MONARQUÍA Y ASCO EN LAS VEGAS
DAVID TORRES
No está muy claro
si la crisis del coronavirus es una cortina de humo para ocultar el escándalo
de la casa real española o si el descubrimiento de los trapicheos millonarios
del rey emérito sirve de lenitivo al malestar generalizado por la pandemia. La
sincronía entre ambas catástrofes viene a corroborar aquel célebre corolario de
la teoría del caos: un murciélago bate las alas en Wuhan y un elefante se cae
por las escaleras de la Zarzuela. Hablando de descubrimientos y de elefantes,
la fiscalía suiza se ha atrevido a señalar por fin al paquidermo en medio del
palacio, ese que lleva suelto décadas por la mente colectiva de los españoles
entre paraísos fiscales, mordidas millonarias, cacerías africanas, regatas en
yate, juergas con jeques árabes y querindongas más caras que un hijo tonto. Era
muy difícil no pensar en el rey Juan Carlos cuando todo el mundo, desde jueces
y presidentes hasta el último periodista palaciego, pasando por la Constitución
y por El Jueves, nos decía que intentáramos no pensar en el rey Juan Carlos.
Hay muchos
españoles, sobre todo los más campechanos, que aún seguían creyendo a pie
juntillas en la bendita inocencia del rey emérito, un monarca con tan buena
prensa que parecía salido de un cuento de hadas. Uno tras otro, sus más ilustres
cortesanos -Javier de la Rosa, Manuel Prado y Colón de Carvajal, Mario Conde,
los Albertos- iban cayendo del otro lado de la ley sólo por pura mala suerte.
Después de Urdangarín y de su soberbio braguetazo a tres bandas con epílogo en
traje de rayas hacía falta una fe de carbonero para seguir confiando en la
honradez esencial de la institución monárquica, pero España, reserva espiritual
de occidente, es también el principal productor mundial de fe borbónica. A
Felipe VI no le ha quedado otro remedio que establecer un cordón sanitario en
Zarzuela para evitar que se propague el corinavirus, una variedad de la gripe
aviar que provoca la eclosión de testaferros y el regalo de cientos de millones
a tontas y a locas. Para quienes no estábamos ciegos ni sordos el corte de
amarras practicado en la casa real bien podía parafrasearse con un título
cruzado entre García Márquez y Camus: Crónica de una peste anunciada.
Aun así, todavía
quedan en el reino suficientes limpiabotas prestos a sacar brillo al buen
nombre de una dinastía con más escándalos, adulterios, pelotazos y cadáveres en
los armarios que una novela policiaca. Entre los más recalcitrantes, el antiguo
ministro del Monólogo Interior, Jorge Fernández Díaz, quien ha despachado un
artículo en OK Diario en el que, con una prosa casi impracticable, asegura que
cuestionar la monarquía como forma de estado es más letal para España que el
coronavirus. Decía yo antes que era imprescindible una fe de carbonero, a
prueba de herejes, para creer en los borbones a estas alturas que más bien son
profundidades abisales, pero si hay alguien sobrado de fe y luz sobrenatural en
este país es Fernández Díaz. Un hombre que encontró a Dios en Las Vegas, entre
imitadores de Elvis y tiradas de dados, que está en comunicación directa con la
Virgen de Lourdes y que tiene a su ángel de la guarda, Marcelo, contratado de
aparcacoches. Antes de su conversión religiosa, Fernández Díaz era, según
confesión propia, un pecador de tomo y lomo, a lo Chiquito de la Calzada, tanto
que Jorge Vestrynge contaba en una entrevista cómo, tras un congreso de AP en
Barcelona, pretendía llevarles a él y a otros amigos a un bar que conocía donde
trabajaban "unas amigas entrañables". Eran putas, sí, pero "muy
limpias", decía. No se puede ser más campechano.
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