HEREJE DEL SIGLO XXI
DANIEL ESPINOSA
Ha comenzado el
circo judicial contra el creador de WikiLeaks, allá en la lejana y ultramarina
provincia estadounidense de Gran Bretaña, específicamente en la ciudad que los
romanos llamaron alguna vez Londinium. Si queremos ser aún más específicos, en
las mazmorras de “Su Majestad” de Belmarsh y bajo la cálida luz de algunas
antorchas.
Julian Assange, el
perseguido político más importante de nuestros tiempos, ya se encuentra de cara
al poder que lo quiere silenciar, que probablemente ya lo habría ejecutado de
manera remota y sumaria si el costo para su alicaída imagen no fuera tan alto.
Sin duda, los detractores de WikiLeaks en The New York Times encontrarían la
forma de seguirle llamando “democracia” a la nación responsable de esa
hipotética atrocidad (lo hacen de rutina).
El australiano
–nacido en 1971 y padre de cuatro niños– fundó WikiLeaks en 2006 y desde ahí
reveló verdades fundamentales para quienes valoran la democracia y el derecho
ciudadano a conocer lo que el representante político hace con el poder; poder
que esa misma ciudadanía le otorgó y que no le pertenece excepto sobre el
cadáver de la democracia.
Todo lo que la
prensa corporativa viene diciendo desde hace años sobre el carácter de Assange
será registrado por la historia solamente como pie de página. Ahí abajo quedará
escrito que las banalidades y subterfugios que propagaron los medios están más
relacionados con sus propios sesgos –y compromiso con el poder– que con
cualquier registro veraz de la obra del australiano y de WikiLeaks. También
dirá que desviaron la atención del público del asunto fundamental: la libertad
de expresión e información.
Exilio con acoso
La información de
lo que sucedía en la embajada de Ecuador en Londres era transmitida a la CIA
por los empleados de un exmilitar español llamado David Morales y su compañía
de seguridad, Undercover Global, contratada por el gobierno de Ecuador. Luego,
las fotos de Assange montando patineta en la embajada a torso desnudo eran
filtradas a la misma prensa que antes publicó las revelaciones de WikiLeaks y
hasta premió a Assange en multitud de ocasiones, solo para luego darle la
espalda y juzgarlo de espía y violador prófugo. Ya hemos detallado en columnas
pasadas cómo ambas acusaciones son falsas. Debido a las escuchas plantadas,
Assange no tuvo privacidad para hablar con sus abogados ni para consultar a sus
médicos; otra violación de sus derechos elementales.
Varios médicos y
representantes de las Naciones Unidas dieron fe de su terrible deterioro físico
y psicológico, luego de casi una década de persecución y exilio. Ahora,
aquellos hablan de una alta posibilidad de suicidio si el australiano llegara a
ser extraditado al país que practica la tortura en cárceles negras, donde un
reciente caso notorio –Jeffrey Epstein– se “suicidó” bajo custodia y estricta
vigilancia.
Algo que la
historia sí registrará a toda página es que cuando aparecieron hombres y
mujeres dispuestos a mirar a ese poder a la cara –como Snowden, Manning o
Assange–, fue la prensa corporativa en descomposición la que anudó la mordaza
colocada por las élites amenazadas por la transparencia.
Assange, como
Manning o Snowden, le dijo a las potencias del primer mundo que no todos
estamos dispuestos a formar parte de sociedades criminales, que no todos
aceptamos ser los obedientes súbditos de élites psicopáticas y siempre impunes,
ni compartimos el desprecio por el ser humano y el racismo de quienes –solo en
este siglo– ya han causado la muerte de cientos de miles de habitantes del Medio
Oriente, entre otros infiernos contemporáneos.
Pero el periodismo
banal, que se entretiene reflexionando sobre cuántos gramos de papada serían
aceptables en televisión, jamás asumirá ninguna responsabilidad con respecto al
estado de nuestra sociedad. Su periodismo es “business”, otra chamba, otro
rubro donde hacer carrera.
El año 2016 en la
historia
Una parte
significativa de los estadounidenses –y Occidente, en general– hizo un gran
escándalo por la elección de Donald Trump. Un tipo abiertamente soberbio,
misógino, racista y autoritario llegaba al poder en la democracia que durante
décadas se había presentado como ejemplar.
En el mundo real,
la elección de Trump significaba, sobre todo, que las miles de bombas que
EE.UU. lanza cada año sobre varios países del tercer mundo ya no vendrían
envueltas en la retórica “progre” de Barack Obama. Esa misma sociedad
escandalizada apoyó masivamente a Hillary Clinton, quien intentó enarbolar la
bandera del feminismo. La prensa le siguió el juego –junto con millones de
desinformados ciudadanos “liberales"–; no importó el hecho de que la ex
primera dama y Secretaria de Estado de Obama hubiera sido fundamental para
llevar a cabo el desastre libio y el posterior conflicto sirio, que ha costado
la vida de decenas de miles de mujeres y sus hijos.
La demócrata
perdió. Pero qué útiles fueron los sucesos de 2016 para el establishment
occidental, a pesar de la victoria de Trump. Le permitieron al gobierno
estadounidense venderle al mundo la teoría de conspiración de “Russiagate”,
según la cual Vladimir Putin hackeo a oficiales estadounidenses logrando –a
través de esa y otras mañas– la proeza alucinante de colocar a uno de sus
esbirros en la Casa Blanca. A este nivel de farsa hemos descendido gracias a
sistemas educativos cada vez más deficientes. Si cree que exagero, lea un poco
en internet sobre el dosier “Steele”, usado por el gobierno de EE.UU. como
evidencia para sus investigaciones oficiales. Pero cuidado, está lleno de
referencias a “duchas doradas” y orgías sin confirmar. Ahora, la inteligencia
norteamericana está empezando a relacionar a Bernie Sanders con Rusia.
A partir de la
teoría de conspiración libre de evidencias de Russiagate se expulsó a varios
dignatarios rusos de suelo americano y se fomentó la enemistad entre Europa
Occidental y Rusia, endureciendo las políticas contra ese país y atizando una
rivalidad entre potencias nucleares que nadie desea, excepto las élites que viven
de esa enemistad y que la necesitan para amedrentar a sus propias ciudadanías,
obligándolas a ceder sus derechos y su privacidad en favor de una “seguridad”
inexistente, destruida hace mucho por sus propias políticas de subversión
internacional y asesinatos sumarios con drones.
Los sucesos de 2016
también le permitieron al gobierno de EE.UU. y a los de sus provincias europeas
marcar a fuego, en el consciente colectivo, el concepto de “fake news”. En este
caso, lo que la prensa tradicional le vendió al mundo fue la absurda idea de
que las potencias occidentales, por ser “democráticas”, no hacen propaganda.
Solo la practicarían la malvada Rusia y otros actores no alineados, de quienes
siempre debemos esperar lo peor pues “odian la libertad”. Había que devolver a
las masas al redil de la propaganda corporativa identificando a los medios
alternativos, exentos de los sesgos y filtros del aparato corporativo de
comunicación, con la desinformación y las “fake news”.
Así, la operación
“noticias falsas” tuvo también unas consecuencias bastantes concretas: hoy se
censura de manera rutinaria a medios alternativos en internet y las redes
sociales, como viene denunciando, por ejemplo, la organización Article 19, por
no mencionar a los mismos afectados y toda la prensa alternativa. Una vez
instalado el mecanismo de censura, su uso se volvió previsiblemente arbitrario,
una herramienta netamente política para silenciar disidentes que encontraron
una vía de expresión con la llegada de internet. Pero varios estudios serios
señalan que el fenómeno de las “noticias falsas” fue prácticamente irrelevante
en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses, no le dieron la
victoria a Trump y, en muchos casos, eran arbitrariamente calificadas de
falsas. Decir que son una “amenaza para la democracia” es pura propaganda.
Finalmente, los
sucesos de 2016 le permitieron al establishment occidental acabar con WikiLeaks
–desde hacía años, una piedra demasiado incómoda en la bota del poder–, al
relacionarlo directamente con Rusia y su “intromisión”. Una parte bastante
considerable de la prensa tradicional olió sangre y saltó de inmediato a la
yugular de WikiLeaks. Los más pérfidos se cobraban su venganza: durante años,
las filtraciones habían sugerido que la prensa tradicional no venía cumpliendo
con su rol.
El juicio de
extradición contra Assange comenzó con la parte acusadora leyendo las
declaraciones condenatorias que The New York Times, El País, Der Spiegel, The
Guardian y Le Monde, habían preparado contra el australiano y WikiLeaks. Aunque
Tomás de Torquemada debe estar celebrándolo desde el infierno, no todo está
perdido: algunos elementos sensatos de la prensa “mainstream” han reconocido la
clara amenaza contra su oficio y entidades que muchas veces logran ser
coaccionadas hacia el silencio por los gobiernos de ciertos países, como
Amnistía Internacional, se han pronunciado con total claridad: “Estados Unidos
y Reino Unido deben retirar los cargos y suspender la extradición de Julian
Assange”.
La defensa de
Assange ha recordado, durante el segundo día de este juicio político de
extradición en ciernes (26 de febrero), que quien reveló nombres de informantes
confidenciales, poniendo sus vidas en riesgo, no fue WikiLeaks sino el diario
The Guardian, y específicamente sus periodistas Luke Harding y David Leigh,
quienes usaron la contraseña de la versión original (no censurada) de los
documentos filtrados por WikiLeaks –en un trabajo conjunto que realizó con The
Guardian–, como título de uno de los capítulos de su obra “WikiLeaks y Assange”
(2011, Guardian Books), ¡imagínese!
Publicado en
Hildebrandt en sus trece (Perú), el viernes 28 de febrero de 2020.
Fuente:
https://www.alainet.org/es/articulo/205077
No hay comentarios:
Publicar un comentario