CÓMO HACER EL TONTO CON UNA PANDEMIA
DAVID TORRES
En la teleserie
Chernobyl, plagada de momentos alucinantes, hay una secuencia aterradora en la
que muchos vecinos de Pripyat acuden a un puente para ver el incendio de la
central y reciben una hermosa lluvia radiactiva en la jeta. La escena me
impresionó porque, años atrás, en la obertura de una novela mía centrada en la
catástrofe de Chernobyl que lleva el mismo título que esta sección -Punto de
fisión- un montón de gente sube a las terrazas más altas de la ciudad para
contemplar el apocalipsis del reactor. Hay algo fascinante en el espectáculo de
la destrucción, incluso en el de nuestra propia destrucción, que explica desde la
danza de los mosquitos al ir a abrasarse en el holocausto de una bombilla a la
belleza fulminante de un hongo atómico.
A menudo oímos que
la ficción sirve para enfrentarnos con la realidad, pero por lo visto no, no
sirve de nada. Quizá porque nadie escarmienta en catástrofe ajena este mismo
fin de semana muchos españoles salían en masa a las playas y a la sierra a
disfrutar del buen tiempo, a pesar de las advertencias y recomendaciones de los
expertos para que permanecieran en sus casas y evitaran la propagación del
coronavirus. Estaba pendiente de un hilo la proclamación del estado de alarma,
con el consiguiente cierre de bares, discotecas y otros centros recreativos,
así que otro ingente montón de ciudadanos decidía despedirse por todo lo alto
con fiestas hogareñas y botellones caseros, dándole al bichito excelentes
oportunidades de promoción. Me pregunto cuántos de los inconscientes que han
ido a pasar el fin de semana a la Pedriza o a las playas de Levante habrán
visto Chernobyl riéndose de la estupidez de los soviéticos que iban a
contemplar los fuegos artificiales del infierno, aunque los vecinos de Pripyat,
al contrario que ellos, no tenían ni la menor idea de la tontería que estaban
haciendo.
Entre ellos, de los
primeros en dar ejemplo, desfilaron rumbo a Marbella José María Aznar y señora,
demostrando que a ellos nadie les va a decir las copas de vino que tienen o no
tienen que beber cuando van al volante. No se puede afirmar que Pedro Sánchez
haya tenido muchos reflejos a la hora de decretar el estado de alarma, pero no
hay más que recordar las ocasiones en que la derecha ha estado al timón durante
diversas crisis para hacerse una idea del bacalao en el que podíamos estar
metidos ahora mismo con el PP o cualquiera de sus clones a los mandos. En efecto,
basta rememorar las mentiras del 11-M, los hilillos del Prestige, el pifostio
increíble de las víctimas del Yak 42, la repatriación de un sacerdote moribundo
de ébola o la asombrosa gestión de la alcaldesa Ana Botella tras la tragedia
del Madrid Arena, cuando fue a relajarse a un spa en Portugal con los cadáveres
de cinco niñas todavía calientes.
Tras una paciente y
lucrativa labor de años de desmantelamiento de la sanidad pública en beneficio
de la privada, el PP no tiene ahora la menor vergüenza en elogiar el trabajo de
los profesionales y acusar al gobierno de no disponer de suficientes medios
para afrontar la crisis. Cuando, sólo en la Comunidad de Madrid, la cueva de
ladrones presidida por Aguirre logró la increíble proeza aritmética de
construir once nuevos hospitales reduciendo más de 300 plazas útiles en total y
con un sobrecoste por culpa de la privatización que se calcula en unos 3.500
millones de euros para los madrileños. Con tales cuentas en las alforjas,
tampoco extraña mucho que un genio de los estudios como Pablo Casado acuse a
Sánchez de "parapetarse en la ciencia". No iba a parapetarse en
Aravaca.
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