VISITA DEL PAPA A IRAK, ALGO MÁS
QUE UN VIAJE RELIGIOSO
DANIEL BERNABÉ
Dos hombres ancianos se encuentran en una habitación sobria mirándose a los ojos, como quien trata de comprender a alguien muy lejano, pero a la vez semejante, como unos padres en la sala de espera de un aeropuerto internacional, esos lugares de neutralidad medida, que cruzaran, quizá, una expresión de pena por la familia que se deja atrás. Ambos son hombres de fe y, más allá, la personificación de la creencia religiosa, ese cultural universal que nos acompaña desde que los humanos tenemos espíritu de trascendencia, es decir, desde que somos algo más que homínidos hábiles. Uno viste de negro, el otro de blanco. La estancia, con unas paredes desnudas y una simple mesa en una esquina, también en los dos colores básicos, hace que la escena tome un extraño tono ajedrezado, casi de cuadro de Escher. Dos formas de acceder a Dios, dos formas de representarlo. Blanco y negro de modestia y rigor en la ciudad santa de Nayaf. Religiones dándose la mano a orillas del Éufrates.
El encuentro del 6
de marzo de 2021 entre el Papa Francisco y el ayatolá Al Sistani ha sido
calificado como una reunión histórica. Era la primera vez que la máxima
autoridad católica visitaba Irak, donde fue recibido a su llegada a Bagdad por
el primer ministro Mustafa Al-Kadhimi en su condición de jefe de Estado del
Vaticano: Dios siempre ha de tener un pie en la tierra, en ese espacio donde la
diplomacia y el cargo político es útil para establecer las equivalencias. Sin
embargo, Bagdad, la capital nominal del país del medio oriente, centro del poder
bajo el Gobierno del partido Baaz, de 1968 a 2003, ha sido relevada en algunos
aspectos por Nayaf, donde reside el clérigo musulmán Al Sistani, uno de los
guías espirituales de la confesión chií, minoritaria en el Islam, pero
mayoritaria en Irak y, lo que es más importante, Irán, donde es inspiradora del
propio Estado tras la revolución en 1979.
Tanto el Papa como
el ayatolá han tenido palabras, que fueron expresadas al mundo en sendos
comunicados, a favor de la tolerancia religiosa. En el régimen baazista,
encabezado por Sadam Husein desde 1979 hasta su derrocamiento, la población
cristiana en Irak ascendía al menos al millón y medio de personas. Tras la
invasión estadounidense de 2003 y las casi dos décadas de inestabilidad y
violencia, este número se ha visto reducido a 300.000 personas. Para Francisco,
que hacía su primer viaje desde que estalló la pandemia, era de vital
importancia encontrar el respaldo de quien se considera una de las máximas
autoridades religiosas del país, cuyos edictos no tienen rango de ley, pero
influyen de una manera estricta en la vida de los iraquíes. La situación de
Siria o de la población Palestina en los territorios ocupados fue parte también
de lo que se nos contó de la conversación.
Hasta aquí se
podría desarrollar una primera lectura de la importancia del encuentro, la de
dos líderes religiosos hablando sobre problemas de convivencia y dando un
mensaje de tolerancia contra el extremismo que lleva azotando a la región desde
hace un par de décadas. Este viaje complementa al que ya hizo el Papa en
febrero de 2019 a los Emiratos Árabes Unidos, donde firmó un documento junto al
imán Ahmed el-Tayeb, líder musulmán, esta vez de la mayoritaria rama sunita,
que giraba en torno a aspectos similares al encuentro de este pasado fin de
semana. Puede que estas reuniones sean sólo interpretadas como declaraciones de
buena voluntad, pero son inéditas históricamente e impulsadas por un Pontífice
que parece entender bien la complejidad no sólo del ámbito islámico sino de la
política de la zona: la religión que no tiene los pies en la tierra pierde su
capacidad de influencia.
El gobierno iraní
no ha hecho declaraciones oficiales con respecto a la visita de Francisco a
Irak, pero su prensa ha calificado al encuentro como el más significativo entre
el diálogo de religiones, teniendo todas las cabeceras palabras elogiosas para
la iniciativa del Pontífice. Y esto es más que relevante, ya que Irán no sólo
ha multiplicado su influencia en el país vecino, sino que se ha aumentado su
relevancia en todo Oriente Medio. La invasión de Irak en 2003 fue no sólo
desastrosa en cuanto a los costes humanos y la desestabilización de la zona,
sino que para los propios intereses norteamericanos fue un completo
despropósito. No sólo el opíparo negocio que se preveía nunca fue posible, sino
que, además, Estados Unidos dio la oportunidad a su mayor enemigo en Oriente
Medio, Irán, para convertirse en un nuevo polo de poder.
Una de las razones
fue que quienes protagonizaron la resistencia más enconada a la invasión por
todo Irak, especialmente en la batalla de Faluya de 2004, de mayor dureza
militar para las tropas estadounidenses que la propia invasión, fueron las
milicias chiíes. El también clérigo Muqtada Al Sadr se convirtió en uno de los
hombres fuertes del país, dirigiendo el ejército de Al-Mahdi, con un brazo
político que fue el partido más votado en las legislativas de 2018. La Alianza
Fatah, también chií, ocupó el segundo lugar en los comicios, siendo una
coalición de partidos representantes de las fuerzas procedentes de la guerra
contra el Estado Islámico. Fue precisamente Al Sistani, el interlocutor del
Papa, quien dictó una fatua en 2014 que revistió de legitimidad religiosa la
lucha contra el ISIS, fundamental para entender la derrota de la organización terrorista
que llegó a ocupar gran parte del territorio sirio e iraquí.
En estas casi dos
últimas décadas, el nuevo Estado irakí ha pasado por incontables dificultades
para mantener la integridad territorial y garantizar unos mínimos de seguridad
para sus ciudadanos. La propia prosperidad del país, factor esencial para
entender la estabilidad en cualquier otro escenario, se cruza en Irak con la
más elemental supervivencia. Aunque las milicias chiíes han sido parte de
conflictos entre ellas mismas, contra su contraparte suní, contra el propio
ejército regular y contra las fuerzas de ocupación estadounidenses, la guerra
contra el Estado Islámico las situó como salvadoras del propio país. Aunque
muchas de ellas son rigoristas, la extrema radicalidad del ISIS las ha hecho
indispensables no sólo para la seguridad ciudadana sino para cubrir muchos
espacios públicos a los que el Estado iraquí no llega. E Irán ha tenido mucho
que ver en el sustento de todos estos grupos que son a la vez parte del Estado
y operan paralelamente al margen del mismo.
En la invasión de
Irak como en la guerra de Siria, además de los deseos estadounidenses y en
menor medida de algunos Estados europeos, las monarquías del Golfo, en especial
Arabia Saudí, tuvieron una responsabilidad notable. Este conjunto de intereses
cruzados, a los que podríamos añadir los de Israel y Turquía, vieron en la
caída de los baazistas de Irak y Siria su objetivo prioritario y en los grupos
herederos de Al Qaeda y el propio ISIS una herramienta de guerra sucia que financiaron
y toleraron pero que pronto se les fue de las manos. Y en esto cabe destacar
que tras el fiasco iraquí de la administración Bush, fue la administración
Obama quien se dedicó a librar una operación de desestabilización indirecta
igualmente desastrosa. Europa fue la primera en pagar su seguidismo con
atentados islamistas, con origen en el ISIS, que en gran medida han aupado a la
ultraderecha del viejo continente.
Hoy el Gobierno
sirio de Al Asad controla de nuevo una parte notable de su país, Rusia ha
recuperado prestigio militar y diplomático con la campaña siria y los kurdos
han aumentado su reconocimiento. Además, Hezbolá opera ya más allá de las
fronteras libanesas e Irán, que combatió en los ochenta en una cruenta guerra
contra Irak es hoy, más que un aliado, parte sustancial a través de las
milicias y partidos chiíes parte de la vida pública de su país vecino. Arabia
Saudí y los Emiratos Árabes Unidos andan enfangados en Yemen en un terrible
conflicto olvidado por casi todo el mundo. El Estado Islámico, al que se dio
por derrotado en 2017 en Irak y en 2019 en Siria, ha vuelto a retomar su
actividad terrorista aprovechando, de nuevo, el principal factor que le
permitió desarrollarse: el caos de una guerra permanente que ha devastado áreas
de ambos países.
El nuevo presidente
norteamericano, Joe Biden, ha tardado poco más de un mes en lanzar el primer
ataque sobre la zona. Contra lo que cabría esperar, a no ser que se haya
seguido el conflicto de cerca, no ha sido una operación de comando contra las
fuerzas dispersas del Estado Islámico, sino un ataque aéreo contra un convoy de
milicias chiítas, compuestas en parte por iraquíes, con apoyo iraní, que
operaban en suelo sirio combatiendo a los terroristas del ISIS. El ataque, que
causó una veintena de muertos, no tenía un objetivo operacional militar, sino
que ha sido la manera en que la nueva administración ha mandado un mensaje a
todos los actores presentes: a Moscú, a Teherán y a la propia Bagdad, cuyo
Parlamento instó a su Gobierno a pedir la retirada de las tropas
norteamericanas.
Cabe recordar que
el 3 de enero de 2020, Estados Unidos asesinó al general iraní Souleimani en el
aeropuerto de Bagdad, en una de esas acciones que congelaron a la comunidad
internacional por llevarse a cabo de una manera tan patente. A finales de
noviembre de 2020 fue también asesinado Mohsen Fakhrizadeh, el jefe del
programa nuclear iraní, en una acción que el Gobierno de Teherán atribuyó al
Mosad israelí. En todo este contexto, las sanciones financieras y comerciales a
Irán y las protestas sociales en Irak, de octubre del 2019 a octubre de 2020,
que han costado más de medio millar de muertos y que tuvieron al país varios
meses sin Gobierno. La crisis económica asociada a la covid, en una economía
altamente dependiente del petróleo, no ha hecho más que empeorar las
condiciones de vida.
¿Quién sigue siendo
una figura clave en este convulso panorama iraquí? Justo el protagonista con el
que comenzábamos el artículo, el ayatolá Al Sistani. En primer lugar, por su
liderazgo religioso, pero también por una postura mantenida a lo largo de estas
dos últimas décadas que le ha situado como una figura de poder sin aspirar
directamente al poder político, algo que, pese a su cercanía con Irán, país del
que es originario por nacimiento, le hace diferir del modelo teocrático
directo. Al Sistani es un conservador estricto, que defiende la influencia
islámica en las leyes civiles, reaccionario en muchos temas sociales, pero en
su posicionamiento, incluido el mantenido en la reunión con el Papa, ha
defendido la integridad territorial y soberanía de Irak. De una extraña forma
el arabismo de mediados del pasado siglo que fundó las repúblicas de Oriente
Medio dejó una impronta nacional que ni siquiera los líderes religiosos se
cuestionan.
Vistas las piezas y
protagonistas, las tendencias de conflicto cada vez más acusadas y la
correlación de fuerzas y debilidades que han impedido que ninguno de los
contendientes se imponga al resto, lo que podemos deducir es que el Vaticano ha
movido ficha y lo ha hecho con un criterio que, teniendo en cuenta la defensa
de los cristianos en Oriente Medio, va mucho más allá en cuanto a la
geopolítica se refiere, por el interlocutor y por el momento.
Aunque el viaje
estaba previsto antes del último ataque estadounidense, de una u otra manera,
el Papa ha legitimado no sólo a Al Sistani delante del mundo occidental, sino
también a Irán como actor que ya no se puede obviar en la estabilización de la
zona. El departamento de Estado puede imponerse a la mayoría de los poderes
políticos del mundo, si exceptuamos el Kremlin y Zhongnanhai, pero no a una
visita de índole religiosa de la primera autoridad del catolicismo. Cabe
preguntarse si Bruselas ha estado al margen de la visita vaticana o, al menos,
ha colaborado de forma discreta en su preparación. Sería deseable lo segundo,
probablemente haya sucedido lo primero.
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