lunes, 16 de diciembre de 2019

SOBRE LA NOVELA “LARGO OSCURO ORIGEN”, DE VÍCTOR RAMÍREZ


SOBRE LA NOVELA “LARGO OSCURO 
ORIGEN”, DE VÍCTOR RAMÍREZ
POR RAFAEL INGLOTT DOMÍNGUEZ
Presentar el libro de un amigo no es cosa fácil, pero todavía es más difícil si se trata de un autor ya consagrado. Amistad y reconocimiento previo se interponen como lentes distorsionadoras en la lectura, plagándola de evocaciones, inferencias y presunciones rigurosamente desencaminadas. Siempre he creído que el encuentro más propicio con un texto literario no es el que viene apadrinado por la fama o los reclamos, sino aquel que se produce de improviso y como por descuido: cuando nadie nos hubo avisado de su existencia, poco o nada habíamos sabido del autor o de su obra, nunca fuimos advertidos por los magazines y las tertulias sobre la supuesta urgencia de leerlo o la barbaridad imperdonable de ignorarlo. Si un buen texto llega a nuestras manos tal como vino al mundo, sin envoltorios ni ornamentos de ninguna clase, el placer de la lectura se acrecienta por el aguijón y el pasmo de lo verdaderamente nuevo. Es por eso que rehúyo a los autores muy necesitados de conferenciar sobre los libros que escriben, los cuadros que pintan o la música que componen; su celo descriptivo me recuerda algunas veces a esos padres que nos atosigan con las mañas y proezas de su prole. Por algo será que lo hacen, digo yo. En el extremo opuesto está la opción de unos pocos creadores, poquísimos para ser exactos, que han preferido esconderse tenazmente tras su propia obra y ejercer el trabajoso oficio de la inexistencia frente a sus lectores. Esto implica entre otras cosas una inmensa sensatez, pues si el autor permanece en la sombra todos los focos se desplazan hacia el que nos habla, que es el lenguaje. Luego volveré sobre este simple axioma, que ni mucho menos me atribuyo. Un señor llamado Mallarmé ya dijo cosas muy parecidas.


Pero iba a hablarles de mis temores: los que me asaltan al glosar el libro de un autor sobradamente conocido, cuando ese autor es además un amigo entrañable. Víctor Ramírez y yo somos amigos desde la infancia. La nuestra es una de esas raras amistades que han podido o han sabido entreverarse con la mutua admiración. Una y otra, amistad y admiración, vienen tejiendo en nuestro caso una alianza que resiste al tiempo, la distancia y las posibles diferencias de criterio o sensibilidad, cerrando el paso a las pasiones frías e insalubres, como la envidia o el rencor.
En mi caso particular, la admiración tiene un sustento profundo y antiguo. Víctor vino al mundo con un buen puñado de aptitudes, algunas de ellas excepcionales, que le habrían permitido destacar en cualquier campo del saber, bien fuera técnico, humanístico o científico. Sin embargo, como los dos crecimos a la sombra de los jesuitas, supimos desde muy pronto que las condiciones innatas no son sustento bastante para la admiración y el orgullo. Con el tiempo descubrimos que tampoco son ningún regalo de la providencia, como los curas decían, sino que nos llevan hasta el filo de una encrucijada. Porque una de dos: o se ponen esos recursos al servicio de un estricto compromiso existencial, que se extienda por igual al mundo que habitamos y al que que nos habita, o se degradan y se envilecen hasta extremos muchas veces escandalosos. En mi opinión, y conste que me esfuerzo en ser objetivo, Víctor nunca se anduvo por las ramas en su compromiso con la existencia. Ya les dije que sus condiciones le alcanzaban muy holgadamente para echar a andar por cualquier senda. Pero entre todas ellas, ya lo ven, eligió tal vez la más aventurada: la de buscar sentido a cuanto le rodea en el vetusto arcón de las palabras. Cuando era aún casi un chiquillo ya lidiaba con ellas. Hoy se han convertido en su medio natural, y él se mueve por sus aguas con tanto aplomo como descaro. Conocer a Víctor es saber cómo le acucian las palabras hasta ser habladas, hasta ser escritas, hasta ser cantadas. Palabras que seguramente rondan noche y día en su cabeza, como las piezas de un juego interminable y adictivo. Palabras que persiguió Flaubert con el tesón de un poseso, que en el decir de Saramago son como estrellas impulsoras de mareas, cataclismos, aflicciones, y cuya ausencia hacía sentir a Woolf que andaba a oscuras, que no era nada.
La novela “Largo oscuro origen” viene a ser, entre otras muchas cosas, una celebración tumultuosa y ancestral de las palabras. Esto resulta evidente desde los renglones iniciales, donde un aluvión verbal se lleva por delante al lector y lo aleja de su confortable orilla. Nada menos que treintaisiete capítulos después, cuando toda esa avalancha lo arroja casi aturdido en la conciliadora quietud del epílogo, un giro muy congruente se apodera por igual de forma y contenido. Todos los interrogantes siguen abiertos, porque en “Largo oscuro origen” nada es verdad ni es mentira, pero tanto los resortes narrativos como los estilísticos parecen distenderse y el relato cambiar de registro. Hay muchos años de oficio en ese giro final,  donde todos los hilos se anudan. Solo a título de ejemplo: una clave primordial de la novela, muy soterrada desde el principio hasta ahora, asoma como de soslayo en dos renglones de la página 326. Son golpecitos sutiles pero indispensables en nuestro sistema de alerta. Porque, en el plano estrictamente visceral, lo que se siente a esas alturas es el rastro de una gigantesca conmoción, algo muy parecido a una resaca. Como si recaláramos de amanecida en una plaza desierta, a la vuelta de una orgía donde todo el mundo se estuviese emborrachando de palabras.
Pero me apresuro a precisar algunas cosas, porque expresiones como orgía y aluvión se prestan a malentendidos. En el texto de la contraportada, el profesor García Ramos expone con rigor algunas claves formales de la novela. A poco que las contrastemos con la obra anterior de Ramírez, esas claves nos revelan a un autor que libra su propia batalla con las convenciones lingüísticas y que, a mi parecer por lo menos, ya la tiene ganada en lo fundamental. Su estrategia es un quebranto bien medido y en modo alguno arbitrario de las matrices léxicas y sintácticas, inspirado pero no dictado por el habla de las islas, del que surge un patrón discursivo con aliento original e impulso propio. A través de esos caminos el lenguaje se apodera sin vacilaciones del espacio narrativo, cerrando todos los resquicios a una posible intrusión del autor. ¿Literatura experimental, acaso? No, ni mucho menos. Incluir a Ramírez entre los experimentalistas sería para él, y con razón, algo así como un insulto. Porque más allá de sus hallazgos en el plano formal, incluyendo desde luego los que atañen a la música del discurso, esa forma de escribir se apoya en exigencias de expresión muy concretas y acuciantes. Antes he dicho que a Víctor le rebullen y le punzan las palabras; ahora les diré por qué: él se ha propuesto plasmar en cada nueva ficción el genio de un pueblo, con su larga herencia de luces y sombras. Pero no es de luces, precisamente, de lo que trata este libro. Ya el propio título lo advierte y lo anticipa. Quizás sea por eso que el instrumento elegido (esa pauta victorramiriana de lenguaje, déjenme que lo llame así) alcanza en “Largo oscuro origen” su consumación y su paroxismo. El panorama de un pueblo condenado a reinventar sus propios mitos hasta la exasperación y el delirio, ignorante de los hechos que cincelan la otra cara de su historia, encuentra el cauce que le cuadra en esa dejación obstinada y casi ritual de las convenciones lingüísticas. Recurrencia de los mitos y subversión del lenguaje son también facetas objetivas de un meollo menos tangible: la precaria fiabilidad de la experiencia subjetiva, donde apenas cuentan las fronteras entre la conciencia del mundo y su invención, pues se funden ambas para confundirse indisolublemente con el autoengaño. He tomado casi al azar algunos párrafos de la novela, por mostrarles cómo se aviene el discurso narrativo con el rumbo siempre incierto y engañoso de la subjetividad. En uno de ellos, que apenas tiene tres renglones, concurren hasta seis tiempos verbales distintos (sin contar los participios) a remolque de los bordoneos subjetivos que he mencionado:
Cuando al principio sufrí algo, viéndola tan desparramada de felicidad, lo sufriré no por celos: ya le dije. Sufriría yo tal vez por nostalgia: nostalgia de ignoro qué pasado no vivido.
Pero lo más frecuente es que el discurso se aturulle, desbarre y se contradiga, como la vida misma del hablante:
Y acabé casándome con ella porque le cogí cierta lástima angelical a la infeliz: que en el fondo me despreciaba, sintiéndose muy superior a mí en todo. Me casé exclusivamente por eso y porque mis ansias amorosas aumentaron desaforadas y temí que alguien me la robara en un descuido.
         Acequiado por paréntesis, guiones, comillas y signos de interrogación, que se insertan como marcas de una colisión de voces y subjetividades, el discurso narrativo adquiere muchas veces un aspecto tornadizo. Otras, sin cambiar siquiera de emisor, toma un rumbo abiertamente errático y sembrado de aparentes contrasentidos. Pienso en Perico Socorro y sus amancebamientos gárrulos:
Te amo, y mi padre sufrirá si le abandonas por mí, y el hijo que espero también es suyo, olvídame o jeríngate, la vida siempre será bella aunque tenga bigote y apeste a sudores cuajados, demos gracias a Dios y a San Roque y Su Perro bendito, patrono de los miserables que no pasan frío.
Pudiera creerse a priori que la dislocación de elementos sintácticos, el modelado de caracteres y situaciones mediante ráfagas de adjetivos cuyo cuño es muy dispar, la anarquía al menos aparente de los tiempos verbales, son las herramientas de un proyecto encaminado a reflejar el caos. Todo lo contrario. Al reiterarse de manera diversificada pero inexorable, historia por historia, mito por mito, esas pautas constructivas le permiten a Ramírez ir tejiendo, deslindando, organizando las distintas semblanzas como escenas o viñetas en un gran tapiz. Desde el “reverendo don Rubián Elizondo bendito” hasta el “marcial viril capitán Chirino Flores”, pasando por el “samaritano y converso judío Josefito Abad dichoso”, cada cual surge y resurge por efecto de una compulsión verbal que lo reclama y lo señala, pero al mismo tiempo lo sumerge en el conjunto de la urdimbre. El lenguaje pasa de este modo a ser reflejo de un destino en apariencia multiforme, pero al fin y al cabo unívoco y común. De ese sesgo colectivo escapa en todo caso alguna criatura femenina, por la puerta del monólogo interior, en momentos de particular lirismo.
Para abreviar y no cansarles: la ductilidad de nuestra lengua (que es también la de Salinas, Rulfo o Lezama, por nombrar tres brazos dispares de un caudal innumerablemente heterogéneo) revierte de manera novedosa y eficaz en la sustancia narrativa de “Largo oscuro origen”; no solo en sus elementos más explícitos, como el ritmo, la continuidad o la articulación de las distintas voces, sino también en el pathos, la ironía, el humor. Por cierto que el humor adquiere a veces tintes y ribetes rabelesianos, tanto más intensos cuanto más se va espesando el entramado narrativo. Esto no debiera sorprender a nadie, pues la risa tiene en Ramírez esa función irreverente y liberadora que analizó Mijaíl Bajtin, en su famoso texto sobre Rabelais.
Claro que hay más cosas, muchas más, en “Largo oscuro origen”. Podríamos escudriñar bajo la turbulenta superficie un conjunto de claves, indispensables todas ellas para entender al autor y su compromiso con la sociedad en la que vive. Podríamos también volver sobre su justa y laica ira, que es el mordiente elegido por Ramírez para retratar, en aguafuerte goyesco, a los agentes y beneficiarios de la postración colectiva. Podríamos hasta evaluar la distancia que media entre Fatimito del Carmen y don Carmelo de Fátima. Pero mejor será que acudan ustedes por sus propios pasos a esta feria tan desmesurada como incisiva de nuestras luces y nuestras sombras. A esta explosión de claroscuros, donde campa en todo su vigor y libertad la lengua victorramiriana.

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