sábado, 8 de enero de 2022

UNA VACUNA PARA EL DISCURSO DE ODIO

 

UNA VACUNA PARA EL DISCURSO DE ODIO

El mejor antídoto contra el odio es el rechazo social. Solo con el esfuerzo conjunto de explicar y de escuchar podremos combatir esta lacra que legitima la discriminación contra las personas LGTBI

FRANCISCO PEÑA DÍAZ

Carroza en favor de la ley tras en el Orgullo de Buenos Aires

A lo largo de este 2021 que ya se acerca a su fin, la violencia y la discriminación contra el colectivo LGTBI han estado más presentes en el debate público que en mucho tiempo. Sin duda, una de las cuestiones que más ha atraído la atención de medios, activistas y partidos políticos han sido los discursos de odio. Esta atención ha estado, por lo general, muy centrada en un solo aspecto de los discursos de odio: su represión. Sin embargo, ¿no sería más adecuado trabajar para evitar que se produzcan, en lugar de destinar todos nuestros esfuerzos a exigir su castigo? Esta pregunta, que me he hecho a mí mismo muchas veces en el último año, está en el origen de este artículo.

 

Pero antes, si pretendemos formular una respuesta que vaya más allá del castigo, es necesario dar con una definición del discurso de odio distinta de la que contiene el Código Penal. Instituciones internacionales como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos o la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia han tratado de esbozar otros conceptos. En resumen, podríamos entender como discurso de odio toda forma de comunicación que ataque o utilice un lenguaje peyorativo o discriminatorio contra una persona o grupo basándose en una serie de características protegidas, como el sexo, la orientación sexual, la identidad de género, el origen o la discapacidad. Entre esas “formas de comunicación” podríamos incluir, junto a otras, la humillación, el menosprecio, el acoso, la difusión de estereotipos negativos o bulos, las amenazas…

 

En definitiva, el discurso de odio englobaría una gran cantidad de conductas dirigidas a reforzar la dominación sobre personas que han sido históricamente estigmatizadas y discriminadas. Se trata de un abanico tan amplio que supera los límites razonables del Código Penal, pues rige el principio de intervención mínima: el Estado debe castigar únicamente las conductas más peligrosas y lesivas. Por tanto, aunque yo utilice una definición tan amplia, no busco que todas las expresiones que incluye sean castigadas. Todo lo contrario. Es más, mi intención es que planteemos respuestas al discurso de odio que no impliquen recurrir a la maquinaria sancionadora del Estado. Y ello porque el enfoque esencialmente punitivo que se ha seguido hasta ahora no está dando resultado.

Por supuesto, hay discursos de odio que sí merecen ser castigados como delito, y así lo han entendido las principales instituciones internacionales defensoras de los derechos humanos. Sin embargo, es necesario tener en cuenta ciertos límites a la respuesta punitiva a este fenómeno para que sea compatible con los derechos humanos. En primer lugar, y como ya he mencionado, el Derecho penal debe reservarse para las conductas más graves. No cualquier discurso de odio puede ser castigado como delito (o, saliendo del ámbito penal, como infracción administrativa). En segundo lugar, debe tenerse en cuenta el contexto que rodea al discurso de odio, incluyendo su potencial difusión, la audiencia a la que va dirigido o las características del emisor. Un mensaje en un grupo familiar de Whatsapp que rece “fuera maricas de nuestros barrios” es repugnante, pero no es delictivo. Si esa misma consigna la grita un grupo de varias decenas de personas en pleno barrio de Chueca un domingo por la tarde, la conclusión podría ser diferente.

 

Finalmente, y en tercer lugar, el castigo debe ser proporcional. Tanto las penas de prisión que prevé el Código Penal como las elevadísimas multas incluidas en algunas leyes que sancionan los discursos de odio generan dudas en este sentido, hasta el punto de que, en la práctica, las hacen inaplicables. Si el castigo para cualquier discurso de odio es desproporcionado, pocos discursos de odio recibirán una respuesta punitiva (lo que, probablemente, incluye algunos que la merecerían). Si obviamos la necesidad de confrontar los discursos de odio también desde otros enfoques, estaremos renunciando a acabar con ellos. A la vez, estaremos contribuyendo a la pérdida de confianza en la justicia, y, especialmente, entre los grupos a los que se pretende proteger, que ven cómo quienes generan un clima de hostilidad y violencia contra ellos actúan impunemente. (aunque, por supuesto, en esto influyan otros factores, como la ignorancia sobre cuestiones de  diversidad sexual y de género en parte de la judicatura, que se resiste a admitir que “maricón” es un insulto homófobo, por ejemplo).

De modo que es necesario poner la vista más allá del castigo y explorar otras respuestas al discurso de odio que se centren en su prevención. Aunque parece claro que algunos discursos especialmente peligrosos (por incitar a la violencia contra grupos vulnerables), o, incluso, algunos menos graves conlleven algún tipo de pena o sanción (proporcional), creo que la prioridad de los poderes públicos debe ser evitar que los discursos de odio se produzcan, se difundan y, sobre todo, se legitimen como un elemento más del debate público.

 

Una idea que se ha repetido mucho durante los últimos meses es que los discursos de odio son la antesala de los delitos de odio. No obstante, creo que no podemos perder de vista otro efecto pernicioso de estos discursos: coartan la libertad de expresión de los grupos a los que atacan. Tenemos ejemplos tan recientes como sangrantes. La oleada de transfobia que lleva ya años desatada en medios y redes sociales de España, y de la que se ha hecho eco incluso el Consejo de Europa, ha empujado a muchas personas trans a mantener un perfil bajo o, incluso, abandonar espacios como Twitter para protegerse. También, las conocidas “zonas libres de LGTBI” de Polonia, que fuerzan a las personas LGTBI al ostracismo y la invisibilidad.

Por encima de todo, el discurso de odio busca silenciar a los grupos discriminados para reforzar el dominio sobre ellos. Por tanto, el primer paso para enfrentarlo es promover y reforzar la libertad de expresión de las personas que son señaladas. Es decir, deben desarrollarse políticas públicas encaminadas a generar las condiciones propicias para que estos grupos puedan expresarse libremente y de forma segura. Se trata de darles el altavoz y la visibilidad necesarios para rebatir las mentiras que se difunden sobre ellos, mostrar sus realidades y presentar sus reivindicaciones. Por ejemplo, garantizándoles espacios en los medios de comunicación públicos (programas, especiales, etc.), como ya se hace en varias emisoras de radio estatales y autonómicas.

 

Todo el corpus normativo de la educación debe incluir entre sus pilares la lucha contra los discursos de odio

 

Otro punto esencial es, por supuesto, incidir de forma específica en la educación, en la formación de la ciudadanía del futuro. Leyes, reglamentos, protocolos… todo el corpus normativo de la educación debe incluir entre sus pilares la lucha contra los discursos de odio. No es casualidad que las fuerzas reaccionarias, tanto en España como en el resto del mundo, ataquen con fiereza la educación en la diversidad. Medidas como el pin parental propuesto por VOX o las leyes de censura anti-LGTBI aprobadas en Rusia, Hungría o algunos estados de Estados Unidos pretenden impedir que las nuevas generaciones destierren los prejuicios de las anteriores. Además, la educación en diversidad es esencial no sólo para prevenir los discursos de odio, sino para atajar el tan extendido acoso escolar a menores LGTBI.

 

De acuerdo con lo que recomiendan organizaciones de la sociedad civil como Article 19, otro punto en el que se debe trabajar es la autorregulación, especialmente de partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación o federaciones deportivas. Los códigos de conducta de estas organizaciones deben incluir un compromiso real y eficaz de combatir los discursos de odio que se produzcan en su seno. Más compleja está demostrando ser la regulación de contenidos por parte de las grandes redes sociales, como Twitter o Facebook. Aunque parece claro que deben regir unas normas de convivencia en el uso de estas redes, y que su incumplimiento pueda acarrear la suspensión de la cuenta, ceder todo el poder de decisión a estas gigantescas compañías no acaba de ser una buena solución. Especialmente, cuando son el vehículo utilizado por miles de millones de personas para ejercer su derecho a la libertad de expresión.

 

No obstante, todas estas medidas deben ir acompañadas de la mejor respuesta ante los discursos de odio: el rechazo social. Afortunadamente, tenemos ejemplos recientes en los que la mayoría de la población ha manifestado su repulsa ante la LGTBIfobia. Así ocurrió con la manifestación neonazi que discurrió por las calles de Chueca al grito de “fuera maricas de nuestros barrios”. Sin embargo, no siempre es así. Con más frecuencia de la que debería, la LGTBIfobia prácticamente solo tiene una respuesta contundente desde el propio colectivo LGTBI. Por ejemplo, cuando tantas personas salieron en defensa de una conocida feminista que había acusado reiteradamente al activismo LGTBI de promover la pedofilia, como si su trayectoria le concediera carta blanca para difundir tan repugnantes ideas.

 

Como explica Lucía Lijtmaer en su recomendable Ofendiditos: sobre la criminalización de la protesta, en los últimos años se han popularizado términos que buscan ridiculizar y deslegitimar la protesta. Si criticamos las palabras de un cargo público por explotar la ignorancia, el rechazo o el miedo latentes contra las personas LGTBI, no somos “ofendiditos”, sino una ciudadanía que ejerce su prerrogativa de controlar a quienes ocupan el poder. Tampoco existe la llamada “cultura de la cancelación”, sino un derecho a expresar libremente el desacuerdo, también con quienes se creen inmunes ante la crítica por pertenecer a la élite cultural o económica. 

 

En definitiva, la respuesta a los discursos de odio debe partir de una intención genuina de escuchar a sus víctimas. La mayoría de los discursos LGTBIfóbicos no adoptan la forma de una manifestación neonazi que grita “fuera maricas de nuestros barrios”. Al contrario. Con frecuencia, aparecen disfrazados, camuflados bajo objetivos legítimos como la protección a la infancia, la protección a las familias o la lucha contra la violencia que sufren las mujeres. Por eso es esencial escuchar a quienes señalan y señalamos la instrumentalización de esas y otras causas para difundir odio. Solo con ese esfuerzo conjunto de explicar y de escuchar podremos combatir esta lacra que legitima y perpetúa la discriminación contra las personas LGTBI. No hay mejor vacuna para los discursos de odio que la condena social.

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