LA BANALIDAD DE LA
MENTIRA
El expresidente estadounidense Donald Trump habla en
la Cumbre Nacional del Consejo Israelí-Estadounidense (IAC) celebrada en el
Washington Hilton en Washington, D.C. Foto: Michael Brochstein/ZUMA Press
Wire/dpa
"Cuando
un pueblo no puede distinguir ya entre la verdad y la mentira, tampoco puede
distinguir entre el bien y el mal", dejó escrito Hannah Arendt
en "La banalidad del mal". En este mundo nuestro de
inspiración judeocristiana, donde la mentira es considerada pecado mortal, la
clase política –y gran parte de la periodística- parece que comen aparte. La
mentira está haciendo imparable el avance de la ultraderecha en Europa y
crucemos los dedos para que el mes que viene no suceda lo mismo en Estados
Unidos.
El campeón por estos pagos del bulo y el fake se llama Alberto Núñez Feijóo. La competencia que tiene es dura, pero la destreza con la que se desenvuelve el todavía líder de la oposición lo hace imbatible. Esa impasibilidad con la que suelta las mayores burradas, esa habilidad con la que ni se inmuta en las entrevistas cuando le demuestran que habla sin documentarse y hasta se contradice, deja a la altura del betún hasta al mismísimo Aznar, y mira que este situó alto el listón cuando aseguró que Irak poseía armas de destrucción masiva o cuando llamó a los directores de los periódicos para asegurarles que había sido ETA la responsable de los atentados de Atocha. Para justificarse se amparan en teletipos, en torticeros titulares de prensa adicta o sencillamente se lo inventan. Esparcen basura insultando la inteligencia de quienes les votamos olvidando que son nuestros empleados y que su obligación es respetarnos, mejorar nuestras vidas y rendirnos cuentas.
Estos
días se suele escuchar con frecuencia, a propósito del espantoso conflicto en
Oriente Medio, que la primera víctima de una guerra es la verdad. Parece que no
solo en las guerras es así. Cuca Gamarra, Bendodo, Semper,
Abascal o Pepa Millán, además de convertir cada semana el Congreso de los
Diputados en una jaula de grillos, se han instalado en la mentira y el insulto
como forma de vida sin preocuparse apenas por actuar con sentido de Estado,
elaborar propuestas y contribuir a mejorar la vida de los ciudadanos, que es el
trabajo por el que les pagamos.
En
su escalada de desatinos, las derechas han dado un paso más hace algún tiempo
ya: empotrar entre los periodistas acreditados en el Congreso a auténticos
profesionales de la provocación que suelen campar a sus anchas por los pasillos
y ruedas de prensa. Presuntos informadores que profanan el oficio de sus
compañeros utilizando los bulos y las mentiras como argumentos para formular
preguntas hostiles a los políticos de izquierda. Incluso para acosarlos, como
en el caso de José Luis Ábalos, quien estos días ha vuelto a pedir
amparo a la presidenta Francina Armengol por la "violencia,
falta de escrúpulos y señalamientos" de los que afirma ser víctima por
parte de personajes como Vito Quiles o Bertrand Ndongo. He aquí
una comprometida china en el zapato ¿Quién le pone el cascabel a ese gato? ¿Se
les quita la acreditación? ¿Es eso democrático?
Uno
de los talones de Aquiles de la democracia es que en ella caben también quienes
aspiran a cargársela, ya sea desde los partidos políticos o desde los medios de
comunicación. Nadie parece conocer la manera de frenar el avance de los
intolerantes, como lo demuestra el alarmante crecimiento de la ultraderecha en
toda Europa. En nombre de la libertad, ¿tenemos que admitir la posibilidad de
perderla? ¿tenemos que ser tolerantes con los intolerantes? ¿tenemos que
aceptar que los políticos mientan sin parar y haya periodistas que mancillen
nuestro oficio haciendo uso de esas mentiras para ayudar a crecer el fascismo?
"Mentir
constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino
garantizar que ya nadie crea en nada",
afirmaba también Arendt, y eso es lo que nos está pasando. El ciudadano
escéptico y desmotivado es una bomba de relojería porque llega un momento en
que deja de cuestionar a los sátrapas. Vemos a diario cómo estos van ganando
terreno sin que nadie parezca decidido a salir de ese estado de perplejidad que
permite el avance de personajes como Donald Trump, indiscutible experto
en el arte de la mentira, el insulto y el desafuero.
Al
final tendrá la razón el amoral y desprejuiciado Roger Ailes: "Hay
que darle a la gente lo que quiere, aunque no sepa lo que quiere; la gente no
quiere estar informada, quiere sentirse informada; les ofreceremos una visión
del mundo como ellos quieren que sea", proclamaba quien fuera director de
la derechista cadena de televisión estadounidense Fox News. Que
tanto progreso y tanto avance tecnológico hayan desembocado en el distópico
momento que estamos viviendo resulta francamente descorazonador.
Acaben
como acaben conflictos como el de Oriente Medio o Ucrania, sabemos que ganarán
las fábricas de armas y las compañías petrolíferas pero también la mentira,
porque cuando somos incapaces de distinguirla de la verdad, eso acaba
privándonos del poder de pensar y juzgar. Y con una ciudadanía escéptica y
desmotivada, el poder puede acabar haciendo lo que quiera.
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