viernes, 2 de agosto de 2019

¿ES ESTO EL VERANO?


¿ES ESTO EL VERANO?
SANTIAGO ALBA RICO
Empezaré de un modo fúnebre: el verano está dominado por la idea de la muerte. Thomas de Quincey, el extravagante escritor inglés (muerto en 1859) autor de El asesinato considerado como una de las bellas artes, insistió en esta idea en dos de sus obras autobiográficas: “Cuando paseo a solas en los días interminables del verano”, dice en Confesiones de un opiómano inglés, “me es imposible proscribir la idea de la muerte”. ¿Por qué esta relación, a su juicio natural e irreprimible? En primer lugar por el triunfo veraniego de la desnudez. No me refiero, no, a la desnudez de los cuerpos, más expuestos que nunca en su carnalidad elemental, sino a la del cielo. El cielo, despojado de nubes, está altísimo y vacío, y siempre corremos el peligro de una pedrada –o una revelación– caídas o lanzadas desde allí: o el no menor de ser absorbidos sin resistencia por su profundidad infinita. Las nubes pueden ser tristes, pero son un techo: nos protegen de la mirada del dios colérico y de las tentaciones de la eternidad. Y si en las tardes de invierno anhelamos el verano es porque en todo caso preferimos a un sillón una emboscada, aunque nos cueste la vida.



Porque el verano, estación de la muerte, lo es también de su antídoto gemelo: el amor. Esta es la razón de que la poeta Violeta Parra, en su mejor canción, Maldigo del alto cielo, fruto de un amor despechado, llame al verano “embustero”, en un provocativo y certero oxímoron: pues verano guarda un parentesco remoto con la raíz latina “ver” (“verdadero”) y tildar al verano de embustero es como nombrar la verdad más verdadera: la de que la verdad es, en realidad, embustera. Este “embuste” del amor se expone de manera jocosa y saltarina en Sueño de una noche de verano, del inmortal Shakespeare, donde la reina de las hadas, víctima del hechizo de Puck, se enamora de un hombre con cabeza de asno. Pero el verano puede ser también un embuste trágico: promete el amor y nos trae la muerte. Otra conocida pieza teatral, ahora del siglo XX, De repente el último verano, del estadounidense Tennessee Williams, trenza hasta el límite la intimidad entre el verano, el amor y la muerte.

Decía Proust que “cada día es un país distinto”. Lo que yo quiero decir es que cada estación es una época o civilización diferente. El otoño es medieval (quizás por culpa de Huizinga), el invierno germánico, la primavera renacentista, el verano ineludiblemente pagano. Nada sintetiza mejor este espíritu veraniego que el poema sinfónico de Debussy, Preludio a la siesta de un fauno, inspirado en la obra homónima de Mallarmé, con esa flauta pánica inicial que todos hemos creído escuchar alguna vez, mientras los padres dormían, durante nuestras perrunas siestas caniculares de la infancia, en las que el ilimitado aburrimiento pegajoso sólo dejaba tres alternativas: la masturbación, el asesinato de un insecto (o una rana) y la lectura. Muchos nos resignamos entonces a leer –luego goce infinito–, culpablemente cansados de no distinguir en la mano entre nuestro sexo y una lagartija.


Esto que vengo diciendo ceñiría algo así como una “fenomenología del verano”, cuyas promesas y amenazas se siguen filtrando por todas partes. Pero el verano tiene además una historia y esa historia nos cuenta cómo el capitalismo ha domado el verano convirtiéndolo en veraneo. El veraneo, digo, conserva algo de ese cielo y esa alegría mortal, pero en formas amortiguadas e industriales que, sobre todo en las últimas décadas, se manifiestan al modo de una persecución implacable del aburrimiento canicular y sus siestas terroríficas.

Ahora bien, ¿desde cuando veraneamos? Los ricos veranearon siempre, como lo demuestran los patricios romanos que, huyendo de las miasmas de la capital, buscaban refugio, antes y después de Augusto, en sus fincas rústicas de la Campania. Pero la experiencia del “veraneo” en Europa sólo se generaliza –y se convierte en “placer vertebral” de las clases medias– a partir de dos progresos innegables: la escuela obligatoria y las vacaciones pagadas, conquista que, también en España, se establece por ley a finales de los años 30 del siglo pasado. La guerra civil en nuestro país, la guerra mundial en Europa, interrumpen momentánea y brutalmente esa nueva atmósfera de “veraneo” de la clase trabajadora europea, atmósfera frívola, alegre, libre y frustrante, muy bien recogida en la película alemana de 1930 Gente en domingo, dirigida por Robert Siodmak y en cuyo guión colaboró un jovencísimo Billy Wilder.

La escuela obligatoria con vacaciones estivas es una de las matrices de producción de eso que llamamos “infancia”. Apartados del trabajo precoz por los estudios y agraciados con larguísimos asuetos estivales, los niños de clase media de la segunda mitad del siglo XX asociaron por primera vez los “peligros mortales” del verano al tiempo muerto en su desnudez más viscosa. El veraneo, como la guerra, era un estado de excepción, con algunas escaramuzas intensas y muchas horas de trinchera. El agua era invencible, el sol implacable, el silencio ensordecedor, las siestas muy largas. Entre una naturaleza muy grande y una familia asfixiante (que aún creía en los “cortes de digestión”), el veraneo infantil ha quedado en nuestra memoria -la de las personas de mi edad- como una herida iniciática, un reloj de carne y una  brutal caída en el cielo.

Las vacaciones pagadas, por su parte, convirtieron el “veraneo” en una experiencia familiar escandida por rutinas que reproducían e invertían las laborales: se volvía al mismo pueblo (que era a veces el de los padres, hoy desaparecido), se leía el mismo periódico, se volvía a ver a los mismos amigos –y enemigos– de todos los veranos, se ajustaba la vida a las mismas horas de baño, de sueño y de comidas. El veraneo no era placentero por su intensidad explosiva sino por su regularidad positiva –de la que tanto la madre, encadenada a las tareas domésticas de siempre, como el padre, con vocación de rodríguez, acababan hasta las narices.

Sólo se puede sentir nostalgia de algo que te cansa: es decir, de una costumbre. Eso se ha terminado. A partir ya de los años 70 del siglo XX, pero de forma acelerada en las dos últimas décadas, el capitalismo ha acabado por domar definitivamente el verano a través de una transformación decisiva: el desplazamiento de la explotación económica del tiempo de trabajo al tiempo “libre”, que se vuelven de algún modo indiscernibles entre sí. Es lo que el filósofo francés Bernard Stiegler ha llamado “proletarización del ocio” para denunciar la expropiación –equivalente a las de los medios de producción– de nuestros medios de recreo y recreación. Las nuevas tecnologías cierran este proceso de mercantilización de la muerte y del amor que hace casi imposible –pues el cielo y el calor nos siguen tocando– la experiencia de los peligros y las rutinas. El ocio se vive como un imperativo de felicidad, esa enfermedad que mide todos los años la casa Coca-Cola; y la infelicidad, al contrario, no menos que el aburrimiento, como un crimen y un pecado: el desgraciado y el aburrido son, sí, monstruos antiguos, fenómenos de feria que hay que aislar y exterminar.

El veraneo como costumbre no volverá; ahora, corto y ansioso, se vive como intensidad imperativa. Sin pueblos a los que volver, sin vacaciones pagadas, con asuetos cada vez más breves, uncidos nuestros egos, como bueyes en serie, a las nuevas tecnologías y sus redes, ningún amor de verano quedará eternamente impreso en nuestro pasado; ninguna muerte amiga vendrá a recordarnos que, como los cuerpos, también las vacaciones se acaban.

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