LA HUELLA DEL HAMBRE
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
El ser humano se
reinventa constantemente. Es un ente creativo ante los desafíos impuestos por
su entorno, manifiesta un carácter competitivo ante los obstáculos, sabe cómo
hacer para resolver problemas y tiene un claro concepto del éxito y el fracaso.
En general, se le podría considerar un ser motivado por la búsqueda de la
felicidad, como se supone deberia ser la ruta de la Humanidad. Pero eso es pura
poesía. En la realidad se ha desviado de ese parámetro ideal hacia un egoísmo
deshumanizante al extremo de ser grotesco.
En un país como
Guatemala, de una riqueza inagotable y bendecido con un clima cuya bondad
permite cultivar alimentos durante el año entero, la mitad de su población
infantil sufre desnutrición crónica. Es decir, un estado de privación alimenticia
que va de una a otra generación, ocasionando un deterioro físico irreversible y
evidente.
Por lo general,
para esa parte de la sociedad acostumbrada a adquirir alimentos –muchas veces
en exceso- en tiendas y supermercados (el segmento catalogado por los
mercadólogos como “C completo” es decir: clase media) las características de la
desnutrición crónica son casi desconocidas. De vez en cuando y quizá por algún
eco noticioso en particular, los medios reproducen declaraciones de expertos
pero estas notas pasan tangencialmente por la mente y se pierden entre una
variedad de temas periodísticos de interés diverso.
Quizá al ciudadano
promedio el tema le aburra un poco por provenir de informes especializados,
muchas veces de la burocracia internacional.
Pero dada la extensión del fenómeno sobre tan importante sector de la
ciudadanía, vale la pena explorar sus causas y efectos para tener una idea,
aunque sea vaga, sobre qué le espera a ese enorme contingente de niñas y niños
guatemaltecos.
Primero es necesario
entender que la desnutrición es una de las consecuencias de la pobreza extrema.
Y dado que un sector importante de la población vive en ese estado, es lógico
que sus hijos, al depender de otros para su subsistencia, sean las primeras
víctimas de la falta de nutrientes en su desarrollo. A esa carencia se asocian
otras, como la falta de higiene y de los cuidados mínimos requeridos por un
neonato o un infante en sus primeros años de vida.
Los efectos de la
falta de nutrientes repercuten en todo el sistema fisiológico de quien vive en
estado de carencia grave. A partir del momento que no recibe suficiente
alimento, su sistema digestivo –como todos los demás de su organismo- comienza
a fallar en sus funciones y el poco alimento que recibe ya no es procesado en
su totalidad, por lo cual a la escasez se suma la incapacidad de aprovechar lo
poco que el menor ingiere.
El cerebro en
formación depende de manera absoluta de un metabolismo funcional y de la
provisión de nutrientes básicos para su desarrollo. Entonces a la pérdida de
masa muscular, a la formación ósea incompleta y a la debilidad del sistema
inmunológico se añade el peligro de perder capacidades neurológicas cuyo
impacto durará todo el resto de la vida.
Aun cuando la
desnutrición crónica ha sido documentada por expertos y certificada por
organismos nacionales e internacionales, todavía hay quienes prefieren creer en
una mala elección de los alimentos por parte de la población más pobre. Con esa
justificación muchas veces se pretende ocultar una de las mayores deudas de la
sociedad y una de las fallas más resonantes de los sectores en el poder. Esos
niños, niñas y adolescentes privados de alimentos en sus primeros años de vida
son la base de la pirámide y, por ende, las primeras víctimas del fracaso
político y social.
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