LA FÁBRICA DE
CONSENSOS
JONATHAN
MARTÍNEZ
Los palestinos inspeccionan el lugar tras los ataques
israelíes contra una tienda de campaña para personas desplazadas en una
escuela. Firma: Naaman Omar / Zuma Press
En 1988, Edward S. Herman y Noam Chomsky publicaron un libro al que siempre regresamos cuando queremos explicarnos el poder uniformador de los medios de masas. Los guardianes de la libertad tiene un regusto viejo a guerra fría y tal vez por eso, por su aparente caducidad, se ha vuelto más actual que nunca en un mundo que ha empezado a coser nuevos telones de acero. Todo antagonismo político se reviste de propaganda. Es por eso que las empresas de comunicación tratan de movilizar odios y simpatías mediante un cuidadoso teatro de gritos y de silencios, de énfasis y de omisiones.
El
libro explota una idea original del periodista Walter Lippmann: los consensos
sociales no obedecen a la espontaneidad ni a las leyes naturales sino que son
confeccionados a conveniencia en periódicos, radios y televisiones. La opinión
pública es cambiante, antojadiza y susceptible ante el impacto emocional de
cualquier nuevo evento. En consecuencia, nuestra clase dirigente no escucha las
demandas populares sino que las moldea a favor de unos intereses determinados.
Lippmann lo llama "manufactura" del consenso o el consentimiento.
"Consensuar" y "consentir" pertenecen al mismo nicho
etimológico. Se trata de "sentir" conjuntamente, pensar
conjuntamente.
Nuestras
democracias liberales se fundan sobre los consensos mínimos del colonialismo,
el imperialismo y la economía capitalista. Existe libertad de expresión siempre
y cuando las opiniones disidentes sean minoritarias y no pongan en peligro
ciertas unanimidades. Existe el pluralismo electoral a cambio de que el voto
sea pastoreado por los angostos rediles del libre mercado. Y en esa permanente
pugna de poder, los medios de comunicación hegemónicos han quedado en manos de
bancos, fondos de inversión y trasnacionales. Apenas hace falta la censura allí
donde un puñado de multimillonarios deciden qué opiniones deben monopolizar el
paisaje mediático.
Ahora,
con el recuerdo reciente de los misiles iraníes en el cielo de Israel, tenemos
la oportunidad de comprobar si Herman y Chomsky estaban en lo cierto. Basta
recurrir al antiguo método de los dobles raseros y las comparaciones. Tras una
mirada rápida a los ataques del 7 de octubre en las inmediaciones de la
frontera de Gaza, comprobaremos que nuestra clase dirigente repitió con un
sonoro estribillo que Israel tenía el legítimo derecho a defenderse. La idea
era tan unánime y clamorosa que hasta obtuvo eco en numerosos foros
progresistas. Quien no se adhería al festín ni daba palmas descerebradas era
tachado de amigo de Hamás y, por ende, de terrorista.
Por
una simple cuestión de simetrías, parece razonable formularse ahora una serie
de preguntas. ¿Tenía Irán derecho a la legítima defensa después de que Ismail
Haniya hubiera sido sido asesinado en Teherán? ¿Tiene Irán derecho a formular
una respuesta armada después de que Hassan Nasrallah haya sido asesinado en
Beirut? ¿Tiene derecho Irán a unir fuerzas con la resistencia palestina después
de que la comunidad occidental haya avalado el genocidio en Gaza sosteniendo
militar y diplomáticamente al régimen de Benjamin Netanyahu? Ahora los grandes
titulares guardan silencio o invierten el valor de sus principios y se deshacen
en condenas.
En
este nuevo consenso prefabricado, Oriente Medio se precipita hacia el desastre
por culpa de Irán y no a raíz de la masacre sistemática que está cometiendo
Israel en la Franja de Gaza. El mismo adanismo intelectual operó hace ahora un
año, cuando nuestra prensa libre reprochaba a Hamás haber dado inicio a la guerra.
Como si hasta entonces Israel no hubiera vulnerado la legalidad internacional
de forma tozuda e impune. Como si nunca hubieran existido las matanzas de la
Operación Plomo Fundido o la Operación Margen Protector. Como si la expansión
colonial israelita no fuera el resultado de un longevo proyecto de limpieza
étnica.
Dice
la Policía de Berlín que ha arrestado a un joven de 25 años por publicar en sus
redes sociales el vídeo de una manifestación en la que se corea el lema
"Desde el río hasta el mar". Infieren los astutos uniformados que el
detenido aboga por la disolución del Estado de Israel e incurre, por tanto, en
una peligrosa fantasía delictiva. En Tenerife, sin ir más lejos, la Policía
española denunció por un supuesto delito de odio a diez personas que
difundieron mensajes a favor de la causa palestina y contra la invasión de
Gaza. También aquí Herman y Chomsky tienen razón: la libertad de expresión
siempre termina chocando contra el límite intocable de unos pocos consensos
artificiales.
En
el universo occidental, Israel acapara algunos de esos consensos. ¿Por qué es
imposible cuestionar la mera existencia del Estado de Israel sin asumir una
aventurada acusación de antisemitismo o arriesgarse a un delirante proceso
penal? ¿Por qué no es posible plantear, siquiera como horizonte de esperanza,
el establecimiento de un estado laico donde puedan convivir en paz tanto árabes
como judíos y cristianos? La respuesta habla por sí sola: porque esto no va de
éticas ni de guerras ni de paces sino de geopolítica. De intereses comerciales.
De poner una pica en el Flandes de Oriente Medio a mayor gloria del imperio
estadounidense y sus comparsas europeas.
Dicen
Herman y Chomsky que la propaganda occidental regula con gran picardía nuestra
percepción sobre las víctimas de los "estados clientes". A menudo,
los muertos palestinos quedan reducidos a un frío número en sordina, un daño
colateral o una estadística. Otras veces, se ofrece un reparto equitativo de
culpas entre Israel y Hamás sin atender a la disparidad de fuerzas. Y muchas
otras veces, en medio del olor a sangre y pólvora, se normaliza la presencia de
Israel en competiciones deportivas, en festivales de música, en espectáculos
televisivos que lo muestran como un pueblo hermano, democrático y blanco frente
al salvaje fanatismo islamista.
Pero
no hace falta leer a Herman y a Chomsky para entender que esos consensos son
artificiales, trajes a medida de nuestras élites, pamplinas noveleras de
aquellos que aún hoy continúan remitiendo armas a Tel Aviv y extrayendo dividendos
de la sangre palestina. Un informe reciente del Centre Delàs sobre el negocio
bélico señala a Estados Unidos pero también a las principales entidades
bancarias españolas, las mismas que aparecen como accionistas o acreedoras de
los grandes grupos de prensa. Fabricar consensos sociales acarrea un alto
precio. Y solo unos pocos poseen el capital necesario para pagarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario