lunes, 4 de junio de 2012

Andrés del Hierro, Por Olivia A. Cano Castro.


Andrés del Hierro
Por Olivia A. Cano Castro.
Lo llamaban así por ser hijo, nieto y biznieto de los antiguos bimbaches,  dedicados desde siempre al pastoreo. Los bimbaches eran los aborígenes de El Hierro.
La isla del Hierro es una de las Canarias. Al  acercarse a ella, sobre todo si hay posibilidad de sobrevolarla, se nos presenta como un inmenso roque de difícil acceso, sin apenas playas ni calas, con enormes acantilados que obstaculizan la llegada del visitante.
Es una isla volcánica. Su tierra está constituida por lava basáltica, depósitos de cenizas y escorias. La reducida frecuencia de lluvias y la intensa evaporación, acentúan lo árido de su territorio.
Como su agua está bajo tierra, y casi no hay manantiales, uno de los más serios problemas de sus habitantes era el ansiado líquido.
No debe extrañarnos entonces el carácter sagrado del garoé, y mucho menos el hecho de que su recuerdo se mantenga vivo hasta nuestros días.
El garoé era una especie de tilo que destilaba  de sus hojas agua en abundancia, que se iba depositando en dos estanques de piedra. Se recogía agua suficiente para todo el vecindario, y para el ganado. Todavía en el siglo diecisiete el garoé era el árbol sagrado de los naturales.
No era ésta una de tantas leyendas. La explicación del aparente milagro es que el agua de la niebla era condensada por su frondosa copa y luego destilada por sus hojas.
Desde luego, los bimbaches y sus descendientes no tenían esa explicación, y buenamente aceptaban lo que la imaginería popular desde siempre habíale otorgado.
Un huracán terrible derribó el árbol sagrado en mil seiscientos diez, pero quedó para siempre en la historia de El Hierro como símbolo de ese maná caído del cielo que es el agua en Canarias.
Andrés vivió en El Hierro en la segunda mitad del siglo quince, y todo lo que sobre su tierra sabía, se lo había contado su abuela, a la luz de las estrellas. Ella le hablaba de sus antepasados, de sus costumbres, de su suelo, que aunque pobre y reseco, les había pertenecido. Sus antecesores, melancólicos y pacíficos, se ayudaban y protegían entre si. Cuidaban de su ganado, y amaban su paisaje, único e impresionante.
La abuela hablaba orgullosa de la exclusividad de su tierra, sus flores y plantas. ¡Nada más hermoso que una sabina doblegada por el viento! ¡Qué decir de sus espesos bosques de pinos, fayas y brezos!
Pero todo se había perdido. La isla estaba gobernada por Armiche, que sufría viendo la forma en que era diezmada su gente, ya de por si escasa, capturados por los extranjeros y vendidos como esclavos.
Los aborígenes de El Hierro, muy castigados por las incursiones de europeos, fueron sometidos y convertidos en siervos de los colonos que se establecieron en su suelo.
Así, antes de nacer, Andrés tenía señalado su destino.

En mil cuatrocientos ochenta y ocho, a la tierna edad de diez años, fue separado de su madre y de su abuela, de su tierra y sus costumbres, creencias y sueños. Llevado a Andalucía, en condición de esclavo.
Era un esclavo dócil y laborioso. Muy callado. Andrés callaba porque pensaba mucho. Y el defendía  sus recuerdos con ese silencio.
¡Era lo único que le pertenecía, que no habían podido arrebatarle!
En reconocimiento a su sumisión y afanes, habiendo transcurrido otros diez años, se le ofreció la ocasión de mejorar su condición. Perdidas las esperanzas de reencontrarse con los suyos, de volver a vivir en su isla, de cuidar su rebaño y formar familia, se dispuso al cambio que se le presentaba.
Así, Andrés de El Hierro, indígena canario, aparece en los listados que se conservan en los antiquísimos archivos, como soldado que viaja a las Indias, enrolado en el que fuera tercer viaje del Almirante.
Recibió una paga de veinte maravedíes, que empezó a correr el veintitrés de enero del año del Señor de mil cuatrocientos noventa y ocho.
Dada su condición, sólo tuvo el derecho a ser pasajero de combés, y tuvo la suerte de que al caer el palo mayor en la tormenta, le aplastase su cráneo, y lo librase de la lenta agonía de la muerte por asfixia, o ser devorado por los numerosos tiburones que se encuentran en las azules aguas atlánticas, cuando comienzan a ser caribes.

Olivia A. Cano Castro.
Abril, 2005.


  

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