¿POR QUÉ SOMOS MÁS IDIOTAS QUE ANTES?
XOSÉ MANUEL PEREIRO
De entrada,
reconozco que este título es un clickbait como una catedral. Que en todo caso
debería ser: “¿Por qué no somos tan listos como deberíamos?”. O incluso “¿Por
qué seguimos reaccionando como primates y/o nos la siguen colando pese a que
tenemos más elementos de juicio e información que nunca?”. Es decir, no es de
extrañar que de las descripciones de un rinoceronte que hacían los viajeros
medievales acabase saliendo, sistema boca-oreja mediante, el concepto
unicornio. Sin embargo, ahora, cuando hasta el más desganado de los
telespectadores puede conocer al detalle los ritos de apareamiento de la mosca
de la fruta y el analfabetismo ha sido prácticamente erradicado de nuestra
sociedad, sigue habiendo gente con el mismo grado de conocimiento y de
credulidad que sus ancestros, cuando eran los buhoneros los que traían al
pueblo las novedades de cuarta mano.
Sé que a muchos no
les gustará, pero buena parte de la culpa hay que atribuírsela a aquello del
periodismo ciudadano, que resultó ser al periodismo lo que C's a la
regeneración política. De la misma forma que cuando Dios murió proliferaron las
religiones estrambóticas, el bastante merecido ocaso de los grandes medios (a
eso vamos en el párrafo siguiente) ha provocado que se le dé la misma
credibilidad a la portada de un diario que al whatsapp que nos llega de un
número a veces desconocido. A mí no me llegan muchos, porque suelo ladrarle a
los remitentes, pero dos de los que pasaron el filtro eran dos de esos audios,
sin padre ni madre conocidos, que circulan estos días por las redes sociales.
Ambos versaban sobre el caos orgiástico del Consejo de Ministros del pasado
viernes. En uno, un señor con una voz y un tono que solo podían proceder de un
excelente corte de traje, empezaba citando como confidente a su hermano –“no
daremos nombres”–, abogado del estado, que estaba recibiendo la información de
otros abogados del estado y finalizaba con un “noticia confirmada, pues”. Otro
era de una señorita acelerada y muy resuelta que indicaba como fuente de
autoridad “un grupo de whatsapp de periodistas que estudiaron en el CEU”. No
decían lo de “esto no lo verás en los medios” porque algunos medios también lo
decían. En concreto, lo hacía uno de esos caballeros que deleitan con su prosa
a los lectores tratando temas varios y confunden eso –ellos y sus lectores– con
el periodismo, como él mismo lo certifica: “Te llama alguien, te cuenta algo, y
tú lo publicas. Punto”. (Esa es la más exacta definición de chisme, bulo o
rumor. Punto. Acabe el rumor siendo cierto o no. Punto y aparte).
La parte de culpa
que no tiene ese periodismo cuñado le corresponde a los propios méritos de los
grandes medios, fundamentalmente de la televisión, que ha colonizado
completamente la forma de informar del resto de los soportes, empezando por la
prensa. Cabeceras antaño serias que compiten en tiempo real con los magazines
vocingleros en la fabricación de exclusivas y últimas horas, y consideran
materia de interés a los protagonistas de los espectáculos de variedades
televisivas y a sus cucamonas. “Antes todo el mundo quería ser famoso como el arquero
más hábil o la mejor bailarina, pero nadie quería que hablaran de él por ser el
cornudo del barrio, el impotente declarado o la puta más irrespetuosa”, contaba
Umberto Eco en De la estupidez a la locura. “En el mundo del futuro esta
distinción habrá desaparecido; se estará dispuesto a hacer cualquier cosa con
tal de que le «vean» y «hablen de él». No habrá diferencia entre la fama del
gran inmunólogo y la del jovencito que ha matado a su madre a golpes de hacha”.
Si no hay
diferencias entre el gran amante y el ganador del concurso mundial de quién la
tiene más corta, entre el que haya fundado una leprosería en África central y
el que haya defraudado al fisco con más habilidad (las comparaciones siguen
siendo de Eco), también se borran entre el bulo “esto no lo verás en los
medios” y lo que sí se puede ver en los medios. Si a la gente que lo está dando
todo para contener la plaga no se les define como lo que son, trabajadores de
la sanidad pública que realizan –con creces– el cometido para el que han sido
contratados y se les califica indefectiblemente como “héroes” (pero sin las
comillas) se está dando el mensaje de que parar una epidemia no depende de un
sistema sanitario universal robusto (eso incluye profesionales comprometidos
con él), sino de un arrebato épico como el del héroe de Cascorro o el de
Agustina de Aragón, pero en colectivo.
Estos son los
momentos en los que el periodismo es más servicio público que nunca. Pero de la
necesaria función de distraer, emocionar, excitar o ayudar a dormir se tienen
que encargar otros.
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