martes, 26 de octubre de 2021

CON EL RELATO NO SE PAGA EL ALQUILER

 

CON EL RELATO NO SE PAGA EL ALQUILER

El acuerdo de Gobierno sobre la futura Ley de Vivienda, por mucho que contemple algunas medidas paliativas y prevea determinadas intervenciones parciales, no está ni de lejos a la altura de la dimensión sistémica del problema

MARCELO EXPÓSITO

En torno a la futura Ley de Vivienda se juegan muchas más cosas que el precio de nuestros alquileres. Para empezar, el acuerdo de Gobierno previo a su tramitación parlamentaria ofrece una foto fija del estado general de las tensiones que rodean la crisis en curso, incluyendo las que afectan al Gobierno. Y no se puede considerar propiamente una victoria –aunque parezca contradictorio por el mero hecho de su promulgación– en esta guerra de posiciones que los movimientos por el derecho a la vivienda libran palmo a palmo contra un neoliberalismo resiliente en ambos lados de la división izquierda-derecha.

 

El abuso inmobiliario no es solamente una herencia del parasitismo rampante con el que se ha manejado históricamente la burguesía rentista en nuestro país. Constituye también hoy día una forma del extractivismo neoliberal, una herramienta principal de lo que David Harvey ha llamado “acumulación por desposesión”, es decir, la manera contemporánea en que las élites acaparan ganancias que a cambio no producen nada mientras lo depredan todo. Esta explotación de los bienes comunes o de las necesidades básicas para el sostenimiento de la vida afecta profundamente a la médula ósea de nuestras sociedades, que están viéndose empujadas más allá del límite de su sostenibilidad. Los conflictos en torno a las formas que adopta globalmente el extractivismo son ni más ni menos que las batallas nodales de la crisis sistémica. Con ellas nos jugamos literalmente la vida. El motivo fundamental de las renuencias feroces a cualquier modificación de fondo en el sistema de la vivienda que asfixia a las mayorías sociales en Europa, es sustancialmente el mismo motivo por el que se asesina a líderes medioambientales en América Latina (disculpadme la hipérbole, pero es que, como diría Bertolt Brecht, hay muchas maneras de matar aunque unas pocas de ellas estén formalmente prohibidas para los poderosos en nuestro Estado).

 

Centrarnos en nombrar los grandes intereses privados que se oponen en concreto a una intervención pública contundente sobre los precios del alquiler o identificar a los beneficiarios más ostensibles de la desvergüenza con que la vivienda se manipula como mercancía (fondos buitre, grandes empresas inmobiliarias…) es la mejor manera que hemos encontrado para representar la complejidad de esta cuestión mediante una imagen fácil de captar popularmente. Pero el problema surge cuando, a la hora de implementar políticas públicas, se renuncia a afrontar la situación de una manera más extensa, integral y transversal, limitándose a focalizar sobre tales sujetos un tratamiento –encima– suavizado; porque de esta forma estamos simplemente arañando la piel de la realidad. Que el acuerdo de Gobierno eluda las transformaciones estructurales; que su posibilismo, a cambio, comprometa solamente a una parte del mercado de la vivienda en alquiler, y que proponga, por si fuera poco, compensaciones a determinados intereses afectados —abundando en los mecanismos neoliberales de transferencia directa o indirecta de renta de lo público hacia el capital—, casi todo ello a través de normas sin aplicación obligada o carácter universal, supone en conjunto una penosa derrota económica para las mayorías parasitadas.

 

La contención que caracteriza a este acuerdo significa asimismo –aunque resulte paradójico– una buena noticia para la derecha, porque la discusión en torno a la vivienda no es un problema más entre otros de la agenda coyuntural, sino una clave de bóveda de nuestro imaginario del cambio desde la crisis financiera de 2007. Las imágenes de los desalojos brutales conmocionaron la conciencia pública de nuestro país. Situamos en los desahucios nuestra primera línea de protección tras la movilización surgida del 15M de 2011. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) ejerció un liderazgo colectivo ejemplar para las mareas en defensa de lo público y el bien común. Los escraches en apoyo de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) contra la crisis hipotecaria señalizaron la connivencia entre poderes privados y públicos durante la masacre austeritaria. Aquel movimiento por la vivienda digna, por un lado, nutrió de cuadros y de programa político al salto institucional, y por otro lado ha servido como el más inmediato precedente de los actuales Sindicatos de Inquilinas e Inquilinos, el titán plebeyo y colectivo que sostiene actualmente en la calle estas reclamaciones cuidando a la vez de quienes se encuentran más directamente afectados.

 

Fue el techo de cristal de todo aquel empeño lo que justificó nuestra entrada en las instituciones (“¿cuántos desahucios más podremos detener con nuestras pocas fuerzas?, debemos atrevernos a legislar y gobernar”). Y una vez en ellas, hemos intentando operar cambios sustanciales procurando apelar a la arquitectura constitucional vigente, enarbolando los Artículos 47 (“Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”) y 33.2 (“La función social [de los derechos a la propiedad privada y a la herencia] delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes”).

 

 

En contraste con la escala de todo ese esfuerzo, el acuerdo de Gobierno, digámoslo entonces claro, por mucho que contemple algunas medidas paliativas y prevea determinadas intervenciones parciales, no está ni de lejos a la altura de la dimensión sistémica del problema, de las necesidades acuciantes, de las expectativas creadas, de los compromisos contraídos y de las transigencias implícitas en nuestras negociaciones con el sistema institucional. Y este desequilibrio resulta muy peligroso en este momento porque, no nos equivoquemos, cuando la derecha se ha apresurado a declarar que combatirá por todos los medios este acuerdo, no está reconociendo que la nueva izquierda suponga –a pesar de todo– una amenaza formando parte del Gobierno. Se trata más bien de que ha detectado la debilidad. Nos está transmitiendo que no está dispuesta a consentir ni el más mínimo gesto con potencial transformador a futuro porque –a la vista está– aun con todo el trabajo invertido en sostener durante años una de nuestras banderas capitales y aun formando parte del Gobierno sólo logramos arrancar esto.

 

Quienes en el Consejo de Ministros querrían haber dado un paso más significativo dicen no tener la culpa de que la “correlación de fuerzas” (esa expresión tan cargante) nos sea presuntamente desfavorable. Visto de cierta manera, es así. Tampoco parece provechoso convertir a las organizaciones partidarias de la nueva izquierda en el chivo expiatorio de este fiasco. Pero apresurarse a martillear con un relato defensivo parido en el mismo instante que el acuerdo, casi sin tomarse el tiempo de explicarlo con detalle y esperar a escuchar el sentimiento que provoca, ocasiona la derrota cultural que significa el abalanzarnos a disputar el campo narrativo cuando no se logra avanzar radicalmente y con carácter universal en la realidad material de la gente común. Porque muchas argumentaciones que estamos escuchando, no nos engañemos, no van dirigidas en el fondo a defender el resultado de una negociación sino a justificar la presencia misma de la nueva izquierda en este Gobierno. No es la explicación de una correlación de fuerzas sino la excusación de una impotencia. Estamos maduros como para entender lo primero, pero demasiado cansados y apremiados por la crisis como para soportar lo segundo.

 

 

 

Se comprende que el Sindicat de Llogateres, en su último comunicado, se llame a la cautela procurando no provocar el desánimo de cara a continuar una guerra que se prevé –por supuesto que mucho más allá de la tramitación parlamentaria– larga y sin rehenes. Pero me parece que la conclusión de su análisis no admite discusión: este acuerdo de Gobierno incluso contradice aspectos clave de la propuesta de Ley de Vivienda registrada hace unos días en el Congreso de los Diputados por movimientos y organizaciones sociales con el apoyo de varios grupos parlamentarios. El baremo con el que valorar este acuerdo de Gobierno ha de ser inexcusablemente la proposición popular, y no los equilibrios internos y externos de los partidos que conforman la coalición. Por favor, no confundamos los debates. Y mucho menos aposta.

 

Quienes, sin identificarnos con la tradición socialdemócrata, asumimos hace años el posibilismo de sobrellevar el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, lo hicimos por comprenderlo como un mal menor tras el terrorismo del aznarato. Conllevamos por lo general sus flojedades hasta que la última precipitó su desmoronamiento: no haber tenido la valentía de actuar con sinceridad cuando el país fue sometido al chantaje del sistema financiero global. Se le puede disculpar casi todo a quien asume la tarea desgastante de defender los intereses colectivos en el campo institucional: las insuficiencias, las imposibilidades, las incapacidades e incluso los desaciertos. Pero nunca la insinceridad. Estamos debatiendo últimamente la conformación de un frente amplio de las nuevas izquierdas que sume todas las voluntades. Los deseos colectivos de transformación social, ¿de qué se alimentarán en este momento?, ¿qué hará que se confabulen de cara a un nuevo ciclo de cambio? Con las victorias de relato se podrá engrillotar un rato pero no pagar el alquiler el mes que viene, ni cuando llegue el momento de pegar carteles ni empuñar el voto. No sin antes haber tenido la honestidad de constatar y discutir por qué no se puede.

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