LA EUROPA DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
Solamente en este lunes, dos graves noticias señalan la aceleración con la
que Europa se desliza por la pendiente que desemboca en el horror
DIARIO RED
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El nazismo supuso —y supone todavía hoy— un oscuro horror y un abismo moral para los habitantes de Europa no tanto por su violencia bélica y su expansionismo territorial. Al fin y al cabo, el nuestro ha sido durante toda su historia un continente de guerras, de imperios, de conquistas y de fronteras variables. No, no fue la intención de Adolf Hitler de hacerse con la península europea lo que envía tenebrosos escalofríos a lo largo de nuestra conciencia. Lo más pavoroso del Tercer Reich fue —y sigue siendo— la comprobación de cómo un país europeo, relativamente rico, con un amplio capital cultural y educativo puede ir deslizándose por la pendiente que comienza con el recelo hacia determinados grupos étnicos y sociales, continúa por el miedo y la aversión, progresa hacia el rechazo y la marginalización, avanza hacia el odio y la deshumanización y puede acabar eventualmente en el genocidio.
Esto ocurrió en el país más poderoso de
Europa hace menos de un siglo y la mayoría de nosotros pensaba, hasta hace unos
pocos años, que el holocausto nazi que asesinó de forma industrial a millones
de judíos europeos, pero también de rusos, de gitanos y de personas con
discapacidad, nos había instalado una vacuna, un sistema de alerta temprana
para evitar que algo parecido pudiese pasar de nuevo. Por eso resulta
enormemente inquietante ver cómo la Unión Europea y los diferentes estados
miembro ya se están empezando a deslizar por los primeros tramos de la antigua
y oscura pendiente sin que nadie en el puente de mando parezca tener la más
mínima intención de hacer sonar las alarmas y pisar el freno.
Después del salvaje proceso de
acumulación de riqueza en manos del 1% más pudiente de la población que se
produjo antes y después del estallido financiero de 2008, el modelo neoliberal
acabó de demostrar lo que era evidente: que solo sirve para producir una enorme
desigualdad, que no sirve para erradicar la pobreza ni siquiera en los países
más ricos y que la clase económicamente dominante —lejos de constituir un
liderazgo social clarividente y benefactor— no es otra cosa que un conjunto de
buitres que se alimenta del trabajo y de la angustia de las clases populares. A
medida que esto se iba haciendo cada vez más y más evidente y dicha evidencia
producía poderosos atisbos de revoluciones ciudadanas —como la que tuvo lugar
en España en 15M de 2011 y que luego se tradujo en el fin del sistema
bipartidista en 2014—, el instinto de supervivencia de la oligarquía no tuvo
más remedio que volver a recurrir a la táctica clásica para alejar las
antorchas de los muros y las alambradas de sus mansiones y sus urbanizaciones
privadas: enfrentar a los penúltimos de la sociedad con los últimos para que la
gente, al dirigir su miedo y su rabia hacia el que tiene al lado, se olvide de
mirar hacia arriba. Así, mediante un bombardeo masivo y sistemático a través de
los medios de comunicación bajo su control, la clase parasitaria comenzó a
emitir durante la última década insistentes relatos de odio y criminalización
de la pobreza y de las personas migrantes. Sobre este sustrato —que se vuelve
cada vez más explícito a medida que nos acercamos al extremo derecho del
ecosistema comunicativo—, se fueron articulando toda una serie de
organizaciones que, finalmente, derivaron en partidos con representación
institucional. En 2024, ya estamos plenamente insertos en esa fase: los
partidos herederos de los fascistas y los nazis ya tienen diputados y hasta
gobiernos en la Unión Europea.
Solamente en este lunes, dos graves
noticias señalan la aceleración con la que Europa se desliza por la pendiente
que desemboca en el horror.
La fascista Giorgia Meloni pretende
mantener calientes a sus bases más xenófobas al tiempo que empuja hacia la
extrema derecha la ventana de Overton del odio racial
Por un lado, el primer barco del
gobierno ultraderechista de Italia que transporta personas migrantes recogidas
en el mar ha llegado a Albania —país que no forma parte de la Unión Europea—
para arrojar a estas personas en un distópico centro de internamiento con
reminiscencias de un campo de concentración. De momento, se trata apenas de un
ensayo simbólico con el cual la fascista Giorgia Meloni pretende mantener
calientes a sus bases más xenófobas al tiempo que empuja hacia la extrema
derecha la ventana de Overton del odio racial. No hay que perder de vista que
el buque militar Libra apenas trasladó a Albania a 16 náufragos cuando, en ese
mismo día, llegaron 1000 personas a la isla italiana de Lampedusa. La
movilización de semejante buque, la escasa cantidad de personas trasladadas,
así como el coste por cada una de ellas —que se estima en aproximadamente
18.000€— revelan que todavía estamos en la fase de la propaganda. Sin embargo,
según cómo evolucione la marea racista en Europa y en el conjunto del planeta,
la probabilidad de que los neocampos de concentración italianos en suelo
albanés se conviertan en una horrible realidad operativa no es para nada
descartable.
Por otro lado, mientras el gobierno
racista de Meloni ejercía como punta de lanza en la batalla cultural al
servicio de los oligarcas europeos, la presidenta del ejecutivo de la Unión, la
alemana Ursula von der Leyen, enviaba una preocupante carta a los líderes de
los estados miembro en la cual convalidaba la vía italiana como una posibilidad
para "luchar contra la inmigración ilegal". Así, mientras los buitres
capitalistas desangran a los pueblos europeos mediante la captura del mercado
inmobiliario y el saqueo de los salarios de la clase trabajadora a través de la
vivienda, las élites políticas europeas obscenamente a su servicio abrazan con
las dos manos la estrategia que ya se probó en la Alemania de los años 30 del
siglo XX para desviar la furia ciudadana hacia la gente más desfavorecida y
desprotegida de la sociedad.
Es evidente que la fuente de toda esta
energía política que utiliza el odio contra el diferente como forma de avanzar
proviene de la extrema derecha y también de lo que alguna vez fue derecha
democrática pero hace ya mucho tiempo que dejó de serlo. Es evidente que las
bases sociales de lo que conocemos como centro-izquierda o socialdemocracia no
son a priori racistas y, de hecho, albergan millones de individuos que expresan
solidaridad y decencia hacia aquellos que vienen de lejos para convivir con
nosotros. Pero es igualmente cierto, al mismo tiempo, que la élite política que
dirige los destinos programáticos de este sector de la sociedad está mucho más
cerca de las plantas altas de las torres financieras que su base
socioelectoral. Esta realidad, sumada al hecho de que los dirigentes
socialdemócratas suelen buscar la protección mediática por parte de aquellos
mismos medios que se ocupan de amplificar el mensaje xenófobo, hace que, muchas
veces, concedan la derrota ideológica a los ultras y les permitan así avanzar
sin resistencia.
Observando la operativa del PSOE en los
últimos años en España, es muy fácil comprobar esta dinámica. No hay que
olvidar que Pedro Sánchez firmó el mismo pacto migratorio europeo que Giorgia
Meloni aplaudió como una victoria propia
Observando la operativa del PSOE en los
últimos años en España, es muy fácil comprobar esta dinámica. No hay que
olvidar que Pedro Sánchez firmó el mismo pacto migratorio europeo que Giorgia
Meloni aplaudió como una victoria propia. En la memoria tenemos también el
asesinato sin esclarecer decenas de personas migrantes en la valla de Melilla,
la reciente deportación de 30 activistas saharauis a la dictadura de Marruecos,
las palabras explícitas del presidente del gobierno diciendo que hay que
"retornar" —es decir, expulsar— a todos los que hayan entrado en
España de forma irregular o la noticia que hemos conocido también este mismo
lunes y que, sin llegar tan lejos como los neocampos de concentración en
Albania, no deja de activar todas las alertas. Nos referimos a la información,
confirmada por el Gobierno, de que se estaría barajando la posibilidad de
utilizar el aeropuerto semiabandonado de Ciudad Real como centro de acogida
para personas migrantes. Por supuesto, nadie espera que esta opción se use para
alojar a ninguno de los 200.000 refugiados ucranianos que acogió nuestro país.
Todo el mundo entiende, cuando el Gobierno reconoce estar llevando adelante
esta prospección, que están pensando en personas migrantes con la tez más o
menos oscura.
Por un montón de motivos y también por
este, más vale que España en particular y la Unión Europea en general consigan
poner en pie alternativas políticas de izquierdas que defiendan con valentía
los derechos humanos ante el avance de los discursos xenófobos. De lo contrario
y ante la incomparecencia de la progresía política y mediática, nuestros países
van a seguir acelerando hacia abajo por la pendiente que lleva a ese lugar
tenebroso del que nos hablan los libros de historia.
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