EL DESPLIEGUE DEL
LAWFARE
JOSÉ LUIS MARTÍ
Los árboles no deben impedirnos ver el
bosque. La falta de información suficiente, la complejidad del caso y lo
incierto de las valoraciones de los indicios disponibles no deben impedirnos
abrir el foco y tener una mirada más amplia sobre mi primera afirmación en este
artículo: estamos asistiendo en España a lo que parece ser un despliegue
constante e implacable del lawfare político
El caso no tiene precedentes. Sorprende, de entrada, que se admita a trámite y se proceda a investigar a tan alta autoridad del estado sin indicios claros de que el señor Álvaro García Ortiz haya sido la fuente de las filtraciones, y en un país en el que todos los días se están filtrando constantemente a la prensa documentos e informaciones que forman parte de procesos judiciales abiertos sin que nadie sea investigado por ello. Que los indicios parecen endebles queda claro de la lectura del propio Auto de admisión a trámite del Supremo, en el que se admite, al menos de momento, que en caso de existir delito de revelación de secretos, éste no vendría constituido por la publicación de la Nota Informativa de la Fiscalía Provincial de Madrid del 14 de marzo de 2024, hecho que precipitó las querellas previas en los tribunales inferiores, sino por la necesaria filtración previa de comunicaciones y emails privados publicados por diversos medios, comenzando por los más conservadores. Pues sí, alguien tuvo que filtrar esas comunicaciones. Y muchos tuvieron acceso a las mismas. De ahí a pensar que fue el Fiscal General del Estado hay un paso muy grande.
¿Estaba pues justificada la admisión a trámite de las
querellas en este caso, o el Supremo ha aplicado más bien en este caso una
especia de doble rasero que sólo podría explicarse por algún tipo de
persecución política contra la persona del Fiscal General del Estado o, aún
peor, contra el Gobierno socialista? Esta es la pregunta siempre relevante,
siempre difícil, frente a un caso en que uno podría sospechar de la existencia
de lawfare por
parte del tribunal, cosa que si fuera cierta y pudiera probarse, sería
gravísima porque cuando el lawfare lo instancian
funcionarios públicos se convierte habitualmente en un delito de prevaricación.
La pregunta yo no puedo responderla porque no dispongo de
información suficiente para fundar un juicio de valor sólido. Recomiendo la
lectura del artículo “Revelación de secretos, el musical”, de Ignacio
Escolar, del 19 de octubre, en el que el lector encontrará una exposición
detallada de los hechos, al menos tal y como los percibe el editor de este
diario. No parece haber tantas dudas, en cambio, de que este caso sí podría
haberse iniciado como una acción de lawfare por parte de las acusaciones
populares de Foro Libertad y Alternativa y Manos Limpias. Recordemos que se
trata de organizaciones de ultraderecha que de manera reiterada y consistente
vienen desde hace años persiguiendo judicialmente a líderes independentistas y
de la izquierda española, así como, aunque en menos ocasiones, del PP, y nunca
hasta la fecha de Vox. De todos modos, el caso podría haber nacido como una
instancia de lawfare y ello sería todavía compatible con una
respuesta del Supremo perfectamente ajustada a derecho.
¿Ha cometido el Fiscal General del Estado un delito de
revelación de secretos? Esto es algo que usted y yo no sabemos. El señor Álvaro
García Ortiz, como cualquier otro ciudadano contra el que se abre una
investigación judicial penal, goza por el momento del derecho a la presunción
de inocencia, así que debe ser tratado por las instituciones y los medios como
una persona inocente. Respecto a nuestra opinión personal, siempre legítima, no
dispongo de razones para pensar que haya cometido el delito, pero tampoco para
lo contrario. Por el momento, es mejor suspender ese juicio personal, acto tan
poco habitual en este país como deseable y honroso. Pero ¿podríamos decir que
hay suficientes indicios como para justificar la decisión del Supremo de
admitir a trámite unas querellas motivadas por un ánimo de persecución
política? Aunque los indicios citados en el Auto me parecen en general
endebles, la valoración de dichos indicios y la decisión judicial sobre una
admisión a trámite es siempre un terreno insondable, incierto, con un amplio
espacio para la subjetividad y la discrecionalidad judicial, cosa que, por
cierto, hace siempre muy difícil el control sobre las acciones de los jueces,
como acabamos de ver reflejado en el caso del juez Peinado. Dejemos por el momento
un margen de actuación al Supremo.
Pero los árboles no deben impedirnos ver el bosque. La falta de
información suficiente, la complejidad del caso y lo incierto de las
valoraciones de los indicios disponibles no deben impedirnos abrir el foco y
tener una mirada más amplia sobre mi primera afirmación en este artículo:
estamos asistiendo en España a lo que parece ser un despliegue constante e
implacable del lawfare político. Y sobre ello necesitamos una
reflexión urgente, minuciosa y bien fundamentada.
El lawfare es un concepto complejo.
Habitualmente se entiende por lawfare el uso y abuso del derecho para perseguir otros fines distintos a
aquellos para los que el derecho fue creado. Existe
una amplia variedad de formas de abuso del derecho propiciadas por el lawfare:
desde acusaciones y querellas infundadas e investigaciones judiciales
arbitrarias, pasando por dilaciones procesales indebidas o fraudulentas,
interpretaciones abusivas de la ley, condenas judiciales sin pruebas
suficientes o imposición de penas desproporcionadas, hasta llegar incluso a una
creación legislativa indebida, por ejemplo porque se legisla para proteger un
interés privado o político particular y no por un interés político general. Sin
embargo, no toda instancia de estos abusos del derecho constituyen un caso
de lawfare.
Los fines que distinguen al lawfare y que
deben ser distintos a los que persigue el derecho pueden ser fines enteramente
privados, ideológicos o abiertamente políticos. Pero no toda motivación privada
autointeresada, ideológica o política es todavía suficiente para que un caso
sea de lawfare. Eso sería absurdo. Un ciudadano tiene perfecto
derecho a perseguir un fin privado o autointeresado mediante sus acciones
judiciales. Y los tribunales tienen no sólo el derecho, sino el deber de
perseguir las acciones ilícitas de otros funcionarios públicos o de partidos
políticos, también cuando sean de una ideología distinta a la suya. Nada más
faltaría. Eso complica no sólo la definición del concepto de lawfare,
sino la correcta identificación de los casos concretos. El lawfare consistiría
en un abuso de las acciones legales normalmente permitidas propiciado por unas
motivaciones autointeresadas, ideológicas o políticas consideradas ilegítimas.
Pero ni la noción de legitimidad utilizada aquí ni la correcta calificación en
cada caso concreto resultan sencillas.
Como solemos hacer los juristas, comencemos por ver los casos
claros. Si una organización racista sólo persiguiera judicialmente, como
acusación popular, a personas de raza negra o inmigrantes, estaría
haciendo lawfare. Si la policía persigue desproporcionadamente a
los miembros de una determinada minoría racial o religiosa, está haciendo lawfare.
Si un juez persiguiera judicialmente sólo a personas de un determinado partido,
tendiendo a sobreseer a las personas de otros partidos, es decir, aplicando un
doble rasero y vulnerando a sabiendas el principio de igualdad efectiva ante la
ley, estaría haciendo lawfare. Si se acusa falsamente a
un presidente del gobierno, como por ejemplo a Lula, con el único objetivo de
apartarlo de su carrera política, y para ganar en los tribunales lo que no se
está pudiendo ganar en las urnas, se está haciendo lawfare.
Si un parlamento o un gobierno legislara o dictara normas que tienen como único
objetivo perseguir especialmente a una minoría, o rebajara la protección de los
derechos fundamentales a dicha minoría, como muchos legisladores han hecho en
aplicación del llamado derecho penal del enemigo, o como hizo Estados Unidos
con la Patriot Act en reacción al atentado de las Torres Gemelas del 11-S de
2001, caso que es tratado como fundacional por la escasa doctrina jurídica
existente sobre el fenómeno del lawfare, estaría haciendo
exactamente eso, lawfare.
Pues bien, todos los observadores y analistas tenemos la
impresión de que el lawfare está creciendo en
España. Más aún, tenemos la impresión de que lo está haciendo por parte de
organizaciones civiles, funcionarios y jueces de ideología conservadora, en
persecución de personas con ideas políticas distintas. Aunque algunos jueces,
incluidos algunos magistrados del Supremo, se enervan ante dicha observación,
pues entienden que se está poniendo en tela de juicio su debida imparcialidad e
independencia, son demasiados los casos en los últimos años como para no tener
una clara sospecha de lo que está pasando.
Vale decir que el fenómeno del lawfare parece estar creciendo en
la mayoría de sistemas jurídicos avanzados, así que se trata de un mal
compartido por muchos, si es que eso sirve de algún consuelo. Sucede también, y
es una complejidad adicional, que uno suele ver más claramente el lawfare “ajeno”
que el “propio”. Uno podría pensar que los juicios abiertos a Lula
constituyen lawfare y los de Bolsonaro no, o viceversa. O que
los procesos a los que se enfrenta Trump están justificados mientras que no lo
estarían si fueran dirigidos contra Biden o Harris, o lo contrario. O que la
querella contra el García Ortiz es un caso de lawfare clarísimo
y la presentada contra el juez Peinado no lo es, o viceversa. Y solemos tender
a calificar de lawfare todo aquel proceso abierto contra alguien
con quien compartimos ideología política, grupo social o condición, mientras
nos parece una acción impecable de la justicia cuando se persigue a alguien de
la ideología contraria. Pero, atención, darse cuenta de este sesgo psicológico
no implica el deber de concluir que todos los casos mencionados son lawfare o
no lo es ninguno. Algunos lo son y otros no, y aunque identificarlos
correctamente es siempre difícil y está sometido a sesgos inevitables, nuestro
deber es tratar de hacerlo de la manera más objetiva posible.
Para ir concluyendo, que el caso abierto contra García Ortiz
constituye un caso de lawfare por lo menos en el
inicio, en las querellas presentadas por las acusaciones populares, me parece
bastante claro. Que la admisión a trámite por parte del Supremo también
responda a estas motivaciones es algo que, exactamente igual que la presunción
de inocencia del Fiscal General del Estado, de momento no conocemos
suficientemente y los indicios disponibles poco definitivos nos deben llevar a
suspender juicio y dar un margen de credibilidad. Pero ello no obsta a que nos
preocupemos por el despliegue del lawfare en España, un cáncer
que puede erosionar y acabar destruyendo nuestro estado de derecho y nuestro
sistema judicial. Y que debamos abrir un gran debate público en España sobre
cómo impedir su proliferación, algo que necesariamente pasa por mejorar los casi
inexistentes mecanismos de control sobre las acciones y decisiones de los
jueces.
Tienen razón los magistrados del Supremo que han denunciado
públicamente que atribuir a los jueces de ese y otros tribunales motivaciones
de lawfare,
además de una acusación grave que en caso de ser falsa podría constituir un
delito de calumnia -que, dicho sea de paso, podría también ser cometido por una
motivación simplemente política y constituir un acto de lawfare-,
puede tener efectos lesivos sobre ese bien tan preciado y escaso que es la
confianza ciudadana en el sistema judicial. No tienen razón, en cambio, en
pensar que la solución entonces consiste en no ver o no reconocer lo que está
ocurriendo. El lawfare existe -ha existido siempre, es cierto- y
está creciendo. Y necesitamos la colaboración de todos, comenzando por la de
los propios jueces, para ponerle coto.
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