PABLO CASADO: UN DESASTRE PARA EL PP,
UN PELIGRO PARA ESPAÑA
DANIEL BERNABÉ
"No podemos dejar el partido en manos de estos sinvergüenzas [...] Ir a las urnas no tiene ningún sentido. Ellos han manipulado los datos y las votaciones [...] No podemos ir como borreguitos al matadero para que nos degüellen y después decir que nos han ganado por mayoría [...] Madrid no está siendo imparcial desgraciadamente [...] Hay cuatro golfos, porque no hay otra palabra, que quieren seguir manteniendo el poder. Les importa una mierda este partido. Pero no preocuparse, el tiempo los va a poner en su sitio".
Así se expresaba
Juan Ávila, el alcalde de Carmona, a propósito del congreso provincial del PP
sevillano, en un audio filtrado que desveló el viernes La Sexta. ¿Qué lectura
tienen estas durísimas declaraciones, aún privadas, en un partido que gobierna
en Andalucía, objetivo que llevaba persiguiendo desde la llegada de la
democracia? ¿Son tan sólo una salida de tono de un dirigente provincial o
reflejan una historia mayor dentro del PP? En tiempos de crisis y escasez los
conflictos se manifiestan tan explosivos como inclementes, a menudo con unos
resultados inesperados.
Todo el mundo,
desde el incidente murciano, mira a Ciudadanos como un muerto viviente. Y puede
que no les falte razón. Que varios tránsfugas naranjas frustraran una moción de
censura que habían aprobado en sus órganos de dirección, de manera tan
sorpresiva como traidora a cambio de puestos en el Gobierno regional, era
síntoma de algo más que de moral distraída o un partido declinante: el PP había
iniciado una OPA hostil sobre Ciudadanos para absorberlos sin miramientos.
Lo que una vez fue
pensado como bisagra de estabilidad institucional va a ser descabellado por uno
de los partidos a los que se supone que había venido a servir de gregario.
¿Quién ha tomado la decisión de acabar con los naranjas antes de que Sánchez
los rentabilice? Pablo Casado, el dirigente político, que tras Inés Arrimadas,
más complicado tiene su futuro a medio plazo.
No en todos los territorios
donde gobierna el PP esta decisión ha sentado de igual manera. En Castilla y
León el Gobierno de populares y naranjas ha enfrentado una moción de censura
que, aún derrotada, ha elevado la tensión en un parlamento tranquilo. La otra
comunidad donde el despedazamiento de Cs, emprendida por el chatarrero García
Egea, se ve con preocupación es Andalucía: para una vez que llegan al palacio
de San Telmo desde Génova les ponen palos en las ruedas.
El lío del congreso
provincial Sevillano, en el que al final ha sido derrotado Juan Ávila, próximo
al presidente andaluz Juan Manuel Moreno Bonilla, por la candidata impuesta por
la dirección nacional, nos explica también algo que va más allá de los
navajazos regionales: Pablo Casado sabe que su cabeza pende de un hilo y está
moviendo los propios para evitar perderla, de ahí que el PP enfrente más de 40
congresos provinciales en las próximas fechas.
Presumiblemente en
2022 asistiremos al XX Congreso Nacional del PP, donde la actual dirección se
juega su continuidad o pasar a la historia como la más nefasta desde su
fundación. Bajo la égida de Casado el PP sólo ha conocido la derrota. De hecho
se puede decir que la única victoria atribuible a este equipo directivo ha sido
la de parar la moción murciana y, quizá, como veremos más adelante, no del
todo.
Cuando el PP
consiguió llegar al Gobierno andaluz, aún perdiendo un número considerable de
votos en las elecciones de diciembre de 2018, lo hizo con un candidato como
Moreno Bonilla que era mano de la anterior dirección de Rajoy. Soraya Sáenz de
Santamaría acudió a la toma de posesión pero, como último acto público de
desagravio, no se dejó ver en la primera convención organizada por Casado que
fue coincidente en el tiempo.
Unos meses antes,
en julio de 2018, Casado llegó a la presidencia del PP de rondón, en un
congreso que fue organizado apresuradamente, producto de la espantada de un
Rajoy que parecía más atento al Tour de Francia que al futuro de su partido.
Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal, aquellas enemigas íntimas, se
destrozaron y dejaron al tercero en liza, Casado, la posibilidad de dar la
sorpresa en la segunda votación. Aquel chico, que aún sonriendo tenía ojos
tristes, dejaba la puerta abierta de Génova a un aznarismo radicalizado hasta la
náusea en su destierro. Pronto empezamos a ver los resultados de un dirigente
que había conseguido aquella presidencia apelando a una derecha "sin
complejos": el PP iba a emprender una alocada carrera con Vox a ver quien
la tenía más grande.
El problema es que
tras la infausta foto de Colón vinieron dos elecciones generales en 2019, donde
Casado obtuvo los peores resultados del PP en su historia. Si bien es cierto
que, tras la explosión de la Gürtel, era injusto culpar a un recién llegado que
apenas había tenido tiempo de poner en marcha su dirección, Casado no hizo nada
por diferenciarse de Vox. Primero le dio su bendición en Andalucía, en aquella
patética foto donde Moreno Bonilla observaba, con los brazos debajo de la mesa,
como García Egea firmaba el acuerdo de gobernabilidad con Ortega Smith, sin
pistolas a la vista.
Después en aquel
largo año electoral no hizo sino comprar a Vox un discurso que parecía no saber
manejar del todo: para portero de club de carretera nacional mejor Abascal. En
la investidura de Pedro Sánchez, enero de 2020, Casado dio un lamentable
espectáculo donde acusó al socialista de "meter en el Gobierno de España a
los que se han conjurado para destruirla". Todo, como ven, palabras de un
hombre de Estado, con una visión constructiva de futuro y un discurso centrado.
Tras los durísimos
primeros meses pandémicos del pasado año vinieron las elecciones de Galicia y
Euskadi. En Galicia ganó Alberto Núñez Feijóo, ocultando el logo de su partido
en los carteles electorales y reduciendo a Casado a la mínima expresión en
campaña: los populares gallegos sabían que el clima extremo al que había
contribuido su líder nacional no iba a ser bien recibido por sus electores. En
Euskadi, donde viene bien recordarlo, el PP y Ciudadanos se presentaron juntos,
quedaron los penúltimos, sólo por delante de Vox: los vascos no se creyeron esa
coalición cuando habíamos visto, en los momentos más difíciles del primer
estado de alarma, al líder del PP compitiendo con los ultras en la tribuna de
la Cámara Baja. Los populares no sólo no habían conseguido dañar al Gobierno de
Sánchez e Iglesias, sino que se habían dañado a ellos mismos, dando alas a Vox,
perdiendo, por momentos, el protagonismo del mando moral de los conservadores.
Algo había que hacer.
Y fue entonces
cuando Pablo Casado el bárbaro, transicionó, usando el término de moda, en
Pablo Casado el sensato: debió percibirse como un hombre de Estado y se
autodeterminó como tal. A la portavoz Cayetana Álvarez de Toledo, que dejaba a
Vox a su izquierda en cada intervención, la defenestró en agosto. A finales de
octubre pronunció un durísimo discurso contra Abascal en la moción de censura
que Vox presentó contra Sánchez: "No es que no nos atrevamos, que nos
hayamos rendido. Es que no queremos ser como ustedes [...] La alternativa no se
construye recitando hazañas bélicas y cabalgando un ejército de trolls [...] No
quiere cambiar al Gobierno sino suplantar al PP, pero abandone toda esperanza
[...] Ha llegado el momento de pasar del enfado a algo constructivo". No
fueron pocos los editoriales que nos empezaron a vender que el PP había salido
de las cavernas ultras, sin tener en cuenta que, en toda historia que se
precie, siempre hay un elemento inesperado que altera todo el escenario: en
otras se trataba de Gollum, en la nuestra de Isabel Díaz Ayuso.
Ayuso, ese
accidente histórico hecho presidenta en 2019, gracias a la operación que desde
el progresismo madrileño pretendió aniquilar a Iglesias definitivamente, había
sido convertida por el coronavirus en el polo reaccionario de oposición al
Gobierno central. Y siguió haciendo su papel, el único que conoce, para el
único que vale, que es el de incendiaria con tambor y cascabeles, dejando a
Casado en un oscuro segundo plano delante de unas huestes conservadoras que,
después de educadas en la bronca permanente, ahora prefieren las casquería
antes que la vichyssoise. En las elecciones autonómicas de mayo, Casado perderá
independientemente del resultado: o acumula una nueva derrota o sufre a una
Ayuso que se habrá hecho más grande que él.
Y llegó febrero de
2021, un mes nefasto para el PP donde sufrió una derrota estrepitosa en
Catalunya, frente a Vox, y donde el juicio de la Caja B del PP, con un Bárcenas
deseoso de cobrar venganza, puso a los populares frente al abismo. Feijóo
resumió la situación con una frase: "Casado es tan responsable del
resultado catalán como Sánchez del gallego". Una manera, tan elegante como
obvia, de dar una puñalada a la vez que se da un abrazo. La actual dirección
popular sobreactuó desvinculándose del Gobierno de Rajoy, en menos de un mes,
dos veces: separándose de la actuación policial del referéndum independentista
y anunciando la venta de la sede de Génova. Para rematar la jugada, la precaria
situación económica que atraviesa el PP, hizo que Casado pidiera a sus barones
una mayor contribución al aparato central, algo no desdeñable, teniendo en
cuenta que uno de los factores de cohesión de la derecha ha sido siempre
manejar los favores locales y provinciales con soltura: si quitas de un lado,
no tienes para repartir en el otro.
Pablo Casado no
sólo se ha ido estrellando electoralmente en todas las citas en las que ha
tenido algo que ver, sino que se ha puesto en contra a casi todos los sectores
de su partido: los vinculados a la anterior dirección, los barones
territoriales que ven con preocupación como fagocita a quien les mantiene en
sus sillones y los radicales que le auparon y ahora le ven como un traidor.
Cayetana Álvarez de Toledo no ha perdido ocasión de atizar al líder en cuanto
ha tenido ocasión acusándolo de "repartirse los cromos" en la eterna
renovación del CGPJ o haciéndole responsable directo de la debacle electoral
catalana. La dirección respondió aumentando las multas en el Congreso contra
sus diputados díscolos, es decir, Cayetana.
Toda esta historia
nos sirve para deducir una sola cosa: Pablo Casado es un capitán errático de un
barco que hace aguas, que carece de instrumentos de navegación y cuya
tripulación cuchichea mirándole de reojo, que es lo que sucede antes de los
motines. Si no le han tirado por la borda, aún, es porque los piratas de Vox
les pisan los talones, algo que ideológicamente a muchos de ellos les es
indiferente, si no fuera porque verían peligrar un sillón que no se recupera
una vez que la indeterminación se ha apoderado de los mares de la derecha. El
martes el PP afronta su Junta Directiva Nacional, una que puede ser dramática
de triunfar la moción en Castilla y León.
En el caso de no
prosperar, Casado escenificará lo que llama la "unión del centro-derecha",
que no es más que la maniobra para finiquitar Ciudadanos por la fuerza para
poder tener algo de crédito antes de la convención popular en Otoño. Quebrar
definitivamente el resorte naranja, en una situación de inestabilidad como la
actual, puede significar pan para hoy y hambre para mañana: en un panorama
político con las mayorías absolutas pulverizadas eso significa pasar a depender
de Vox.
En enero de 2020
escribí que "o la historia le pasa por encima a Casado o nos va a pasar
por encima a todos". Más allá del dirigente popular, más allá de su
partido, lo que nos espera en 2021, lo que se acabará de sentenciar en Madrid,
es el triunfo de las ideas de ultraderecha en el lado conservador de la
política española: puede que en el mejor de los escenarios Vox no sorpase al PP
sencillamente porque quien mande en el PP, no importa su rostro, sea tan
radical como ellos.
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