METAMOS DE UNA VEZ A LOS
RICOS EN LA CÁRCEL
JOSÉ ÁNGEL HIDALGO
Funcionario de
prisiones, escritor y periodista
La perplejidad de
ver a Jordi Pujol Ferrusola saliendo en libertad tras pagar unas semanas de
prisión por un delito repugnante, me ha hecho recordar que muy pronto se
cumplirán cuarenta años desde la promulgación de la Ley Penitenciaria, la
primera ley orgánica aprobada por las Cortes constituidas en 1979; y también me
ha hecho reflexionar acerca de su eficacia, claro.
Tengo primero que
decir que el hecho de que fuera la primera ley democrática es algo que no debe
sorprender, porque muchos de los que se sentaron en aquellas flamantes cámaras
habían sufrido infame persecución e infame cárcel: querían votarla y con ganas.
En efecto, ya nunca
iban a olvidar no solo las condiciones que sufrieron ellos mismos en el viejo
talego de Carabanchel (o en otros) en su calidad de presos políticos, sino que
estos diputados recordarían siempre tras su liberación, como una experiencia
humana de primer orden, el contacto con el lumpen español, con la pequeña
delincuencia, con la más profunda incultura, con la miseria de la miseria
generada por aquella dictadura de fajín sangriento y espada enhebrada en el ojo
de la calavera.
Por esa razón se
apresuraron, digo yo, a aprobar aquel mandato. Y desde entonces han pasado casi
cuarenta años, toda una vida que ha durado lo que el balbuceo alegre de un bebé
recién comido.
La Ley
Penitenciaria es un texto ambicioso que tiene como piedra angular el artículo
25 de la Constitución, ese que nos ennoblece y mucho como españoles: en mi
opinión, más que ningún otro, pues creo que es la rehabilitación del
delincuente y su reinserción social el más progresista de los capítulos de la
Carta Magna: de forma no directa, pero tampoco indirecta, va a la esencia de la
causalidad del delito, y si bien es cierto que no apunta explícitamente a las
estructuras sociales injustas como la matriz donde se gesta la conducta
criminal, sí que mandata al poder legislativo, ejecutivo y judicial con un
deber de tutela sobre el individuo que yerra y cae, con lo cual la Constitución
sí que asume parte de esa responsabilidad estructural.
La cárcel, por lo
tanto, ha de cumplir esa titánica tarea de reinserción, y sin embargo, tras
cuarenta años y aunque sería muy injusto decir que todo continúa igual,
esencialmente se siguen dando las mismas circunstancias sociales que ponen al
límite las capacidades de la prisión, y más con la graves carencias de medios y
personal funcionario que ningún Gobierno afronta con seriedad.
Al sistema
penitenciario se le sitúa ante una tensión casi insuperable al obligarle a
gestionar el malestar y las agresiones que todos los días se dan dentro de sus
muros: es una violencia propia de quienes no tienen nada que perder, de quienes
entran una y otra vez, de los que saben que ya nada, ni la mejor de las
voluntades, va a lograr que se reconduzcan sus vidas.
Esa tensión
terrible se multiplica perniciosamente al tener que afrontarla sin que se
perciba ninguna preocupación externa (social) por ello: más bien lo que se
detecta es un gran desprecio, para qué nos vamos a engañar.
Pero es que a ese
mismo sistema penitenciario, se le exige además que dé al recluso formación ¡y
la suficiente entereza moral para afrontar la vida en libertad!, cuando esa
misma sociedad no hay sido capaz de educarle e insuflarle una autoestima básica
cuando era un adolescente, luego un joven… siempre de condición humilde.
¿No es esto acaso
un contrasentido, casi un disparate?
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