viernes, 4 de octubre de 2024

HAMBRUNA Y MATANZA

 

HAMBRUNA Y MATANZA

Fragmento de ‘Sobrevivir al genocidio en Gaza’, el libro de Mahmoud Mushtaha

MAHMOUD MUSHTAHA

Un grupo de hombres gazatíes se afanan por conseguir algo de

comida durante el reparto. / Mahmoud Mushtaha

Después de meses de una guerra implacable, las calles de la Ciudad de Gaza se habían convertido en un paisaje desolado e irreconocible. Caminaba con cautela por los callejones, pasando junto a las ruinas de lo que alguna vez fueron hogares, calculando cada paso, cada movimiento lleno de temor. A veces, me escondía bajo los restos quebrados de una casa, sus paredes rotas me proporcionaban la única apariencia de protección.

Mis zapatos se deshacían y mis pantalones colgaban sueltos alrededor de mi cintura –una señal clara de cómo el hambre comenzaba a consumir mi cuerpo. Pero en esos momentos, ninguno de estos detalles importaba. Lo único que importaba era encontrar comida.

No estaba solo en esta sombría búsqueda. Mi primo Maher caminaba a mi lado, ambos muy conscientes de los drones que constantemente zumbaban sobre nuestras cabezas. Estos no eran solo dispositivos de vigilancia; eran armas, drones controlados a distancia y equipados con cámaras y armas, drones listos para desatar la muerte con solo presionar un botón.

La amenaza constante de ser asesinado se había vuelto tan normal que ya no nos aterrorizaba. De hecho, ante el hambre que nos atormentaba, la muerte parecía casi irrelevante. Recuerdo haberle preguntado a Maher un día: “Si pudieras elegir, ¿qué te gustaría hacer antes de morir?”. Su respuesta estuvo cargada de resignación: “Quisiera morir... pero ni siquiera somos lo suficientemente afortunados para encontrar la muerte”.

El hambre alcanzó su punto álgido a mediados de diciembre, marcando el final del tercer mes de la guerra. Se había ido infiltrando gradualmente en nuestras vidas, comenzando a finales de octubre, un mes después de que Israel cerrara las fronteras aislando a Gaza del mundo exterior. Para entonces, todas las panaderías habían sido bombardeadas mientras los mercados se quedaban lentamente sin alimentos. Para mediados de noviembre, el norte de Gaza se había quedado sin nada, salvo una escasa reserva de harina, que se agotaba rápidamente.

Durante este período, mis familiares y yo deambulábamos por las calles buscando desesperadamente cualquier lugar que pudiera tener harina. El hambre había llevado a la gente de Gaza a saquear cualquier almacén que pudieran encontrar. Algunos podrían etiquetar esto como bárbaro o como robo, pero esos juicios vendrían de personas con los estómagos llenos. Nosotros nos estábamos muriendo de hambre.

No nos quedó más remedio que racionar lo poco que teníamos. En aquellos días, mi familia estaba amontonada en un solo espacio, éramos 39 personas. Basta imaginar la cantidad de pan necesaria para alimentar a tanta gente, incluso solo para el desayuno, no durante días o semanas, sino durante meses. Priorizábamos a los más vulnerables entre nosotros –las mujeres embarazadas, los niños y los ancianos enfermos­. Los jóvenes y los más fuertes, incluyéndome a mí, nos quedábamos sin comida. Teníamos que hacerlo. Simplemente no había suficiente para todos.

Nuestras comidas consistían en los restos que podíamos encontrar en las calles. Comíamos productos enlatados caducados que dejaba el ejército después de sus incursiones, o restos encontrados en las casas bombardeadas. Esos días fueron inolvidables, no solo por el hambre, sino por la indignidad. Me encontré deseando la muerte más veces de las que me gustaría recordar. Nos habían reducido a algo menos que humanos –sin comida, sin agua, sin seguridad y, lo peor de todo, sin dignidad–.

En Gaza siempre habíamos sido ingeniosos, siempre buscábamos alternativas. Cuando cortaban la electricidad, encontrábamos formas de aprovechar la energía solar. Pero, ¿qué alternativa podría haber para la comida?

La respuesta fue el alimento para animales. En nuestra desesperación, comenzamos a molerlo y a comerlo. Esto es algo que no desearía ni a mi peor enemigo. Aunque estaba destinado a los animales, era escaso y caro. La textura era áspera, seca y casi imposible de tragar. Se quedaba atascado en la garganta, y tenías que disolverlo en agua para poder tragarlo.

La noche del 28 de febrero, una noche tan oscura que el gruñido de los estómagos vacíos ahogaba incluso los sonidos de los bombardeos israelíes, escuchamos que algunos camiones de ayuda venían del sur al norte por la calle Al-Rashid, pasando por un puesto de control israelí.

No exagero cuando digo que todos en el norte de Gaza fuimos a la calle Al-Rashid esa noche para esperar la ayuda. Después de meses sin comer, era natural que la gente se agolpara en la calle, esperando conseguir algo con lo que alimentarse. Pero conseguir comida significaba arriesgar tu vida –una bolsa de harina a cambio de tu vida–.

Esa noche fue como la escena de una película de acción, solo que las películas de acción no captan el horror de todo aquello. Yo estaba allí con mis amigos y familiares, decenas de miles de nosotros esperando juntos. El plan era simple: venían catorce camiones de harina, y teníamos que luchar por una bolsa de harina. ¡Catorce camiones para casi medio millón de personas hambrientas en el norte!

Llegamos a las nueve de la noche. El primer camión entró alrededor de las cuatro de la mañana. Mientras esperábamos helados en esas agonizantes horas de la noche, nuestra conversación naturalmente se dirigió a lo que haríamos si lográbamos conseguir un poco de harina. A pesar de las circunstancias desesperadas, hablar de comida proporcionaba un breve y amargo escape. Uno mencionó que haría dulces, otro soñaba con hornear un pastel, y alguien más soltó una idea diferente.

Tan pronto como entró el primer camión, el caos estalló. La gente corrió hacia él, desesperada por obtener su parte, pero el ejército israelí abrió fuego sobre la marabunta –sobre todos los que había en la calle–. Dispararon desde tanques, soldados, barcos y drones. Más de 115 personas murieron y varios miles resultaron heridas.

De repente, en la oscuridad, vi los colores de las balas surcando el cielo y escuché los gritos de la gente mientras corrían, sangrando, suplicando a alguien que los salvara. Todos intentaban escapar de la masacre. Me giré para correr y encontré un cuerpo frente a mí –accidentalmente lo pisé–. Hasta el día de hoy, no sé cómo logré hacer eso, pero en ese momento, lo único que importaba era sobrevivir. La muerte estaba por todas partes a mi alrededor.

Diez días después de esta matanza, dejé el norte para ir al sur, preparándome para salir de Gaza.

Sí, el peor castigo es el hambre, especialmente cuando te despoja de tu dignidad. Incluso ahora, siento un profundo pesimismo y no soporto ver comida desperdiciada o ver que alguien la tira a la basura, sabiendo que hay gente que murió por intentar conseguirla. Hasta el día de hoy, no puedo estar en una cola sin sentir una oleada de ira y desesperación, recordando los días en Gaza –esperando en fila para un trozo de pan o un vaso de agua–. No hay nada más humillante que verse obligado a aceptar esta degradación para sobrevivir.

La guerra pudo haber atacado nuestras casas, nuestras familias y nuestra tierra, pero el hambre apuntó directamente a nuestra dignidad, y también a nuestra voluntad de vivir.

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