PRIMERO DE ENERO, UN DÍA MÁS
Compra la gallina a primera hora en la mañana, las verduras con las
que acompañará el plato y las frutas para el ponche, Catalina quiere hacer
tamales, pero es mucho trajín para ella sola y con lo cansada que sale del
trabajo apenas tiene energía para la limpieza del apartamento en donde vive con
sus dos hijos. Juan, de 12 y Guadalupe, de tres.
Pero esta vez le toca llevar a lavar la ropa a la lavandería, en el
edificio en donde viven no hay lavadoras, se atrasará en la preparación de la
cena de fin de año.
Catalina emigró a Estados Unidos desde Totonicapán, Guatemala. De uno de sus pueblos adentrados en las montañas, la primera vez que usó caites tenía 13 años. Los zapatos los conoció hasta que llegó a Estados Unidos.
Es la sexta de trece hermanos, su padre todos los días al salir del trabajo
de recolector de café se iba a la cantina del pueblo a pedir fiado, para cuando
llegaba el día de pago ya tenía todo el sueldo comprometido. Anegado en alcohol
llegaba a la casa a golpear a su esposa y a sus hijos.
Sus hermanos se fueron yendo uno por uno sin avisar, no soportaron tanto
maltrato ni tanta pobreza. Ninguno terminó tercero primaria, porque por la edad
ya eran buena mano para ayudar en el corte de café a su papá.
El día que le llegó el turno a ella agarró todo lo que tenía de ropa: dos
cortes y dos huipiles, los metió en una bolsa plástica fue a hacer la masa y
dejó la palangana en la entrada de la cocina, se fue sin despedirse.
A los 14 años ya había trabajado en el jornal en la mayoría de las fincas
de la región, recogiendo café y verduras. Esta vez se fue a trabajar de
empleada doméstica al centro de Totonicapán, donde la trataron peor que en las
fincas.
Perteneciente a la etnia quiché no hablaba español. Sólo tenía
permiso para salir 4 horas el domingo, de comida en los tres tiempos tortillas
con frijoles, sin derecho a comer de lo que comían sus empleadores.
Se levantaba a las 3 de la mañana a limpiar y a preparar el
desayuno y se acostaba a las 11 de la noche, si el patrón no tomaba con sus
amigos, de lo contrario hasta que terminara que con regularidad era en la
madrugada.
Dormía sobre un colchón que usaban los
perros para dormir, en un cuarto que utilizaban como bodega. Los patrones se
bañaban con agua tibia, en el baño donde se bañaba ella sólo había agua fría.
El día que el patrón le pegó con la hebilla del cincho porque se le quemaron
las tortillas que cocía con manteca de coche para la cena de los perros, agarró
sus dos mudas de ropa y se fue a vivir con Juan, un joven de 18 años que vendía
escobas y trapeadores de casa en casa, originario de San Marcos, alquilaba un
cuarto en una pensión.
Lo conoció en las afueras de la iglesia
a la que iba a misa todos los domingos, llevaba meses cortejándola. Al mes
resultó embarazada de su primer hijo, Juanito.
El día de su nacimiento Juan estaba perdido de borracho en la cantina, ya la
había golpeado en repetidas ocasiones, cuando Juanito cumplió seis meses la
golpeó tan fuerte que fue a parar al centro de salud y no quiso denunciarlo,
Catalina agarró a su hijo se lo fue a dejar a una de sus hermanas y llamó a sus
familiares en Estados Unidos para que le prestaran dinero para irse al norte.
A los 15 días ya estaba atravesando
territorio mexicano en las oscuranas de un furgón lleno de migrantes
indocumentados, llegó al país del sueño americano recién cumplidos los 17 años.
Con 3 trabajos y rentando un espacio donde ponía su cama solamente en una casa
de familiares, logró pagar la deuda y comenzó a ahorrar para mandar a traer a
Juanito, Catalina en esos años hacía una comida al día nada más, no le quedaba
tiempo ni para comer.
Limpiaba casas en la mañana, en la tarde lavaba platos en un
restaurante y en la noche limpiaba oficinas. Días dormía y otros apenas pegaba
el ojo unas horas. En el restaurante conoció a Shuba, un indígena de origen
zapoteco originario de Juchitán, Oaxaca, separado y con tres hijos en su país.
Se fueron a vivir juntos rentando una habitación en el sótano de una casa,
esta vez Catalina no se embarazó tan rápido porque su prioridad era mandar a
traer a su hijo.
Finalmente, después de diez años ahorrando logró que Juanito estuviera
con ella, le tocó pagar el doble para que lo pasaran por la línea, entre Sonora
y Arizona y no peligrara nadando ríos ni atravesando desiertos. En total pagó
quince mil dólares.
Ese día fue tan feliz, tener entre sus brazos a un hijo que no la conocía
más que por llamadas telefónicas. Ese mismo año se embarazó de Guadalupe, le
pusieron así por la virgen de Guadalupe.
A Lupe le tocó ir a dejarla a los dos meses a la guardería para poder
trabajar. Con dos trabajos, limpiando casas en la mañana y en la
tarde lavando platos en un restaurante, mientras Shuba consiguió trabajo de
panadero en una panadería polaca y también tenía un trabajo de medio tiempo de
chofer para un matrimonio anglosajón de la tercera edad.
Para los primeros días de la pandemia, los señores para los que trabajaba
Shuba enfermaron de coronavirus, ambos fallecieron en el hospital, para esas
mismas fechas enfermó Shuba que falleció encerrado en su dormitorio, asustados
por las cuentas de hospital que se veía en las noticias que eran millonarias y por
el miedo a la deportación no quiso ir al hospital, hizo la cuarentena en su
habitación.
Catalina tardó un año en juntar el dinero para cremarlo y enviar sus
cenizas a sus familiares en Oaxaca, la ayudaron con donaciones varios miembros
de la iglesia y conocidos del trabajo. No pudieron enviar el cuerpo porque por
cuestiones de seguridad nacional todo aquel que moría por el virus tenía que
ser cremado.
Desde la muerte de Shuba, Catalina trabaja de noche en un rastro, limpiando
la sangre. Usa un uniforme parecido al de los astronautas y unos guantes
gruesos que pesan una libra cada uno, las botas tres libras cada una. Usa la
mascarilla y encima un casco que apenas le permite respirar.
Entra a las seis de la tarde y sale a las seis de la mañana, no toma
agua después de las cuatro de la tarde para no tener que ir al baño y quitarse
el uniforme, porque sólo les dan diez minutos en el trabajo y ese tiempo no es
suficiente, si se tardan más les descuentan ese tiempo del pago.
La manguera que usa es como la de los bomberos con una presión de agua que
sino está bien parada vuela por los aires.
El olor de la sangre ya está impregnado en su ropa y en su piel que, aunque
la lave con detergente del más fuerte o se bañe varias veces no se le quita.
Deja a sus hijos durmiendo en el apartamento y le paga a la hija de una
vecina para que duerma con ellos en lo que ella llega en la mañana.
Es 31 de diciembre, Catalina prepara la gallina, hace el ponche y les
da de cenar a sus hijos, se va al trabajo. Una jornada laboral como cualquier
otra, con compañeros de trabajo la mayoría indocumentados, mexicanos y
centroamericanos que son los que cortan la carne y limpian la sangre, con jefes
europeos y negros que sólo revisan y anotan en un papel.
Se abren las puertas y Catalina sale a la alborada fría del invierno
estadounidense, a un nuevo amanecer, es primero de enero, un día más.
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