DEPREDADORES INFANTILES
GERARDO TECÉ
Matar a un
ruiseñor, la novela de Harper Lee que Gregory Peck protagonizó en el cine,
cuenta una historia sobre la moral y la pérdida de la inocencia. El abogado
Atticus Finch decide defender a un negro en la Alabama de los años 30. Al
tiempo que se enfrenta a sus vecinos por “ser el amigo de los negros”, el
abogado, que también es padre viudo, tiene que educar y proteger a sus dos
hijos en mitad de esa sociedad enferma de racismo. Setenta años después, este
clásico del cine y la literatura sería acusado de adoctrinamiento por algunos
que salen representados en la historia como esos vecinos armados que pretenden
ajusticiar al negro sin juicio previo. Con los hijos del abogado como testigos
y víctimas de todo aquello.
Intentar proteger a
los niños a pesar de los pesares es una constante en toda sociedad civilizada.
Un pacto tácito que se respeta incluso en tiempos de guerra, cuando todo se
desmorona. Protegemos a los niños, aunque sean de otros, si los vemos acercarse
demasiado al borde de la carretera. Los protegemos de la muerte y hasta de su
existencia –el abuelo se ha ido de viaje–. Los protegemos de los naufragios
–papá y mamá van a vivir en casas distintas, pero se quieren mucho– y de los
problemas económicos –los Reyes Magos este año están en crisis–. Los protegemos
de los problemas sociales –el telediario es para los mayores– y de quienes no
quieren proteger a los niños, sino todo lo contrario –a ver con quién chateas–.
Protegemos a los niños de ellos mismos –prohibido vender alcohol y tabaco a
menores– y de cualquier sombra que los rodee, aunque el mundo esté lleno. Se
llama instinto de protección con el más débil. Quien no lo tiene está enfermo o
es el peligro del que hay que protegerlos.
Hay niños que no
pueden ser protegidos. Hay naufragios sociales tan grandes que acaban con
algunos subidos a una patera o escondidos en el remolque de un camión,
alejándose de una casa que no los protege. Son niños de otros. Esos que siempre,
siempre, están al borde de la carretera. Ayer, el centro de menores de
Hortaleza, en Madrid, fue atacado. Y no como debería haber sido atacado, por la
falta de inversión, por incumplir las medidas de bienestar de los niños que
allí viven. Fue atacado con una granada. Un arma de guerra contra niños que
días atrás fueron atacados con dedos que los señalaban como potenciales
delincuentes a las puertas de su casa de acogida. Hasta en la Alabama racista
de los años 30 de Matar a un ruiseñor, los niños negros eran protegidos porque,
al fin y al cabo, negros o blancos, eran niños. Toca proteger más que nunca.
Los depredadores infantiles están al acecho.
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