EL OBISPO SE LLEVA LA
MEZQUITA A CASA
Hasta 1826, el Mihrab de la Mezquita de
Córdoba, uno de los más espléndidos nichos del arte islámico universal, estuvo
cubierto por el retablo de San Pedro. Tuvo que ser un obispo ilustrado, Pedro Antonio de Trevilla, quien ordenara descubrir el
elemento central del oratorio omeya, hoy símbolo mundial del arte andalusí,
oculto durante nada menos que 436 años por un políptico católico. Hasta ese
momento, el Cabildo catedralicio se había esmerado en borrar, lenta pero
tenazmente, las huellas árabes de uno de
los edificios más excepcionales de la arquitectura europea.
Trevilla inauguró una nueva visión del
monumento, más allá de la dimensión estrictamente litúrgica que había impuesto
a marcha martillo sus antecesores en la prelatura a fuerza de desfigurar el
espacio islámico. Tuvo conciencia del valor patrimonial del “primer monumento
hispanomusulmán de Occidente y uno de los más asombrosos del mundo”, según
palabras del laureado arquitecto y erudito académico Fernando Chueca.
Por ahí, Trevilla se distanció de todos
sus predecesores. Era un obispo afrancesado. Un dato a tener en cuenta.
Desnudar el Mihrab del retablo de San Pedro constituyó un acto
simbólico sin precedentes provisto de un profundo significado. Primero, de
respeto al oratorio primitivo que acogió en 1236 a los nuevos conquistadores
católicos. Segundo, de consideración a los valores culturales e históricos que
habitan en todo espacio arquitectónico. Y tercero, de admiración a la belleza
indiscutible de una obra construida por sus adversarios monoteístas.
De alguna manera, el obispo Trevilla
siguió la estela proteccionista dibujada siglos antes por el Ayuntamiento de
Córdoba en aquel episodio ya mítico de su enfrentamiento con el Cabildo
catedralicio cuando el purpurado Alonso Manrique decidió demoler el corazón de
la Mezquita para construir laCatedral católica. El Concejo municipal,
representante de la voluntad ciudadana, se erigió entonces en
defensor del patrimonio cultural común mucho antes de que las leyes acuñaran,
ya a principios del siglo XX, los primeros reglamentos y normativas de
protección del tesoro artístico nacional.
Su función tutelar ha sido una constante
en la historia del monumento. Así sucedió también en aquel otro incidente de
1713 cuando litigó con el Cabildo catedralicio nuevamente a cuenta del
embovedamiento de la Mezquita en su afán por ocultar el espléndido artesonado
árabe y desnaturalizar el monumento omeya.
Desde Trevilla, y ante el progresivo
deterioro del templo, el Estado fue paulatinamente haciéndose con las riendas
de la gestión patrimonial del edificio hasta culminar en su declaración
como Monumento Nacional en 1882. Desde finales del XIX, la labor de
los arquitectos conservadores, adscritos al Ministerio de Gracia y Justicia,
fue determinante para recuperar la autenticidad del oratorio islámico y
eliminar los numerosos pegotes barrocos aplicados arbitrariamente por los
obispos para tapar un arte que, en gran medida, despreciaban.
Entre 1887 y 1918, el arquitecto Ricardo
Velázquez Bosco ejecutó un trabajo restaurador, sistemático y riguroso, que
condujo al desmantelamiento de infinidad de elementos superfluos,
particularmente las bóvedas barrocas y góticas que escondían las techumbres
andalusíes. Félix Hernández continuó magistralmente el proyecto reparador de la
antigua Mezquita omeya.
Hoy, sorprendentemente, el universal
monumento cordobés vuelve a ser víctima de un movimiento pendular regresivo que
pretende descomponer su identidad y secuestrar su sentido histórico, artístico
y cultural. El Obispado quiere llevarse las taquillas de la Mezquita al Palacio
Episcopal para ubicar el colosal edificio dentro del circuito de interpretación
confesional junto con el Museo Diocesano. No se trata de una mera decisión de
eficiencia logística. Sino que forma parte de un calculado plan para borrar
la huella andalusí, falsear su historia y apropiarse de su legado.
Todos los visitantes que quieran conocer
el “primer monumento hispanomusulmán de Occidente”, en palabras del añorado
Chueca, deberán pasar primero por casa del obispo. La gran Mezquita Aljama,
vértice político, religioso y jurídico de la civilización andalusí que asombró
al mundo, se convertirá en una pieza más del relato católico. La decisión se
enmarca en esa extravagante operación de lobotomía patrimonial que comenzó a
finales de los noventa con la eliminación de la Mezquita en todos los folletos,
siguió con la bochornosa adulteración de su narración histórica y concluyó con
su inmatriculación en el registro de la propiedad privada.
Que haya obispos que se empeñen, casi
doscientos años después de Trevilla, en enmascarar la Mezquita de Córdoba y
apropiarse nuevamente de su significado entra dentro de lo posible. Lo
desolador es que lo hagan con impunidad en pleno siglo XXI y ante la pasividad
de la administración autonómica competente, obligada por ley a ejercer su
tutela, vigilancia y conservación.
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