EL OBISPO AMOROSO
DAVID TORRES
Como todas las
religiones, el catolicismo tiene unos dogmas bastante particulares y muy
difíciles de entender para los no iniciados. A mí, por ejemplo, nunca me cupo
en la cabeza el misterio de la Santísima Trinidad hasta que no lo vi repetido
en el lema del lubricante Tres en Uno. Eso de que el Padre fuese a la vez el
Hijo y el Espíritu Santo me sonaba tan raro como el hecho de que Jesucristo
hubiese sido concebido a través de un proceso de inseminación sobrenatural.
Como se preguntó en su día Christopher Hitchens, ¿qué es más fácil de creer?
¿Que todas las leyes biológicas universales fuesen suspendidas momentáneamente
para que pudiese nacer un niño Dios sabe cómo o que una mujer judía mintiese
para ocultar un adulterio? Evidentemente, lo más fácil es pensar que los
traductores al griego se equivocaron al escribir “virgen” donde en el original
hebreo ponía almah, es decir, “joven”.
Con semejante
follón de obstetricia divina que viene arrastrándose desde hace veinte siglos
(con hordas de incrédulos herejes triturados por en medio) es lógico que la
Iglesia considere que las uniones entre personas del mismo sexo van contra la
naturaleza, cuando para ellos la familia modelo está formada por una madre
técnicamente virgen, un cornudo espiritual, un hijo de milagro y un palomo
mensajero. No menos original es un código ético que condena el adulterio y
disculpa la pederastia. Anda que no ha costado décadas, centenares de
escándalos, tormentas periodísticas y toneladas de procesos legales que el
Vaticano reconociera los miles y miles de crímenes cometidos por sacerdotes de
todo el mundo contra niños indefensos, abusos certificados que muchas veces
concluyeron en la locura y el suicidio de las víctimas. Sin ir más lejos,
Spotlight, la película ganadora del Oscar este año, narra el inmenso esfuerzo
de tiempo y de dinero que costó el repugnante encubrimiento de cientos de casos
de pederastia por parte de la todopoderosa Archidiócesis de Boston.
Por eso mismo,
resulta incluso cómica la rapidez y determinación con que el Vaticano ha cesado
en su cargo al obispo de Mallorca, Javier Salinas, por una supuesta relación
amorosa con una mujer casada. En el Evangelio de Mateo, Jesucristo dice
literalmente: “Al que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le
cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y lo
hundan en el fondo del mar”. Un pecado nefando, citado en dos evangelios más en
similares términos, que apenas ha supuesto un tirón de orejas para tantos
curas, obispos y arzobispos y que muchos de ellos incluso han disculpado con
argumentos tan cristianos como que los niños van provocando.
En cambio, ¿qué
hizo el obispo Javier Salinas que ha molestado tanto a la curia y al Papa
Francisco? Montar un grupo de oración unipersonal con una señora ricachona,
intercambiar anillos y provocar un cisma de mojigatería entre la clase alta
mallorquina. Tiene gracia que en Mallorca estén repitiendo la trama central de
La Regenta con más de un siglo de retraso. En su día, el marido, mosqueado por
las ausencias de su esposa, le puso un detective a la pareja y la investigación
concluyó con un informe de ochenta páginas en el que abundaban los encuentros
secretos para rezar juntos en privado, las llamadas telefónicas intempestivas y
el intercambio de alianzas. Sin embargo, en ninguna de las fotos que les
sacaron a escondidas aparece la menor muestra de intimidad erótica entre ambos,
ni un beso, ni un abrazo, ni un roce, ni un pellizco. A lo mejor va a ser por
eso.
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