Eduardo
Sanguinetti
Cuando
ponemos en discusión y analizamos las prácticas de un sistema simulador, vetusto
y conservador en sus fines, los deprimentes denunciantes rentados del sistema
acuden de inmediato a utilizar la palabra “anarquía”, que amedrenta a muchos
intelectuales o periodistas y los lleva a renunciar demasiado rápido al
análisis y la interpretación de lo que, en efecto, se parece a un estado de
caos, demasiado ordenado por el poder, en provecho de sí mismo y sus
componentes.
Es
indispensable dar lugar a esta instancia y redoblar los análisis acerca de esta
apariencia. Debemos utilizar todos los elementos de los que disponemos para que
este simulado “caos” sea lo más inteligible posible e intentar desarticularlo
con argumentos justificables.
El fin
de la “izquierda” legítima dejó un solo campo de acción, en verdad una
coalición de Estados que detentan el poder junto con el Imperio del Norte,
enfrentados a corporaciones anónimas, no estatales, movimientos armados
virtualmente con presunto poder nuclear, que también pueden, sin acciones
devenidas en ataques personales, utilizar técnicas mediático-informáticas,
dibujando la realidad.
No
caben dudas de que los detractores de lo aquí manifestado se remitirán a la
existencia del Derecho Internacional (cuyos fundamentos, en mi opinión, pueden
ser perfeccionados, revisados, y exigen una completa reestructuración, tanto
conceptual como institucional).
Pero
tengamos muy en cuenta que este Derecho Internacional no es respetado en ningún
lugar. En cuanto una parte no lo respeta, las otras dejan de considerarlo
respetable. Estados Unidos e Israel no son las únicas naciones que, desde hace
tiempo, se dan todas las libertades que consideran necesarias con respecto a
las resoluciones de las Naciones Unidas.
Estos
fenómenos ya no tienen como objetivo la conquista o la liberación de un
territorio y la fundación de un Estado-nación. Ya no se trata de ocupar un
territorio, sino de asegurar un poder tecno-económico o un control político que
solo requiere un mínimo de territorio. Si bien el recurso petrolero, por
ejemplo, sigue siendo uno de los raros territorios, uno de los últimos lugares
terrestres no virtualizables, entonces será suficiente, pues, asegurar el
derecho de paso para un oleoducto.
Es
indudable que por el momento toda la potencia tecno-industrial de los países
hegemónicos depende de esos oleoductos y que, por más compleja y
sobredeterminada que sea, la posibilidad de aquello de lo que acabamos de
hablar sigue anclada en esos territorios no reemplazables, no
desterritorializables; los cuales siguen perteneciendo, en derecho y dentro de
la tradición aún sólida del Derecho Internacional, a Estados-naciones
soberanos.
No
olvidemos que el poder dominante es quien logra imponer, y por consiguiente
legitimar, incluso legalizar (pues siempre se trata del derecho), en un
escenario nacional o mundial, la dominación a través de la lengua, la religión
y una cultura armada para la ocasión.
Es así
como, en el transcurso de una larga y atroz historia, los Estados Unidos han
conseguido suscitar un consenso intergubernamental en América del Sur para
llamar oficialmente “terrorismo” a toda resistencia política, incluso cultural,
organizada contra el poder establecido, y por ahí el derecho convocar a una coalición
armada contra el susodicho “terrorismo”.
De ese
modo, los Estados Unidos pueden aún hoy delegar la responsabilidad en los
gobiernos de América del Sur con perfil progresista y accionar neoliberal, y
evitar las acusaciones justificadas de intervencionismo violento, que han
existido con la ayuda incondicional de políticos de la región, aún en vigencia
y en función.
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