miércoles, 10 de septiembre de 2014

Aquella noche de septiembre en la Marfea

Aquella noche de septiembre en la Marfea

FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERA
Los subieron a la fuerza al “camión de la carne”, que tanto servía para traer los trozos de animales casi podridos al campo de concentración, como para transportar los cuerpos de los fusilados o asesinados a golpes. Todos iban de pie, casi no podían moverse al llevar atadas las manos...
Pedrillo el de Las Torres se quedó rezagado en el pelotón que salía del campo de concentración de Gando, al momento el “cabo de vara” le dio en la cabeza con la fusta, solo miró un momento para atrás y era Juan R. el privilegiado socialista cobarde, que junto a otros traidores le hacían el trabajo sucio a los fascistas.

Tras los golpes subió la cuesta y pudo hablar con Antonio Febles en baja voz, el viejo lo miraba con los ojos rojos de sangre, le preguntaba que adonde los llevaban a aquellas horas de la noche, el pobre Pedro solo alcanzó a balbucear, deletrear con los labios que no sabía nada. Al momento llegó Eufemiano F. junto al joven E. Bonni al frente de la brigada del amanecer que encabezada el hijo del Conde. El joven los miraba a distancia, se fumaban un virginio mientras arribaba el “camión de la carne”, de sus bocas les llegaba un aliento a ron de caña mezclado con carne compuesta.

Al momento aquella pequeña loma se inundó del humo de gasoil, ese olor penetrante, que le recordó las tardes en la finca de tomateros de “los Betancores”, allí cerquita de su casa en Los Giles, cuando las muchachas aparceras partían oliendo a flores y él se quedaba junto a Segundo Viera observándolas, viendo los ojos cómplices, las miradas furtivas de las chiquillas, como las llamaba su vieja, mientras le preguntaba si estaba “hablando” con alguna.

Ese grato recuerdo pasó como un carro de fuego cuando recibió otro golpe en la espalda, esta vez del cabo de la policía local, el falangista J. Pernía, al que conocía bien de la comisaría del municipio de San Lorenzo, cuando en los bailes de taifa se aprestaba en la puerta, sonriéndole cuando sacaba a bailar a las muchachas.

Esta vez solo lo golpeó y su mirada se perdió en sus ojos negros como la noche, no observó ni un atisbo de complicidad, como si no lo conociera, como si nunca hubiera sido su compañero en la Federación Obrera.

Pedrillo se levantó como pudo, Ambrosio Alcantara lo ayudó agarrándolo por el brazo, la sangre le bajaba por la espalda hasta sus nalgas, el pantalón estaba humedecido por sus orines de miedo. Al momento subió Eufemiano, el hijo del Conde se quedó dos pasos más atrás con una sonrisa macabra, en un instante todo se llenó de falangistas y militares que los empujaban, les pegaban con la mano abierta en sus cabezas, los cabos de vara como Juan R. y otros se limitaban a darles con la vara en la nuca. El joven comprobó mirando a su alrededor que el grupo de presos superaba los cincuenta. De reojo vio a Juan García, Nicolás Santana, el abogado José Luis Sarmiento, el médico Pedro González y muchos más, que ni siquiera identificó, por no poder voltear la cabeza ante los brutales golpes de los fascistas.

Los subieron a la fuerza al “camión de la carne”, que tanto servía para traer los trozos de animales casi podridos al campo de concentración, como para transportar los cuerpos de los fusilados o asesinados a golpes. Todos iban de pie, casi no podían moverse al llevar atadas las manos con aquella soga que les cortaba las muñecas. El olor era muy intenso, una mezcla de sudor, tabaco y sangre.

Algunos lloraban, otros rezaban o recitaban los nombres de sus chiquillos/as, de su amada mujer o novia, invocaban a sus madres, siempre en baja voz para que los esbirros no los escucharan.

En menos de una hora llegaron a los riscos de la Marfea, a poca distancia de la Playa de La Laja. Pedrillo recordaba los días que estuvo bañándose en aquellas aguas corrientosas junto a la bella María, la hija de Matilde la mujer del Panadero de Casa Ayala. Aquel beso en el agua, su cuerpo joven de buena mujer ardiente como sus 18 años, que lo rozaba mientras jugaban como dos niños/as, flirteando antes de la noche de San Juan de aquel junio de 1936.

Todo fueron gritos desde entonces, cuando salió del camión a palos alcanzo a ver la cara de Honorio “El peninsular”, el que trabajaba en la finca de Los Molina como capataz. Ni siquiera lo miró, solo lo golpeó en la cara con la pinga de buey y cayó de nuevo al suelo mientras los demás lo pisoteaban. Era una masa enfebrecida, asustada, una especie de estampida de hombres fuertes, altos, musculosos del trabajo de sol a sol, ahora algunos encadenados, otros atados con la brutal soga de los tomateros.

Sin casi darse cuenta comprobó como los obligaban a tumbarse boca abajo para atarles los pies, notó como lo apretaban con la rodilla clavada en la espalda, los demás gemían de dolor, pero todo era sangre, golpes, gritos, insultos. Las risas de Eufemiano y el hijo del Conde se escuchaban por encima de los llantos. Tenían ese acento de los niños ricos con un tono distinto al del resto. Se carcajeaban porque varios presos se habían cagado en los pantalones. Bromeaban sobre el mal olor de los rojos con el cura de Telde, que también se había acercado a la “fiesta de la sangre”.

En un momento pudo comprobar que del viejo coche de E. Betancor sacaron muchos sacos, los mismos que usaban para las papas y los racimos de platanos. El joven Pedro vio como empezaban a meter a los hombres atados de pies y manos, se escuchaban los gritos, los llantos, pero los fascistas no dudaban ni se inmutaban, los obligaban a patadas y puñetazos, luego los sacos quedaban casi inmóviles, solo viéndose la respiración acelerada de aquellos hombres, unos lamentos que se mezclaban con el ruido del viento, con las risas de los esbirros, que de nuevo bromeaban con el cura sobre “la peste a mierda” y la cobardía de los anarquistas y comunistas.

Pedrillo no se resistió cuando lo metieron en el saco, estaba demasiado triste, herido su cuerpo flaco, lleno de moretones y la sangre le corría por cada rincón de su piel. Notó como comenzaron a amontonarlos en el borde del abismo, se escuchaba el mar y el canto desesperado de las pardelas. Un olor a salitre lo impregnaba todo mezclado con el tabaco de los criminales, percibía la respiración de sus compañeros, algunos insultos a los fascistas, algo indefinible, que casi no podía identificar entre el inmenso ruido de las olas, los gritos, alaridos y lamentos.

Luego ya todo fue tan rápido, comenzaron a tirarlos uno a uno por el acantilado, se escuchaba como se estampaban contra el mar o contra las rocas, el estaba casi de los últimos y escuchó a Pernía bromeando con J. De Lugo y P. Del Castillo, las invitaciones a coñac de Eufemiano como si celebraran un acontecimiento especial.

Percibió como dos hombres lo tomaban por los pies y el otro por los hombros: “¡Muere rojo de mierda, cabrón!”, alcanzó a escuchar mientras lo arrojaban al vacío. Solo fueron unos segundos, notó el agua fría, muy salada, intentó por unos instantes desatarse, salir del saco, pero fue imposible, se dejó llevar, las heridas le picaban, le quemaban con la sal, todo era oscuridad, silencio, una paz infinita, mientras abrió la boca para tragarse toda esa agua y dormirse para siempre.

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