SOMOS MUY TOLERANTES
CON LOS NUESTROS
JUAN CARLOS ESCUDIER
Será porque la
igualdad se abre paso, porque la corrección política aderezada de
condescendencia enmascara el machismo que aún se destila o porque el fútbol
femenino empieza a ser un negocio, pero es innegable que el Mundial de Francia
será recordado como un punto de inflexión en la atención mediática a este
deporte. Sería un error atribuir este fenómeno a una normalización súbita o a
la conversión al feminismo de jerarcas de la cosa como Florentino Pérez, que se
ha subido al carro de la modernidad con la compra de un pequeño club, el CD
Tacón, para convertirlo en una sección más del club. Un señor que en su día
puso a su difunta esposa una mercería con vistas cerca del Bernabéu donde, a
través de una gran cristalera, podía verse a un grupo de señoras haciendo
punto, no es de los que se caen del caballo como Saulo y ven la luz.
Además de todo
esto, el Mundial nos está permitiendo conocer la figura de Megan Rapinoe, la
goleadora de Estados Unidos, y su coraje para enfrentarse al presidente Trump y
decirle que puede meterse las recepciones en la Casa Blanca donde le quepan.
Rapinoe lleva años ejerciendo de activista a favor de los derechos de las
minorías y denunciando la discriminación de la mujer en el deporte. Está casada
con una campeona olímpica de baloncesto y representa uno de los altavoces más
potentes en la defensa de los derechos LGTB que el cavernícola del despacho
oval suele pasarse por el forro.
No es extraño que
Rapinoe reciba oleadas de solidaridad y comprensión por mantener el pulso al
emperador del flequillo pero resulta sorprendente que junto a ella se hayan
alineado quienes sostienen que hay que separar deporte y política, como si el
hecho de ponerse en pantalón corto y atraer la atención de las masas implicara
una condena al silencio respecto a los grandes debates sociales.
Decía Hobbes –¡qué
sería del columnismo sin los agregadores de citas célebres!- que los que
aprueban una opinión la llaman opinión y los que la desaprueban la tildan de
herejía. Y esto viene a ser lo que pasa en este país cuando un deportista, con
millones de seguidores en las redes sociales o con gran impacto en los medios
de comunicación, se atreve a pronunciarse sobre determinados temas.
Fue una opinión, por
ejemplo, que Nadal pidiera tras la moción de censura la convocatoria urgente de
elecciones porque el de Manacor nos cae muy bien y es español a carta cabal; y
fueron herejías los pronunciamientos de los futbolistas Xavi Hernández o Piqué
a favor de la celebración de un referéndum en Cataluña. De ser por algunos,
Guardiola con su lazo amarillo pidiendo la libertad de los presos del procés o
calificando al Estado español de autoritario debería haber sido excomulgado,
amordazado o ambas cosas a la vez.
Generalmente,
llevamos bien que haya deportistas que, al concluir sus carreras, se alisten a
partidos políticos o sean designados para algún cargo público, aunque sus
aptitudes para estas funciones sean manifiestamente mejorables y sólo sirvan
como reclamo publicitario. Pero calificamos de sacrilegio que se atrevan a
expresar sus opiniones en asuntos sensibles cuando aún le dan a la pelotita, al
remo o aceleran a fondo, y contradicen las nuestras. Es curioso ver cómo a los
ojos de muchos los ídolos que tan minuciosamente tallaron en piedra se
transforman en muñecos de barro por el mero hecho de decir lo que piensan.
El ejemplo de
Rapinoe debería hacernos reflexionar sobre la necesaria compatibilidad entre el
éxito profesional y deportivo y la libertad de expresión. Cada cual tiene
derecho a decir lo que le venga en gana dentro de los límites del buen gusto y,
a mayores, del Código Penal, con independencia de su alcance. Es muy
intolerante y poco inteligente echar a los leones a quien opina diferente,
especialmente si antes le teníamos colocado en un pedestal. Por poner un
ejemplo, se puede estar en desacuerdo con algunos pronunciamientos políticos de
Vargas Llosa sin que ello implique dejar de calificar de maravillosas algunas
de sus novelas. Hagan caso: sí se puede.
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