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lunes, 15 de abril de 2019

METAMOS DE UNA VEZ A LOS RICOS EN LA CÁRCEL


METAMOS DE UNA VEZ A LOS 
RICOS EN LA CÁRCEL
JOSÉ ÁNGEL HIDALGO
Funcionario de prisiones, escritor y periodista
La perplejidad de ver a Jordi Pujol Ferrusola saliendo en libertad tras pagar unas semanas de prisión por un delito repugnante, me ha hecho recordar que muy pronto se cumplirán cuarenta años desde la promulgación de la Ley Penitenciaria, la primera ley orgánica aprobada por las Cortes constituidas en 1979; y también me ha hecho reflexionar acerca de su eficacia, claro.

Tengo primero que decir que el hecho de que fuera la primera ley democrática es algo que no debe sorprender, porque muchos de los que se sentaron en aquellas flamantes cámaras habían sufrido infame persecución e infame cárcel: querían votarla y con ganas.

En efecto, ya nunca iban a olvidar no solo las condiciones que sufrieron ellos mismos en el viejo talego de Carabanchel (o en otros) en su calidad de presos políticos, sino que estos diputados recordarían siempre tras su liberación, como una experiencia humana de primer orden, el contacto con el lumpen español, con la pequeña delincuencia, con la más profunda incultura, con la miseria de la miseria generada por aquella dictadura de fajín sangriento y espada enhebrada en el ojo de la calavera.

Por esa razón se apresuraron, digo yo, a aprobar aquel mandato. Y desde entonces han pasado casi cuarenta años, toda una vida que ha durado lo que el balbuceo alegre de un bebé recién comido.

La Ley Penitenciaria es un texto ambicioso que tiene como piedra angular el artículo 25 de la Constitución, ese que nos ennoblece y mucho como españoles: en mi opinión, más que ningún otro, pues creo que es la rehabilitación del delincuente y su reinserción social el más progresista de los capítulos de la Carta Magna: de forma no directa, pero tampoco indirecta, va a la esencia de la causalidad del delito, y si bien es cierto que no apunta explícitamente a las estructuras sociales injustas como la matriz donde se gesta la conducta criminal, sí que mandata al poder legislativo, ejecutivo y judicial con un deber de tutela sobre el individuo que yerra y cae, con lo cual la Constitución sí que asume parte de esa responsabilidad estructural.

La cárcel, por lo tanto, ha de cumplir esa titánica tarea de reinserción, y sin embargo, tras cuarenta años y aunque sería muy injusto decir que todo continúa igual, esencialmente se siguen dando las mismas circunstancias sociales que ponen al límite las capacidades de la prisión, y más con la graves carencias de medios y personal funcionario que ningún Gobierno afronta con seriedad.

Al sistema penitenciario se le sitúa ante una tensión casi insuperable al obligarle a gestionar el malestar y las agresiones que todos los días se dan dentro de sus muros: es una violencia propia de quienes no tienen nada que perder, de quienes entran una y otra vez, de los que saben que ya nada, ni la mejor de las voluntades, va a lograr que se reconduzcan sus vidas.

Esa tensión terrible se multiplica perniciosamente al tener que afrontarla sin que se perciba ninguna preocupación externa (social) por ello: más bien lo que se detecta es un gran desprecio, para qué nos vamos a engañar.

Pero es que a ese mismo sistema penitenciario, se le exige además que dé al recluso formación ¡y la suficiente entereza moral para afrontar la vida en libertad!, cuando esa misma sociedad no hay sido capaz de educarle e insuflarle una autoestima básica cuando era un adolescente, luego un joven… siempre de condición humilde.

¿No es esto acaso un contrasentido, casi un disparate?

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