lunes, 3 de agosto de 2020

EL NIÑO ‘LOBO’ CANARIO AL QUE PROTEGIÓ EL REY DE FRANCIA

EL NIÑO ‘LOBO’ CANARIO AL QUE PROTEGIÓ

 EL REY DE FRANCIA

ANA SHARIFE

La infancia de Pedro González (Tenerife, 1537-Capodimonte, 1618) sigue siendo incierta. No se sabe si unos piratas lo arrancaron de los brazos de su madre o si era un niño huérfano abandonado al nacer debido a su aspecto. Algún cronista habla de unos monjes que lo acogieron en su monasterio donde pasó la infancia bajo su tutela, hasta que a los diez años cambió su destino. Fue raptado y enviado como regalo exótico a Carlos V a los Países Bajos, aunque por razones desconocidas terminaría en Reims el 31 de marzo de 1547, el día de la coronación de Enrique II de Francia, en cuya corte permanecería 44 años como hombre de confianza del rey.

 

Poco se sabe también de Catherine, la joven parisina que se convertiría en su esposa, salvo que era la dama más bella del séquito de la florentina Catalina de Médici, y que su inquebrantable apoyo hacía aquel hombre que sufría hipertricosis inspirara a Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, la escritora francesa de la primera versión publicada de La Bella y la Bestia, el cuento de hadas cuyo precedente más antiguo lo encontramos en El asno de oro, de Apuleyo. Novela en la que el autor presenta a su protagonista, Lucio, en la misma marginal desventura. Esta obra además sirve al escritor romano más importante del siglo II para hacer una crítica mordaz sobre la pobreza moral de la sociedad de su momento, que es la de cualquier tiempo.

 

El rey, que sabía español porque a su misma edad fue rehén de Carlos I de España, y durante cuatro años vivió entre fortalezas castellanas, sintió una enorme empatía hacia el pequeño, de cuyos propios labios escuchó decir: “Me llamo Pedro González y soy descendiente de menceyes guanches (reyes de Tenerife)”. Aunque la corte sólo ve en el niño a un salvaje sacado de una isla remota en mitad del Atlántico, Enrique II lo adopta, se encariña con él y lo convierte en uno de los suyos. Le cambia el nombre por su versión latinizada, Petrus Gonsalvus, y ordena que reciba la mejor educación y las más refinadas costumbres sociales, los mejores tutores, ropajes y aposentos del palacio. También le concede el derecho de rango nobiliario con la anteposición del ‘Don’ en su nombre, por ser descendiente de un rey guanche.

 

Giulo Alvarotto, diplomático del rey de Italia enviado a la corte francesa en esas fechas lo describiría así: “Su cara y su cuerpo están recubiertos por una fina capa de pelo color rubio oscuro, más fina que la de una marta cibellina y de olor bueno, si bien no es muy espesa, pudiéndose apreciar bien los rasgos de su cara”. 

 

La rosa, la búsqueda del conocimiento

 

Aquel niño canario se convierte en un joven instruido en humanidades y artes liberales, diestro en gramática y retórica, geometría y aritmética, música y astronomía. También dominaba varios idiomas, incluido el latín, la más alta expresión de refinamiento sólo reservada para la aristocracia. Todas las crónicas de la época testimonian que era un hombre inteligente, sensible y elegante. Petrus, al igual que Lucio, el protagonista de la obra de Apuleyo que “por un error en los encantamientos” se ve convertido en asno, buscará alcanzar los mayores conocimientos (la rosa) para salvarse.

 

Según señala Enma Lira, la escritora de Ponte en mi piel (2019), Petrus “debía tener tal humanidad, grandeza de espíritu y lealtad que pudieron hacerle especial no sólo para su esposa, sino para la gente que lo rodeó”. Enrique Carrasco apuntaría en Gonsalvus, mi vida entre lobos (2006): “Su conversación era tan cautivadora que las personas se olvidaban por completo de su aspecto para escucharlo recitar versos, poesía o preguntarle sobre situaciones políticas detalladas”.  

 

“Su destacada inteligencia le permitió superar con creces las expectativas del monarca, con lo que Enrique II le otorgaría el puesto de sommelier de panneterie bouche du roi, cargo reservado para los nobles de mayor rango y confianza, con un sueldo de 240 libras anuales”. Carrasco explica que “se encargaba de supervisar los banquetes festivos de la corte y de hacer de anfitrión, un trabajo de paga fija que sólo tenía que realizar una vez cada tres meses”.

 

El 10 de julio de 1559 muere el rey tras ser herido de gravedad en una justa. Nostradamus, médico y consultor en astrología y ocultismo de la corte, le había advertido de que no participara en aquel torneo. La lanza de madera del conde de Montgomery atravesó el casco de Enrique II de Francia, y su muerte desestabilizó el difícil equilibrio de poder en Europa.

 

Catalina de Médici decide entonces desposar a Petrus con Catherine, quien se convierte en su más leal cómplice. El mito grecorromano, no asimilado en las mentes modernas, cobra especial importancia por la belleza espiritual de la joven, continuamente resaltada en escritos encontrados por los investigadores, “tan asombrosa que no podría describirse ni ponderarse suficientemente debido a la pobreza de la lengua humana” (dice Apuleyo sobre Psiques).

 

Del matrimonio nacerían seis hijos (Madeleine, Enrique, Françoise, Antonietta, Horacio y Ercole), cuatro de los cuales heredan la hipertricosis del padre. A la muerte de la reina, el duque de Mayenne cede la familia al duque de Parma, y aunque siguen protegidos por la corte se ven obligados a aceptar el papel de bufones para deleite de los nobles, las mismas adversidades que sufre el asno Lucio al pasar por distintos amos (bandidos, comerciantes, soldados, falsos sacerdotes, esclavos), algunos tan escasamente humanos. Sólo un paréntesis de tres años trabajando como administrador en el pueblo de Collechio le sirven a Petrus de respiro y, finalmente, el retiro a Capodimonte junto con su familia le devuelve la decencia que tanto estima.

 

Roberto Zapperi nos devuelve en El salvaje gentilhombre de Tenerife (2006) los debates filosóficos, científicos y míticos que sufrió la familia: “Una mentalidad medieval que hablaba de salvajes cubiertos de pelos que vivían en bosques y se alimentaban de carne humana”. Retrato completamente opuesto al de Pedro González, de discretos ropajes y modales distinguidos. “Aun así, en libros como Monstrorum Historia, él y sus hijos con hipertricosis figuraron como ejemplos de monstruos, un tratamiento peyorativo que se extendía a toda la esfera científica”.

 

Se cree que Petrus murió en 1618, y Catalina en 1623, aunque la muerte del canario protegido por el rey no figura en los registros. Sólo se anotaba la defunción de las personas enterradas bajo ritos religiosos, por lo que algunos historiadores sospechan que en sus últimos días volvió a ser tratado como una bestia. Sin embargo, la literatura les vengaría obsequiándoles con un antiquísimo cuento de hadas que es una invitación a la búsqueda de la belleza más allá de las apariencias y que, a las puertas de una modernidad que se desmorona ante nosotros, cuando pocos valores apenas se sostienen en pie, nos sirve como urgente e inexcusable revisión de nuestros principios.


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