LOS JUANCARPLANISTAS
DAVID TORRES
Antes incluso que los terraplanistas -la comunidad de zoquetes que reniega de la ciencia para defender un modelo medieval donde el planeta Tierra tiene forma de palangana-, los juancarlistas optaron hace mucho por una estrategia del avestruz que consiste en hacer oídos sordos, ojos ciegos y bocas mudas ante las evidencias palmarias de que el rey Juan Carlos no es el centro del universo. Estaban demasiado ocupados con las alabanzas y genuflexiones para poder escuchar los rumores palaciegos, los tiros de las cacerías africanas o los requerimientos de la fiscalía suiza acerca de los líos con una barragana carísima. Puede decirse que, hoy por hoy, es más fácil creer que la Tierra es plana que creer en el rey Juan Carlos.
El juancaplanismo,
en efecto, requiere de fe, de mucha fe, de ingentes toneladas de fe. Hasta el
punto de que algunos de los más firmes defensores del personaje empiezan a
plegar velas y a silbar canciones. Frente a una institución tan opaca como la
monarquía borbónica siempre se trata de creer o no creer, y ha tenido que venir
alguien tan poco proclive al republicanismo como Jose Mari Aznar a cantar las
verdades del barquero: "Si el que representa a la institución no cree en
ella, ¿por qué van a creer los demás?" No se sabe si en estas
declaraciones pesa más el pasado de ex presidente o la voz tonante del ex
inspector de Hacienda, pero lo esencial del asunto es la fragilidad de los
cimientos sobre los que reposa la jefatura del Estado, el hecho de que la
solidez de una institución depende de la conducta de su representante
principal. Como si la democracia estadounidense, con su capitolio, sus leyes y
sus cámaras, fuese a desvanecerse de repente en el momento en que se pone de
manifiesto la clase de botarate que es Donald Trump.
Todo era un truco
de magia, entonces, un juego de manos en el que, alehop, un yate por aquí, una
comisión millonaria por allá, una rubia tragaperras por el norte, un jeque
árabe por el sur, y el palacio de la Zarzuela empieza a resquebrajarse como un
cuento de hadas. Es lógico que el rey Juan Carlos haya emigrado al Golfo
Pérsico a guarecerse del temporal, tal vez porque no había otro sitio más lejos
donde guarecerse: la superficie de Marte todavía no ofrece garantías de
habitabilidad ni, lo que es peor, de amistad. La mayoría de los políticos
consultados acerca de la última y desvergonzada regularización fiscal del
emérito aseguran no tener la menor idea de estos comportamientos delictivos,
como si tales comportamientos hubiesen brotado de la noche a la mañana, cual
champiñones silvestres, lo que obliga a pensar si eran cómplices, si eran
ciegos o si eran idiotas, una tríada de posibilidades que no les deja muy bien
a ellos ni a las instituciones ni a los españolitos en general.
Había, sin embargo,
suficientes pistas para hacerse una idea, desde la epidemia de cleptomanía que
iba infectando con la hospitalización entre rejas a los allegados a la corona
(Mario Conde, los Albertos, Javier de la Rosa, Manuel Prado y Colón de
Carvajal, Urdangarín) hasta el nombre profético de esas embarcaciones
deportivas en las que tanto les gustaba hacerse a la mar: el Bribón. Cuatro
millones y pico por rentas no declaradas no son más que la punta del iceberg,
la bolita invisible en un juego de trileros cortesanos en el que al final,
alehop, se ha visto el truco. Desde Estoril a Abu Dabi, los juancarplanistas
han borboneado por encima de nuestras posibilidades. Pasando por donde ustedes
quieran.
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