“TODOS SUS CUENTOS”, DE VÍCTOR RAMÍREZ: RETRATO DE TREINTA SUSPIROS
PARA UNA VIDA
POR ANTOLÍN DÁVILA EN 2015
Son indudables las dificultades que
presenta el subgénero cuento; sin embargo, al igual que con su novelística,
Víctor Ramírez se convierte en un maestro a la hora de contar, de crear nuevos
universos sometidos a la brevedad, donde enclava a unos personajes que tienen
vida propia, que se desenvuelven como si fueran de carne y hueso,
inscrustándoles, además, en un medio físico que no deja de ser nunca su tierra,
a la que tanto ama, dándole con ello un barniz imperecedero a cada una de sus
obras, déjándolas para que la posteridad pueda absorberlas, vivir con ellas,
sentir con ellas, amar con ellas, incluso querer olvidar con ellas, pero sobre
todo alcanzar con ellas el conocimiento grande de la sociedad en su entonces,
en su ahora y en su siempre. Sin duda alguna, Víctor Ramírez pasará a la
historia de la literatura no ya sólo de Canarias, sino más allá de los mares
que nos rodean, por su voz propia y su labor literaria tan peculiar como
íntegra y comprometida con los valores que él ha querido dar a su existencia.
En
las conversaciones que hemos mantenido desde que nos conocemos, no debo dejar
de mencionar, a mi entender, la característica esencial que domina la
existencia de Víctor Ramírez, abocándome a una misma conclusión acerca de él,
que no es otra que aquella que se sustenta en que nunca me he topado en la vida
con un hombre tan entusiasta con lo que hace, en este caso con su labor
literaria, siempre imaginando escenas, situaciones, diálogos, incertidumbres,
ilusiones, luchas, recuerdos, proyectos, poniéndolos en boca de personajes aún
no plasmados en el papel, pero sí en su mente, como paso previo al supremo acto
de escribir, de crear seres con vida propia para regalar, sin duda, a los
demás.
Por
mi amistad, por lo que representa para la literatura que se hace en esta
tierra, quiero aprovechar la circunstancia de la presentación de este nuevo
libro de Víctor Ramírez –“TODOS SUS CUENTOS”, editado por la editorial
MERCURIO, de Jorge Alberto Liria- para con humildad homenajearlo con un texto
sustentado en cada uno de los treinta títulos de todos sus hermosos cuentos que
hoy presentamos y que les invito a que lean, porque merecen la pena.
*
El hombre se acercó taciturno a la alacena,
cogió la taza vacía que allí
solía guardar desde mucho tiempo atrás y se dirigió a la cocina, donde se
preparó una infusión de manzanilla, no porque le apeteciera, como de costumbre
a la tardecita, sino porque tenía un salto en la barriga que no lo dejaba en
paz, de nervios, seguro, ya que llevaba unas horas sonándole en la cabeza el aplauso que le regalaba mucha
gente, de aquí y de allá, pero que no veía, y entonces le invadía una especie
de regocijo un tanto inconcebible o más bien inexplicable, que lo
desestabilizaba, porque él nunca quería que le reconocieran nada, menos su
trabajo y su dedicación perennes durante tantos años, pues al fin y al cabo, si
él escribía era en primer lugar porque le gustaba, en segundo lugar porque daba
rienda suelta a su inconformismo y, en tercer lugar, porque tenía una obsesión
vital desde muy joven por remover conciencias en pos de una vida mejor para
todos y una sociedad libre sin cortapisas que pocos entendían.
Suspiraba. Hablaba a solas sin parar, cuando no le daba por cantar alguna
ranchera o un corrido mejicano. A veces se decía menos da una piedra, a lo mejor pensando que debía dar más
de sí mismo, sin embargo, lo curioso, es que a viva voz pregonaba una frase que
nadie entendía, tal vez él sí, una frase que después de muchas discusiones, los
que le escuchaban convinieron que era al
otro lado del otro lado, aunque nadie se ponía de acuerdo en su
significado, en qué quería el hombre decir con ella, pues mientras unos
comentaban que al otro lado del otro lado se hallaba la libertad, otros
afirmaban que era el lugar de la mala conciencia de los que mandaban y más de
dos y de tres estaban convencidos de que se trataba del rincón donde
malvivían los pobres, los marginados de por vida, lo malo es que el
hombre rubricaba sus frases sueltas al viento con otra aún más incomprensible
para todos, una frase más abierta aún que desataba mil y una especulaciones: pero como si no; ¿pero como si
no qué?, pero como si no lo entendieran, pero como si no pudiera transmitir sus
pensamientos a pesar de la lucha constante por hacerlo, pero como si no se
diera cuenta nadie de lo que ocurría, pero como si no los mandones perdieran la
conciencia de sus desmanes; ¡cualquiera sabía!
Gemía apenas el hombre. Deliraba a veces. Miraba tras las rendijas de los
amaneceres o en los huecos de la noche cerrada. Cantaba a escondidas. Sonreía
en ocasiones sin ton ni son, quizás cuando encontraba una palabra que le iba a
servir para transmitir a los demás sus alientos a través de la escritura, como
un poeta, como el poeta que se
alimenta de carroña si fuera preciso, como tantas veces había hecho él
con sus grafías, echándolas a volar igual que si se tratara de palomas
mensajeras, unas con olvidos y otras con recuerdos, lo mismo daba que se
tratara de una Nochebuena que
de una mala noche donde las pesadillas se lo comían por dentro.
A pesar de todo, no se dejaba asustar el hombre por la vida, todo lo contrario,
buscaba en ella los resuellos aquí y allá, y a fe que los encontraba, aun
cuando la esperanza hecha piedra
trataba de coartar sus pálpitos y pasiones, también sus estremecimientos y sus
sosiegos, y le daba igual al hombre que ese martirio de la vida fuera despierto
o dormido, como una noche, cuando soñó que había perdido un ojo y se había
quedado sólo con un ojo de pulga en
el centro de su frente, que más tarde le sería arrancado por una bala de
goma en una de las manifestaciones a las que tanto le gustaba acudir para
gritar ¡libertad!, en definitiva, el soñador de sueños imposibles o el escritor y un miedo más, como
siempre le había pasado en la vida, ora de joven ora de viejo, tal vez por
pensar, sobre todo por querer pensar y después transmitir sus pensamientos a
los demás, a sabiendas de que encontrarían oposición en otros muchos que sin
ser sordos ejercían como tales, para su desgracia, aunque el hombre definía eso
como rutina, rutina, y se
convencía a sí mismo de que debía continuar, por más chantaje bendito que le cayera encima, quizás porque como
decía buscaba lo más hermoso de mi
vida, de su vida, a pesar de que a menudo sufría por el hedor de esquirola, que le
llegaba de aquí y de allá, por más que trataba de soslayarlo, de pasar girando
la cabeza al otro lado para no dejarse embaucar.
Nadie
sabía el porqué, pero lo cierto es que el hombre tenía como favorita la frase Diosnoslibre, toda junta, toda
juntita diría él, sin separaciones de las tres palabras, porque si no fuera así
significaría otra cosa, seguramente, algo muy distinto, como cuando se le
escuchaba muchas veces en un susurro decir precisamente,
como si de una sentencia se tratara, con un asentimiento firme y categórico:
precisamente las cosas son así y no de otra manera, que lo decía él que lo
había vivido y sufrido en sus propias carnes.
Le gustaba
el mar al hombre, pero sobre todo la arena
rubia, para pisarla y verse las huellas que iba dejando como si fuera
su vida misma, también para tumbarse y desparramar su mirada en derredor,
incluido el horizonte lejano, observando la hermosura que lo rodeaba, porque
los ojos siempre son niños, podría decir pero nunca lo dijo, si bien era cierto
que hablaba de la tercera mitad del
cariño, sin explicar cuál era la primera y la segunda mitad del cariño,
aunque lo más probable es que sería algo bueno, algo amoroso y placentero,
porque del hombre no se podía esperar otra cosa, que luego plasmaría en sus
universos particulares repletos de belleza y sugerentes por sí mismos para
hacer pensar a los demás, sin remedio, de la misma manera que hacía cuando
hablaba de don Régulo Alcántara,
o de Elías Arcángel Bermúdez,
incluso cuando se preguntaba de forma machacona, pesado como él solo pero lleno
de ilusión, por qué me acordaría de
Ferminito Ñeca y demás, por no mencionar sus palabras acerca de un tal capitán Tibicena, pues
el hombre conocía no sólo de pescadores, soldados y marineros, sino también de
capitanes y de quien se le terciara, fueran pobres o ricos del barrio o de
lugares lejanos.
El hombre
paseaba por la vida, y meditaba, en ocasiones martirizándose a sí mismo,
también luchando a brazo partido para evitar dejarse domar, hasta el
punto de mostrar su rebeldía, cuando no su pasmo o estupor, llegando a la
conclusión de la indómita contumaz
estupefacción, como solía denominar aquellos momentos suyos de
supervivencia o de flojera para ir afrontando la vida, hasta que llegaba el
momento crucial y cogió el lápiz
para escribirle al primero que se encontrara que ya le seguiré contando de mi existencia, y cuando le
replicaba su interlocutor se limitaba a lanzar como un dardo al aire una sola
pregunta, simple, muy simple: ¿y qué?,
al fin y al cabo, como afirmaba sobre sus planteamientos, porque así fue
aunque a lo largo del camino de la vida pudieras estar equivocándote de trampa.
Recordaba a
el Chillón, cuando decía mejor
me callo, porque tampoco el hombre se creía estar en posesión de la verdad
absoluta, sin embargo, comedido, él era consciente que tras aquel partido, que no era otro que el de la vida contra
su lucha constante, se sentía más ganador que perdedor, porque en todo lo que
había hecho fue dejando hasta su alma. Terminó el hombre diciendo allá ustedes, probablemente
dando a entender que ahí dejaba su obra, su literatura, para que pensaran, para
que fueran mucho más allá de donde él siempre quiso ir, o mucho más acá, daba
igual, porque lo importante, el rezumo, quedaba en las letras que el hombre iba
arrojando tras de sí para que degustaran los demás, desprendido como él solo
sabía serlo.
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