambiar una montaña de sitio, poner puertas al mar,
agujerear la Tierra hasta sus entrañas, cambiar el curso de los ríos, volar y
desplazarse de un lugar a otro del planeta en menos tiempo del que antes se
gastaba en ir de Barcelona a San Cugat, crear vida de la nada... Dios, aliado
incondicional de los poderosos, había muerto: No hacía falta. La Democracia,
que nunca contó con tan omnipotente aliado y sí con su enemiga, tampoco: Era un
estorbo a la codicia.
En su afán por conocer y clasificar, los hombres también
dividieron el tiempo en periodos, tocándonos a nosotros el Cuaternario, que
caracterizado por la sucesión de largas glaciaciones y no más cortas
desglaciaciones existe desde hace más de dos mil quinientos millones de años.
En las etapas frías, los hielos llegaban hasta el Estrecho de Gibraltar; en los
periodos cálidos se retraían hasta el lugar que más o menos todavía ocupan hoy.
Lo que no ha ocurrido jamás en la historia es la desaparición total de la masa
de hielo, hecho al que podríamos asistir dentro de unas décadas con las
consecuencias imprevisibles para la vida que ello tendría.
Decía Manuel Azaña que en España había dos cosas claras: Una que
no se leía, otra que llovía poco. La primera sigue siendo cierta, la segunda
hay que matizarla porque llovía en la cornisa catábrica, en las zonas de
influencia atlántica y en las cordilleras. Recuerdo que cuando iba al Instituto
tenía que atravesar una parte considerable de la huerta de Caravaca -ciudad
murciana situada en las estribaciones de la Sierra de Segura con una altitud de
seiscientos cincuenta metros- sufriendo las consecuencias de un clima extremo.
Desde Noviembre hasta finales de marzo los campos se teñían de blanco por la
escarcha o la nieve, y el frío –hablo del Sur- superaba con frecuencia los
siete grados bajo cero haciendo reventar las cañerías del agua potable. Si a
eso añadimos que debido a la educación franquista era obligatorio ir a clase
con pantalón corto y que ni en escuelas ni institutos había ningún tipo de
calefacción, es fácil concluir que al menos en España estábamos muy cerca de la
felicidad y que contribuíamos muy poco al cambio climático. La memoria es
selectiva y por ello el cerebro de cada cual guarda una pequeña porción de
recuerdos sin que necesariamente sean los más destacadas del itinerario vital.
En mi caso, recuerdo el frío, un frío persistente y cruel que se hacía más
patente en Navidad, cuando carentes de cualquier lugar de ocio dónde reunirnos
salíamos a las calles para patinar en los enormes charcos helados. Sin embargo,
también recuerdo que a finales de los años setenta y principios de los ochenta,
la cosa comenzó a cambiar y aquellas Navidades frías, heladas, blancas, dejaron
de serlo para convertirse en una especie de primavera disminuida en la que no
era raro pasar una Nochebuena con temperaturas por encima de los quince grados.
Fue por entonces –estudiaba Geografía en Madrid- cuando oí hablar por primera
vez de cambio climático. Había profesores que hablaban de ello como algo
natural debido a que estábamos sufriendo una desglaciación y otros que avisaban
de que la acción del hombre estaba repercutiendo muy negativamente sobre el
clima y la naturaleza en general. Acusados de alarmistas, muchos de los
defensores de esta segunda opción fueron acallados por los medios de
comunicación mientras los gobiernos, preocupados exclusivamente por el corto
plazo y el crecimiento insostenible, hacían caso omiso a sus advertencias y
recomendaciones. No es hasta 1997 que, alarmados por datos incontrovertibles
que demostraban la disminución alarmante de la capa de ozono –imprescindible
para la vida- y de los hielos, una serie de países firman el Protocolo de Kioto
con el fin de disminuir la emisión de gases de efecto invernadero y el consumo
de combustibles fósiles. Parecía que por primera vez, los gobiernos del mundo
habían dado un paso en la buena dirección para combatir un cambio que a medio
plazo amenazaba seriamente la vida. Empero, sólo fue un espejismo ya que los
tres principales países contaminantes no aplicaron el protocolo: Estados
Unidos, China y La India, permitiéndose además a quienes lo firmaron la
posibilidad de contaminar más a cambio de dinero.
Pese a la evidencia y la insistencia machacona de científicos de
todo el mundo, a las manifestaciones que durante años recorrieron las
principales ciudades de Europa, nadie hizo caso, y sólo cuando los hechos
parecen consumados, algunos dirigentes mundiales como Al Gore se han atrevido a
lanzar una tímida voz de alarma. Hoy nadie en plena posesión de sus facultades
mentales y éticas duda que la acción del hombre capitalista, del modo de
producción capitalista, está destruyendo el medio natural que hasta la fecha
nos ha permitido vivir. La tala salvaje de superficies forestales en los cinco
continentes (no olvidemos que Europa tiene hoy la décima parte de bosques que
en 1800), la emisión sin mesura de monóxido y dióxido de carbono, la
utilización masiva de productos químicos altamente nocivos en la industria y la
agricultura, la contaminación brutal de ríos y mares, el saqueo de los fondos
marinos y de la superficie terrestre están hiriendo de muerte al ecosistema que
nos mantiene, no al planeta: Al planeta no le hace ninguna falta el hombre y
seguirá su andadura sin él.
El capitalismo, que vive días de gloria como nunca antes conoció
debido a la impunidad con la que se mueve y a la irresponsabilidad de gobiernos
y ciudadanos, ya ha quitado la vida a cientos de miles de especies
incompatibles con su voracidad. Sin embargo, va a morir de éxito, porque un
simple aumento de la temperatura media global de tres o cuatro grados haría
imposible la vida humana en buena parte del mundo, porque los medios de consumo
minerales y fósiles son finitos, porque la Naturaleza está harta del hombre
depredador y a punto de decir lo que el género humano debió decir ha mucho
tiempo: Hasta aquí hemos llegado. Sólo un consumo responsable, un desarrollo
sostenible y armonizado, la disminución drástica de la emisión de gases,
líquidos y sólidos contaminantes y un plan mundial de repoblación forestal
científica podría detener o disminuir la catástrofe que el capitalismo nos ha traído,
pero para eso hace falta que muera, matándolo: Es incompatible con la vida.
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