JUAN CARLOS EN HOGWARTS
El emérito ha conseguido su particular objetivo propagandístico:
dejar claro que, hasta que asistamos a su funeral, seguirá reivindicando su
derecho a seguir yéndose de regatas, toros, verbenas, bodas y funerales cuando
y como quiera
GERARDO TECÉ
Los reyes Felipe VI y Letizia, Juan Carlos
y Sofía se sientan
juntos en el funeral de Isabel II.
Si el joven Harry Potter acudió a Hogwarts a poner a prueba sus poderes mágicos, el viejo Juan Carlos hizo lo propio plantándose en Westminster. En vez de acceder al evento por un andén secreto escondido en el metro de Londres –los Borbones no han sido tradicionalmente amigos de esta forma de transporte–, el rey llegó al gran acontecimiento planetario en un lujoso avión privado desde el lejano Oriente. Como en el caso del Harry mago, el viaje del Juan Carlos monarca a Londres tampoco era visto con buenos ojos por una familia con la que la relación es nula. No he matado a nadie –ejem– argumentaba el emérito en sus círculos cercanos una vez conocidas las reticencias de Felipe VI ante una posible foto con su padre en el funeral de Isabel II. Pero no hay reticencias suficientes para un hombre que está dispuesto a responderse a sí mismo la pregunta que le lleva corroyendo desde que se mudó a Abu Dhabi: a pesar de abdicaciones, corrupciones, huidas al extranjero y rupturas familiares que dejarían al annus horribilis de la Royal Family en año simplemente regulero, ¿sigo siendo parte de ese mundo elitista que es mi mundo?
La respuesta rápida
es que sí, ya que, en contra de la voluntad de Felipe VI, allí estaba. Se le
notaba el triunfo en el semblante. A pesar de todos los pesares, Juan Carlos
había logrado uno de los cotizados asientos en el funeral de la reina Isabel de
Inglaterra. Si hubiera hecho falta, se lo hubiera comprado en reventa a
cualquier sultán de la zona. Lo que fuese necesario. Incluso viajar al único
país en el que mantiene una causa penal abierta –a la espera de que alguien en
la Fiscalía se saque el B1 de inglés– por acoso a su ex, Corinna Larsen.
Hablando de ex, el protocolo británico, tan rígido que los líderes mundiales
allí congregados debían preguntarle al ujier si podían levantarse para ir a
mear, decidió situar a su esposa Sofía como su acompañante. Hasta los Papas de
Roma dimiten de ser representantes de dios en la tierra, así que es admirable
lo de esta señora, dicen los monárquicos. O incomprensible, quienes sabemos que
no existe la sangre azul y que sobran las humillaciones derivadas. Juntos los vimos
llegar a la previa el día anterior en Buckingham Palace y juntos los hemos
visto entrar al funeral en Westminster. Juan Carlos, indisimuladamente
satisfecho por estar allí, caminaba ayudado por un bastón y por la que, tal
vez, sea la única persona que a día de hoy no le reproche sus homicidios de
juventud, infidelidades, corrupciones, sobornos y destrozos: un asistente
personal pagado por el Estado.
A pesar de los
esfuerzos del actual rey de España Felipe VI por evitar en los días previos la
fotografía en Londres junto a su padre, uno de los planos televisivos de la
retransmisión del faraónico bolo de despedida a Isabel II desveló que el
protocolo británico había decidido sentar junta a toda la familia real española
en lo que supone el mayor ataque del Reino Unido contra nuestro país desde lo
de Gibraltar y la primera imagen de Felipe VI y el emérito juntos desde su
marcha a Abu Dhabi. El protocolo inglés, que aprieta, pero no ahoga, nos evitó
durante la retransmisión el mal –o buen– rato de verlos interactuar con más
detalle, si es que lo hicieron. No sabemos si se saludaron con más o menos
afecto, si hablaron, si se miraron, pero ¿qué importa? Para Juan Carlos, que
supo levantarse durante la ceremonia cuando había que hacerlo, persignarse
cristianamente si era pertinente y cuando tocaba guardar silencio –ni una sola
vez gritó por qué no te callas durante la larguísima ceremonia–, haber salido
del destierro oriental para codearse con la élite de las fantasías monárquicas
y los cuentos medievales era más que suficiente para volver satisfecho y
vencedor a su retiro lejano.
El entierro estuvo
bien, muy bonito. Es lo que se dice, en Westminster y en cualquier pueblo de
Andalucía cuando la difunta tenía ya tanta edad de merecer que sobran los
dramas y los quién se lo podía imaginar. Este, tal vez, un poco más costeao de
lo normal. Si el Reino Unido ha convertido el funeral de Isabel II en una
lección magistral de propaganda nacional en plena crisis post brexit, Juan
Carlos ha conseguido su particular objetivo propagandístico: dejar claro que,
hasta que asistamos a su funeral –menuda incomodidad–, él seguirá reivindicando
su derecho a seguir yéndose de regatas, toros, verbenas, bodas, bautizos,
comuniones y funerales cuando y como quiera. Recordándonos lo que es ser rey,
un ser tocado por la varita del privilegio, impune a todos sus actos y que no
hay Voldemort que pueda evitarlo.
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