HAMBRUNA Y MATANZA
Fragmento de
‘Sobrevivir al genocidio en Gaza’, el libro de Mahmoud Mushtaha
Un grupo de hombres gazatíes se
afanan por conseguir algo de
comida durante el reparto. / Mahmoud Mushtaha
Después
de meses de una guerra implacable, las calles de la Ciudad de Gaza se habían
convertido en un paisaje desolado e irreconocible. Caminaba con cautela por los
callejones, pasando junto a las ruinas de lo que alguna vez fueron hogares,
calculando cada paso, cada movimiento lleno de temor. A veces, me escondía
bajo los restos quebrados de una casa, sus paredes rotas me proporcionaban la
única apariencia de protección.
Mis
zapatos se deshacían y mis pantalones colgaban sueltos alrededor de mi cintura
–una señal clara de cómo el hambre comenzaba a consumir mi cuerpo–. Pero en esos momentos, ninguno de
estos detalles importaba. Lo único que importaba era encontrar comida.
No estaba solo en esta sombría búsqueda. Mi primo Maher caminaba a mi lado, ambos muy conscientes de los drones que constantemente zumbaban sobre nuestras cabezas. Estos no eran solo dispositivos de vigilancia; eran armas, drones controlados a distancia y equipados con cámaras y armas, drones listos para desatar la muerte con solo presionar un botón.
La
amenaza constante de ser asesinado se había vuelto tan normal que ya no nos
aterrorizaba. De hecho, ante el hambre que nos atormentaba, la muerte parecía
casi irrelevante. Recuerdo haberle preguntado a Maher un día: “Si pudieras
elegir, ¿qué te gustaría hacer antes de morir?”. Su respuesta estuvo cargada
de resignación: “Quisiera morir... pero ni siquiera somos lo suficientemente
afortunados para encontrar la muerte”.
El
hambre alcanzó su punto álgido a mediados de diciembre, marcando el final del
tercer mes de la guerra. Se había ido infiltrando gradualmente en nuestras
vidas, comenzando a finales de octubre, un mes después de que Israel cerrara
las fronteras aislando a Gaza del mundo exterior. Para entonces, todas las
panaderías habían sido bombardeadas mientras los mercados se quedaban
lentamente sin alimentos. Para mediados de noviembre, el norte de Gaza se
había quedado sin nada, salvo una escasa reserva de harina, que se agotaba
rápidamente.
Durante
este período, mis familiares y yo deambulábamos por las calles buscando
desesperadamente cualquier lugar que pudiera tener harina. El hambre había
llevado a la gente de Gaza a saquear cualquier almacén que pudieran encontrar.
Algunos podrían etiquetar esto como bárbaro o como robo, pero esos juicios
vendrían de personas con los estómagos llenos. Nosotros nos estábamos
muriendo de hambre.
No
nos quedó más remedio que racionar lo poco que teníamos. En aquellos días,
mi familia estaba amontonada en un solo espacio, éramos 39 personas. Basta
imaginar la cantidad de pan necesaria para alimentar a tanta gente, incluso
solo para el desayuno, no durante días o semanas, sino durante meses.
Priorizábamos a los más vulnerables entre nosotros –las mujeres embarazadas,
los niños y los ancianos enfermos–. Los jóvenes y los más fuertes, incluyéndome a
mí, nos quedábamos sin comida. Teníamos que hacerlo. Simplemente no había
suficiente para todos.
Nuestras
comidas consistían en los restos que podíamos encontrar en las calles.
Comíamos productos enlatados caducados que dejaba el ejército después de sus
incursiones, o restos encontrados en las casas bombardeadas. Esos días fueron
inolvidables, no solo por el hambre, sino por la indignidad. Me encontré
deseando la muerte más veces de las que me gustaría recordar. Nos habían
reducido a algo menos que humanos –sin comida, sin agua, sin seguridad y, lo
peor de todo, sin dignidad–.
En
Gaza siempre habíamos sido ingeniosos, siempre buscábamos alternativas.
Cuando cortaban la electricidad, encontrábamos formas de aprovechar la
energía solar. Pero, ¿qué alternativa podría haber para la comida?
La
respuesta fue el alimento para animales. En nuestra desesperación, comenzamos
a molerlo y a comerlo. Esto es algo que no desearía ni a mi peor enemigo.
Aunque estaba destinado a los animales, era escaso y caro. La textura era
áspera, seca y casi imposible de tragar. Se quedaba atascado en la garganta, y
tenías que disolverlo en agua para poder tragarlo.
La
noche del 28 de febrero, una noche tan oscura que el gruñido de los estómagos
vacíos ahogaba incluso los sonidos de los bombardeos israelíes, escuchamos
que algunos camiones de ayuda venían del sur al norte por la calle Al-Rashid,
pasando por un puesto de control israelí.
No
exagero cuando digo que todos en el norte de Gaza fuimos a la calle Al-Rashid
esa noche para esperar la ayuda. Después de meses sin comer, era natural que
la gente se agolpara en la calle, esperando conseguir algo con lo que
alimentarse. Pero conseguir comida significaba arriesgar tu vida –una bolsa de
harina a cambio de tu vida–.
Esa
noche fue como la escena de una película de acción, solo que las películas
de acción no captan el horror de todo aquello. Yo estaba allí con mis amigos
y familiares, decenas de miles de nosotros esperando juntos. El plan era
simple: venían catorce camiones de harina, y teníamos que luchar por una
bolsa de harina. ¡Catorce camiones para casi medio millón de personas
hambrientas en el norte!
Llegamos
a las nueve de la noche. El primer camión entró alrededor de las cuatro de la
mañana. Mientras esperábamos helados en esas agonizantes horas de la noche,
nuestra conversación naturalmente se dirigió a lo que haríamos si
lográbamos conseguir un poco de harina. A pesar de las circunstancias
desesperadas, hablar de comida proporcionaba un breve y amargo escape. Uno
mencionó que haría dulces, otro soñaba con hornear un pastel, y alguien más
soltó una idea diferente.
Tan
pronto como entró el primer camión, el caos estalló. La gente corrió hacia
él, desesperada por obtener su parte, pero el ejército israelí abrió fuego
sobre la marabunta –sobre todos los que había en la calle–. Dispararon desde
tanques, soldados, barcos y drones. Más de 115 personas murieron y varios
miles resultaron heridas.
De
repente, en la oscuridad, vi los colores de las balas surcando el cielo y
escuché los gritos de la gente mientras corrían, sangrando, suplicando a
alguien que los salvara. Todos intentaban escapar de la masacre. Me giré para
correr y encontré un cuerpo frente a mí –accidentalmente lo pisé–. Hasta el
día de hoy, no sé cómo logré hacer eso, pero en ese momento, lo único que
importaba era sobrevivir. La muerte estaba por todas partes a mi alrededor.
Diez
días después de esta matanza, dejé el norte para ir al sur, preparándome
para salir de Gaza.
Sí,
el peor castigo es el hambre, especialmente cuando te despoja de tu dignidad.
Incluso ahora, siento un profundo pesimismo y no soporto ver comida
desperdiciada o ver que alguien la tira a la basura, sabiendo que hay gente que
murió por intentar conseguirla. Hasta el día de hoy, no puedo estar en una
cola sin sentir una oleada de ira y desesperación, recordando los días en
Gaza –esperando en fila para un trozo de pan o un vaso de agua–. No hay nada
más humillante que verse obligado a aceptar esta degradación para sobrevivir.
La
guerra pudo haber atacado nuestras casas, nuestras familias y nuestra tierra,
pero el hambre apuntó directamente a nuestra dignidad, y también a nuestra
voluntad de vivir.
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al genocidio en Gaza, de Mahmoud Mushtaha.
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